1. Como el grano de mostaza

Extraído del libro "Apuntes" sobre San Josemaría Escrivá de Balaguer, escrito por Salvador Bernal y editado por Rialp

Más de sesenta mil personas le llamaban Padre: así tituló Il Giorno de Milán, el 26 de julio de 1975, el artículo de Giuseppe Corigliano sobre Mons. Escrivá de Balaguer, fallecido un mes antes en Roma. Se había producido un fenómeno sorprendente en la vida de la Iglesia: a la muerte de un Fundador, su Obra estaba extendida por los cinco continentes.

Ya he aludido en el capítulo quinto a la visión universal que desde el primer momento tuvo el Fundador del Opus Dei, y cómo desde 1935 abrigaba el proyecto de comenzar el trabajo apostó­lico en París. La guerra de España, y luego la mundial, retrasaron inevitablemente la extensión a otros países. A1 acabar el conflicto mundial, el Fundador tuvo que dedicar especiales esfuerzos para llegar a un reconocimiento jurídico de la Obra. La sede central de la Asociación, que estaba en Madrid, pasaría a Roma. Desde allí, en muy pocos años, se inició el apostolado en numerosos países.

No trato aquí de dar cuenta rendida de la expansión del Opus Dei por el mundo. Anotaré simplemente algunos momentos significativos. Lo que me interesa subrayar es el espíritu con que Mons. Escrivá de Balaguer vivió la difusión de su afán apostó­lico.

En 1940 se habían hecho los primeros viajes a Portugal, aunque hasta 1945 no puede hablarse en sentido estricto de un trabajo estable de la Asociación en aquel país. Algo semejante sucedió con Italia: en 1942 fueron a estudiar a Roma don José Orlandis y don Salvador Canals, pero el gran impulso se produjo en 1946, cuando fue nombrado Consiliario don Álvaro del Portillo y, poco después, el Fundador del Opus Dei fijó en Roma su residencia. Ese mismo año se inició la labor en Inglaterra, y en 1947, en Francia y en Irlanda. Para 1949 estaba previsto iniciar la tarea apostólica en un país de América, pero al final fueron dos: México y Estados Unidos. En 1950 se llegó a Argentina y a Chile...

Por estos años, parte del gobierno central del Opus Dei ‑Consejo general de la Sección de varones; Asesoría central de la Sección femenina‑ radicaba ya en Roma, donde poco a poco se habilitaron los edificios necesarios. De momento, en éstos se alojó también el Colegio Romano de la Santa Cruz (1948) y el Colegio Romano de Santa María (1953), que impulsaron, desde Roma, las actividades de formación de los socios y asociadas del Opus Dei cara a la expansión definitiva.

Necesariamente fue de España de donde salió la casi totalidad de personas que iniciaron el trabajo de la Asociación en tantos países. En 1951 llegaron los primeros a Venezuela y Colombia. En 1953, a Perú, Alemania y Guatemala. En 1954, al Ecuador. Poco antes, en 1952, Ismael Sánchez Bella volvió de Argentina, para poner en marcha la futura Universidad de Navarra.

Mons. Escrivá de Balaguer siguió desde Roma, con una ilimitada confianza en Dios, los pasos del Opus Dei por todo el mundo. Desde 1946 había viajado periódicamente a España y a Portugal, y visitó diversas ciudades italianas y de otros países europeos, haciendo la prehistoria de la tarea apostólica. En 1955 emprendió un nuevo largo viaje por Europa, para alentar a los que trabajaban ya en algunos países, y poner las bases de la futura labor en otros. Pasó por Alemania, Francia, Suiza, Holanda, Bélgica y Austria. Fue en Austria donde incorporó a su vida interior una nueva jaculatoria, Saneta María, Stella Orientis, filios tuos adiuva!, después de celebrar la Misa en el altar de Hl. Marie Pótsch, en la catedral de Viena, el 3 de diciembre de aquel año.

Después de la última aprobación pontificia de 1950, la Asociación tuvo un Congreso general en la casa de retiros de Molinoviejo (cerca de Segovia, España). En 1956 se celebró otro en Einsiedeln (Suiza). Y siguió la expansión: ese mismo 1956, a Uruguay; en 1957, a Brasil y Austria; y comenzaron las

actividades apostólicas en Yauyos ‑Perú‑, cuya Prelatura nullius encomendó la Santa Sede al Opus Dei. Poco después, se inició el trabajo en África ‑Kenya, 1958‑ y en Asia ‑Japón, 1959‑. Luego en Australia (1963) y Filipinas (1964).

Ante la realidad de está expansión vino muchas veces a la mente y al corazón del Fundador del Opus Dei la parábola evangélica del grano de mostaza, esa semilla menuda que se hace árbol, donde vienen a posarse las aves del cielo:

Sólo yo sé cómo hemos comenzado. Sin nada humano. No había más que gracia de Dios. Pero una vez más se ha cumplido la parábola; y hemos de llenarnos de agradecimiento a Dios Nuestro Señor.

Había germinado la pequeña semilla que Dios sembrara el 2 de octubre de 1928. La planta recién nacida superó los obstáculos. En más de una ocasión, humildemente, olvidándose de sí mismo, el Fundador diría que la Obra se había hecho con la vida santa de los primeros socios: Con aquella sonrisa continua, con la oración, con el trabajo, con el silencio. Así se ha hecho el Opus Dei, que ha tenido su cruz y su resurrección, sin ruido, pero maravillosa.

El arbusto se convirtió en árbol grande, porque Dios fortaleció sus raíces y extendió sus ramas. A Él iría el agradecimiento de Mons. Escrivá de Balaguer, porque en el Opus Dei, como en una nueva Pentecostés, se oyen diversas lenguas, manifesta­ción del espíritu de Dios, de la catolicidad de nuestro espí­ritu. Pero... ¿y los medios?, se preguntaba en 1934, en una de las Consideraciones Espirituales. La respuesta surgía inequívoca: ‑ Son los mismos de Pedro y de Pablo, de Domingo y Francisco, de Ignacio y Javier: el Crucifijo y el Evangelio. ‑¿Acaso te parecen pequeños?

Para dilatar el Reino de Dios, lo único necesario es confiar plenamente en la omnipotencia divina, vivir vida de fe, de esperanza y de amor. "No llevéis nada para el viaje, ni bastón, ni alforjas, ni pan, ni dinero; ni tengáis dos túnicas" (Lc., IX, 3). En una ocasión, Jesús envía así a los discípulos, sin nada, para que adviertan gráficamente que no son suyos los éxitos; que no se deben a sus cualidades personales las conversiones, ni los milagros, ni la aceptación de la doctrina.

También el Opus Dei comenzó sin medios humanos, con el apoyo exclusivo de los recursos sobrenaturales: porque en estos primeros tiempos ‑escribió su Fundador en 1941‑, de la misma manera que el Señor envió a sus discípulos, envío yo a mis hijos a abrir nuevas obras de apostolado: tan pobres como los primeros discípulos, con la bendición que el Señor les da desde el cielo y la que yo les doy en la tierra.

Así sería durante muchos años. Don José Luis Múzquiz y don Salvador Martínez Ferigle, por ejemplo, marcharon a Estados Unidos en 1949, con la bendición del Fundador, y con un cuadro de la Santísima Virgen que había estado en una de las casas en que él vivió en Burgos: ‑ No os puedo dar otra cosa, hijos míos.

Cabe pensar que, para el Fundador del Opus Dei, más importante que ese no tener medios materiales ‑estaba acostum­brado desde 1928‑, era prescindir de la colaboración cercana de personas maduras en el espíritu de la Obra. Al filo de 1950, los que podían haber sido directos colaboradores suyos, marcharon a un país o a otro. Realmente Mons. Escrivá de Balaguer pudo comentar con justicia que se quedaba más solo que la una. Valla la pena. El Fundador del Opus Dei estaba convencido de que aquella siembra a voleo en medio mundo sería para mucha gloria de Dios. Don Álvaro del Portillo, su más estrecho colaborador desde 1939, ‑seguiría a su lado en Roma, donde estaba desde 1946, como Procurador General y primer Consiliario Regional de Italia.

Por estos años, cuando abandonaron España socios del Opus Dei de verdadera categoría humana y destacado curriculum profesional ‑no sería correcto citar nombres‑, uno que ya ha fallecido comentó: "Los que quedamos somos como desecho de tienta". Si Florentino Pérez‑Embid, autor de la comparación, catedrático de Historia, escritor fecundo y brillante, bien conocido en la vida pública española, se consideraba desecho, no­table debía ser la calidad humana ‑y espiritual‑ de aquellos que el Fundador envió por el mundo.

Muchos eran jovencísimos, pero habían madurado al filo de contradicción de los buenos a que he hecho referencia en el capítulo anterior. En una carta a los socios del Opus Dei lo subrayaría Mons. Escrivá de Balaguer:

En mi tierra, pinchan la primera florada de higos, que se llenan así de dulzura y sazonan antes. Dios Nuestro Señor, para hacernos más eficaces, nos ha bendecido con la Cruz.

En 1971, insistía con otras palabras en la misma idea:

¿Sabéis por qué la Obra se ha desarrollado tanto? Porque han hecho con ella como con un saco de trigo: le han dado golpes, le han maltratado, pero la semilla es tan pequeña que no se ha roto; al contrario, se ha esparcido a los cuatro vientos, ha caído en todas las encrucijadas humanas donde hay corazones ham­brientos de Verdad, bien dispuestos, y ahora tenemos tantas vocaciones, y somos una familia numerosísima, y hay millones de almas que admiran y aman a la Obra, porque ven en ella una señal de la presencia de Dios entre los hombres, porque advierten esa misericordia divina que no se agota.

Las contrariedades habían hecho que sucediera lo que ocurre cuando se ponen obstáculos a la labor de Dios. Las aves del cielo y los insectos, en medio de los destrozos que ocasionan a las plantas con su voracidad, hacen una cosa fecunda: llevan la semilla lejos, lejos, pegada en sus patas. A donde quizá no hubié­ramos llegado nosotros tan pronto, hizo el Señor que llegáramos así, con el sufrimiento de la difamación: la semilla no se pierde.

sobrenatural de Mons. Escrivá de Bala­guer se acompasaba con su modo de ser en lo humano. Pero su amplia visión de los objetivos apostólicos no era fruto de su carácter, sino de la seguridad que tenía en la asistencia de Dios.

La Obra ha sido pobre desde sus comienzos, y lo será siem­pre, ya que el Señor no dejará nunca de pedirnos más labores apostólicas, más iniciativas, más gastos de dinero y de personas en su servicio. Nunca tendremos el dinero suficiente para dilatar la tarea con la rapidez que el Señor nos da a entender. ;Nos llaman de tantas partes, sin que por falta de medios eco­nómicos podamos ir enseguida! (...) Pero aprovecho la ocasión, que me proporciona lo que os acabo de decir, para dar gracias al Señor Dios Nuestro, porque la Obra será siempre pobre: siempre necesitará más de lo que tenga, si ha de cumplir sus fines apostólicos, por muy abundantes que parezcan nuestros me­dios a los extraños.

No le asustaron nunca las dificultades económicas. Ni en los comienzos, cuando puso en marcha aquella primera Academia en la calle Luchana, ni cuando ‑con los años‑ las obra apostólicas promovidas por el Opus Dei se multiplicaron por toda el mundo. Porque sólo le movía la gloria de Dios, no descansaba al disponer de un instrumento para el apostolado: enseguida pensaba en otro, que pudiera servir adecuadamente para esparcir la semilla del Evangelio. Lo manifestaba, medio en serio medie en broma, en diciembre de 1973:

‑¿Os acordáis de que, un día de éstos, hablábamos de que en la Obra siempre hay necesidades y realidades de pobreza? Os comentaba que siempre habrá Centros en donde lo estén pasando humanamente mal. Anteayer he recibido carta de un hijo mío que está en un país grande, donde es profesor ordinario de una universidad. Lleno de alegría, me cuenta que ya tienen casa en un sitio céntrico: es una casa de buen aspecto, pero sin un mueble, sin una cama. Dice que hacen camping dentro del piso, van a comer donde pueden, y están felices.

Le daba especial alegría comprobar que esas personas, en medio de las dificultades económicas, rezaban, trabajaban y hacían una intensa labor apostólica. Y como lo mismo sucedía en muchos sitios, aclaraba: es bueno que suceda.

Un capítulo decisivo de esta aventura humana y divina del Opus Dei lo constituye el Colegio Romano de la Santa Cruz. Merece la pena detenerse en él, en cuanto es modelo de cómo actuó el Fundador de la Obra para extenderla por la tierra.

El Colegio Romano fue erigido el 29 de junio de 1948. Comenzó en un viejo edificio del Parioli que había sido legación de Hungría ante la Santa Sede. Conseguir aquella casa fue autén­tica audacia, porque carecían de recursos económicos. Piden el importe en francos suizos ‑comentó Mons. Escrivá de Balaguer por aquellos días‑. Como no tenemos nada, ;qué más le da al Señor facilitarnos francos suizos que liras italianas! Y aparecie­ron las personas dispuestas a adquirir ese inmueble y a financiar las obras necesarias para instalar allí, no sólo el Colegio Romano ‑centro de formación para socios del Opus Dei de todo el mundo‑, sino la sede central de la Obra.

Don Álvaro del Portillo se ocupaba muy directamente de la marcha económica de todo aquello, y llevaba a cabo toda esa labor a pesar de encontrarse enfermo, con fiebres muy altas. Mons. Escrivá de Balaguer manifiesta con gracia que el mejor remedio para devolverle la salud sería ponerle un buen parche de muchos miles de dólares.

Fueron continuas las privaciones del Fundador del Opus Dei y de los que le rodeaban. Iban andando a las Universidades y Ateneos, porque no había dinero ni para el filobus o la circolare, y como no podían comprar ni el tabaco italiano más corriente muchos dejaron de fumar... Algunos años después, cuando dentro de la incomodidad persistente, habían pasado los más graves apuros, Mons. Escrivá de Balaguer ponderaría:

‑Aceptad estas circunstancias extraordinarias como un sa­crificio que podéis ofrecer a Nuestro Señor, y sabed que otras veces hemos estado mucho más incómodos de lo que podéis estar ahora vosotros. No tendréis de ningún modo las dificultades con que hemos vivido durante años (...). Al principio, hubo ocasiones en las que hacíamos una sola comida al día, y eso cuando era posible.

Y aquí, no había sitio para dormir: teníamos una sola cama, que era ocupada por el que se encontraba enfermo; los demás nos acostábamos donde podíamos, allá abajo, en aquella portería que ya ha desaparecido. Durante bastantes años, he estado su­biendo por los andamios, para dormir en una habitación como se podía. Nunca hemos estado bien.

Una anécdota refleja aquella estrechez económica. En 1951 se compró una Lambretta, para realizar las diversas y numerosas gestiones relacionadas con la marcha de las obras. Se usaba tanto, que muy pronto se hizo necesario sustituirla. La madre de uno de los alumnos proporcionó el dinero, pero hubo que utili­zarlo para pagar a los proveedores. La vieja Lambretta continuó corriendo por las calles de Roma cuatro años más.

A pesar de los agobios y de que en todas partes se necesitaban personas para llevar adelante los apostolados, estábamos siempre pensando ‑precisaba el Fundador de la Obra‑ en traer más gente al Colegio Romano, todos los posibles, porque convenía: para la gloria de Dios, para el servicio de la Iglesia, de las almas y de la Obra, para que ( ...) aprendáis a amar a otras naciones, y a ver las cosas buenas y los defectos que hay en otras tierras como los hay en la de cada uno. Convenía, además, para recibir una formación recia, unitaria, en el buen espíritu de la Obra.

Al mismo tiempo, los alumnos del Colegio Romano estudia­ban en los Ateneos y Universidades pontificias para conseguir los títulos académicos que el Fundador había establecido. La primera tesis doctoral fue la de don Álvaro del Portillo. Con los años, serían centenares las tesis leídas por alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz: en teología, en derecho canónico, en filosofía.

Y con el trabajo intelectual, el manual. Los muros de aquellos edificios requerían una decoración adecuada. Entre las clases y la investigación, los alumnos del Colegio Romano dedicaron mu­chas horas a los botes de pintura, o a los sacos de cemento, alentados por Mons. Escrivá de Balaguer, que ‑como evoca uno de ellos‑ "corrige pequeños detalles, ve lo que nosotros muchas veces no vemos, nos habla y se nos van grabando sus palabras, que llevan además el vivo colorido del cariño y la oportunidad".

Se entiende que, en una ocasión, aludiendo a esos muros, el Fundador del Opus Dei pudiera decir que parecen de piedra y son de amor. En medio de contradicciones, penuria económica e incomodidades sin cuento, soportadas con alegría, Mons. Escrivá de Balaguer vivía magnánimamente la falta de medios materiales: quería dejar a los que vinieran detrás un instrumento idóneo y duradero, en lo técnico y en lo estético. Las líneas constructivas enraizaban en los valores tradicionales de la arquitectura roma­na, para que tuvieran desde el primer momento sabor de madurez, y no corrieran el peligro de pasar de moda o de caer en el ridículo a los pocos años de su construcción. A la vez, el Fundador de la Obra y don Álvaro del Portillo aprovechaban todas las ocasiones para, a precios ridículos, en los puestos de

chamarileros, hacerse con mil cosas que servirían para dignificar la decoración de esas paredes: muebles, piedras viejas, fragmentos romanos antiguos, capiteles, molduras, bustos, pequeñas esculturas, cuadros, candeleros, lámparas, alfombras, arcones.

Mons. Escrivá de Balaguer recorría las obras con frecuencia, y los obreros se acostumbraron pronto a la presencia de Monsig­nore subiendo y bajando por los andamios y escaleras. En cuanto se terminaba una zona, entraban enseguida los alumnos del Colegio Romano, que remataban los detalles más minúsculos y

limpiaban todo a fondo. Fue ese cuidado por terminar bien las cosas hasta sus últimos detalles ‑especialmente vivido por las asociadas del Opus Dei que se iban ocupando de las tareas de administración doméstica‑, lo que hizo posible que en aquellos edificios, en que llegarían a alojarse cientos de personas, no se perdiese el carácter familiar, acogedor y alegre, propio del espíritu del Opus Dei.

La historia de la construcción del Colegio Romano encierra infinidad de lecciones prácticas para los socios de la Obra.

Tampoco pasaban inadvertidas a quienes iban a aquella casa, y se encontraban ‑como observó el Cardenal Baggio‑ con que aquello no tenía nada en común con los edificios eclesiásticos de tipo convencional. Era un edificio entonado con los demás del Parioli. Todo estaba limpio y cuidado. Aquel estilo ‑"para mí insólito", reconoce el Cardenal‑ formaba parte de la espiritua­lidad laical del Opus Dei. Era novedad auténtica, que no dejaría de suscitar incomprensiones. Como en los viejos tiempos, el Fundador del Opus Dei tendría que explicar, con ocasión y sin ella, la radical diferencia que hay entre la falta de medios y la suciedad...

Era algo parecido a lo que le sucedió cuando quiso bendecir la última piedra de aquella casa. Todos sabían que él no era amigo de las primeras piedras, sino de las últimas, del trabajo acabado.

Cuando llegó el momento ‑el 9 de enero de 1960‑,fue a buscar en el Ritual la oración apropiada, y no encontró preces previstas para esa ocasión: Por lo tanto ‑decidió‑ vamos a hacer otra cosa. Comenzaré haciendo la señal de la Cruz, rezaremos el Te Deum , después la oración de acción de gracias, y luego la bendición signo crucis; y hemos terminado.

Por aquellos días de 1960 era ya una realidad gozosa el sueño que el Fundador del Opus Dei acariciaba desde finales de los años cuarenta:

De aquí, del Colegio Romano, saldrán centenares ‑milla­res‑ de sacerdotes y de laicos que extenderán la labor en los sitios en que se está trabajando; la comenzarán en otras muchas naciones que nos esperan; y pondrán en marcha Centros de formación, para hombres de todos los continentes y de todas las razas, en servicio de la Iglesia.

Sin embargo, el destino principal de aquellos edificios era servir como sede central de la Obra. Apenas terminados, el Fundador del Opus Dei pensó en abordar una nueva aventura: construir el Colegio Romano definitivo, en otro lugar de Roma. Dijo que sería la última locura de su vida:

En todo el mundo hemos comenzado a preparar instrumentos de trabajo sin dinero. Yo lo había hecho antes muchas veces; pero desde hace años tenía el propósito de no volver a obrar así. Sin embargo, pensando que el bien de la Iglesia y el bien de la Obra, para servicio de la Iglesia y de las almas, hace conveniente que muchos hijos míos pasen por Roma, hemos comenzado a construir con pocas liras. No quería repetir esa lo cura, pero ya la estamos haciendo.

Aquel planteamiento no había dejado de suscitar contradic­ciones. No faltaron personas ‑también eclesiásticos‑ que no lo entendían. Algunos se escandalizaban, como si fuese el Opus Dei la primera institución que en la historia de la Iglesia hubiera usado medios humanos lícitos para sus fines de apostolado:

Nadie puede extrañarse ‑había escrito el Fundador en 1954‑ de que el Opus Dei necesite medios materiales para su labor. Como realiza su tarea sobrenatural de santificación entre hombres y para hombres, ha de usar también ‑como las demás asociaciones sin excepción, sean del tipo que sean: artísticas, deportivas, culturales, religiosas, etc.‑ un mínimo de medios materiales.

En 1941 había previsto el problema, cuando decía: Natural­mente, cuanto más se extienda la Obra, más necesidad habrá de medios terrenos, que siempre trataremos de santificar. No hay en la tierra nadie que haga algo, y no emplee los medios humanos, por noble que sea el fin.

También Jesucristo, para cumplir su misión divina, se sirvió de cosas tan terrenas como los haberes de las pobres gentes que le seguían, unos cuantos panes y peces, un poca de barro... Le dejaron un borrico para entrar en Jerusalén. Y en una habitación también prestada celebró su última Pascua en la tierra.

Esa vida de Cristo es la que quiso imitar el Fundador del Opus Dei. Para sacar adelante sus proyectos apostólicos contó con el trabajo profesional de los socios de la Obra, pero tam­bién con la ayuda de muchas personas, conscientes de que esas tareas merecían su apoyo, porque contribuían al mejoramiento de los hombres.

En 1950, cuando se extendía la Asociación, y eran muchas las necesidades económicas que el crecimiento llevaba consigo, expresó que el Opus Dei y sus socios no necesitan dinero, porque trabajan, cada uno en su tarea profesional, y se sostienen sobradamente; pero, para nuestras obras corporativas, cuanto más nos ayuden, mejor serviremos a las almas.

Esta colaboración económica discurrió siempre por cauces civiles, lejos de todo confesionalismo. Ya se ha dicho que las obras apostólicas del Opus Dei son centros promovidos por ciudadanos corrientes, que ejercen en ellos libremente su actividad profesio­nal. No son, pues, labores católicas, ni menos eclesiásticas, aunque allí se siga con fidelidad la doctrina de la Iglesia. Se trata de tareas nacidas y dirigidas con mentalidad laical, dentro de las leyes de cada país, sin privilegio alguno, tampoco en lo económi­co. Resuelven sus problemas y responden de la gestión, en su caso, ante los organismos jurídicos establecidos en cada nación.

A veces, ante los propietarios de los edificios o instalaciones que los han cedido o alquilado y reciben su correspondiente retri­bución.

Este carácter laical ‑ni confesional, ni eclesiástico‑ de la," iniciativas apostólicas del Opus Dei explica también la colabo­ración de los cooperadores no católicos a que se ha hecho referencia en el capítulo octavo. La experiencia de años muestra que, además, obtienen un inmenso beneficio espiritual, como encarecía el Fundador de la Obra: Solicitando de estas personas su ayuda económica y sus horas de trabajo profesional, en servicio de las empresas apostólicas que sostenemos ‑que siempre tienen, además, una eficacia humana‑, las colocamos en el corazón de nuestras labores, y les brindamos la posibilidad de ser brazo de Dios para realizar su Obra entre los hombres.

Un día de 1973, en Roma, un norteamericano contaba a Mons. Escrivá de Balaguer que habían regalado un piso en San Francisco, para organizar allí clases de formación cristiana. El Fundador del Opus Dei afirmó:

Nosotros no podríamos hacer nada sin la ayuda de tanta gente estupenda. Hay algunos, con un sentido sobrenatural tan maravilloso para ayudar en las cosas de Dios, que, cuando cooperan generosamente, ponen una sola condición: que no se sepa que han dado ni un céntimo. A veces son personas que no conozco.

En muchas ocasiones, citó emocionado el pasaje evangélico de la limosna de la viuda pobre, al pensar en las ayudas que el Opus Dei recibía de personas de escasos recursos:

Quizá ese esfuerzo constante es más desinteresado y liberal que el de todos los demás: seguramente no dan dé lo que les sobra, porque nada les sobra. Estoy cierto de que ante estas dádivas volverán a brillar, con cariño divino, los ojos del Señor.

En otra ocasión dibujaba los modos tan diversos de ayudar a las actividades apostólicas promovidas por la Asociación:

Me los ha enseñado a mí vuestra conducta generosa: desde aquella aristócrata, de la sangre y del espíritu, que supo ceder su propio palacio en épocas bien duras de calumnia y de persecu­ción, hasta los labriegos humildísimos, padres de una criadita, que venden su borriquillo y envían el dinero con alegría; desde aquel buen amigo americano del Sur, que tiene una de nuestras obras apostólicas, de acuerdo con su familia, como un socio más en los negocios ‑un socio que no está a las pérdidas‑, hasta los niños (...) que envían el dinero que recibieron como obsequio el día de su primera comunión; desde el que manda muebles, para poner una casa, hasta el que paga todos los gastos del pobre coche indispensable para la labor.

Pero nada es bastante cuando se trata de sostener lo iniciado y ampliar el horizonte apostólico para llegar a más almas. Por eso, el sentido de responsabilidad lleva a los socios del Opus Dei a trabajar muchas horas cada día, sintiendo ‑como han apren­dido de su Fundador‑ la urgencia de las necesidades, también económicas, de esta familia sobrenatural que formamos. Nadie se considera descargado de este deber, inseparable de la propia vocación:

El carácter plenamente secular de nuestra dedicación a Dios en el mundo hace que la labor profesional sea también el medio ordinario de conseguir los necesarios recursos, para el sosteni­miento de cada uno de nosotros y de las labores apostólicas de la Obra.

Mons. Escrivá de Balaguer confió en los medios sobrenatura­les: todo depende de Dios. Pero, al mismo tiempo, no perdonó ningún recurso humano licito ‑especialmente, el trabajo‑, porque, aclaraba, no podemos tentar a Dios, exigiéndole que haga milagros, cuando se puede y se debe emplear el trabajo profesional, noble y limpio, para obtener los medios económicos necesarios.

Con la oración, con el trabajo, y con la ayuda de muchas personas pudo emprenderse en los cinco continentes ese gran mosaico de iniciativas apostólicas. El afán de acercar más personas a Dios es justamente garantía del desprendimiento de los bienes materiales: Siempre seremos pobres. Nunca tendremos los suficientes medios económicos para atender a todas las obras, porque aunque trabajemos mucho, los apostolados aumentan siempre, gracias a Dios, en proporción mayor: y esto sucederá siempre.

El Fundador comparó la Obra con una familia numerosa y pobre. Cada uno de sus socios debía sentir en su propia carne los agobios económicos de esa familia grande, que nunca acaba de salir de dificultades, y no por eso deja de hacer lo que tiene que hacer, en beneficio de las almas. Para resolver los problemas de dinero, comenzó a invocar a San Nicolás de Bar¡ en los años treinta, cuando desempeñaba su ministerio sacerdotal en el Patronato de Santa Isabel:

Iba a celebrar la Misa, y tenía unos apuros económicos tremendos; dije: como San Nicolás es el santo de las dificultades económicas, y el santo de casar las incasables... ¡si me sacas de esto, te nombro Intercesor! Pero antes de subir al altar, me arrepentí y añadí: y si no me sacas, te nombro igual.

Lo relataba el Domingo de Ramos de 1968, y alguien se animó entonces a preguntar si aquel problema se había resuelto. Mons. Escrivá de Balaguer continuó:

‑¡Dónde estaríamos tú y yo, si no! ;Debajo de una tienda de campaña y de unos trozos de hojalata! Pero yo no pido milagrerías; primero pido que trabajemos, que nos sostengamos con el trabajo y, cuando no llegamos, pedimos a Dios para que lleguemos. No soy carismático; hay que poner los medios humanos y a la vez los sobrenaturales, que siempre van juntos.

Así salió adelante la Academia DYA, y luego las primeras residencias universitarias, y al cabo de los años, esos cientos de obras apostólicas promovidas por el Opus De¡, que tratan de prestar un servicio cristiano a la sociedad, de ser instrumentos para corredimir con Cristo.