2. El camino jurídico del Opus Dei

Extraído del libro "Apuntes" sobre San Josemaría Escrivá de Balaguer, escrito por Salvador Bernal y editado por Rialp

Tienes razón. ‑Desde la cumbre ‑me escribes‑ en todo lo que se divisa ‑y es un radio de muchos kilómetros‑, no se percibe ni una llanura: tras de cada montaña, otra. Si en algún sitio parece suavizarse el paisaje, al levantarse la niebla, aparece una sierra que estaba oculta.

Así es, así tiene que ser el horizonte de tu apostolado: es preciso atravesar el mundo. Pero no hay caminos hechos para vosotros... Los haréis, a través de las montañas, al golpe de vuestras pisadas (Camino, 928).

Probablemente, al redactar estas líneas, el autor de Camino pensaba en el dilatado panorama apostólico que, con los años, harían los socios de la Obra en el mundo entero. Dificultades no faltarían. La guerra de España había terminado. Pero llegaba el momento de abrir un camino para el Opus Dei en el campo del Derecho canónico.

La Obra no se parecía a ninguna de las organizaciones que entonces existían en la Iglesia. Sus socios no querían, ni podían, ser religiosos, que buscan la santidad apartándose del mundo, en el retiro del yermo o en el servicio activo a las almas –colegios, hospitales‑. La vocación plenamente apostólica que Dios quería para el Opus Dei le alejaba también de las simples cofradías c pías uniones, establecidas en el Código de Derecho canónico.

El único modelo era bien preciso en sus contornos teológicos, pero aún no había sido definido nunca en textos jurídicos: los primeros cristianos. Como declararía el Fundador del Opus Dei en 1967 a Peter Forbath, corresponsal del Time de Nueva York, la manera más fácil de entender el Opus Dei es pensar en la vida de los primeros cristianos. Ellos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime, del Bautismo. No se distinguían exteriormente de los demás ciudadanos. Los socios del Opus Dei son personas comunes; desarrollan un trabajo corriente; viven en medio del mundo como lo que son: ciudadanos cristianos que quieren responder cumplidamente a las exigencias de su fe.

No había cauce jurídico para una Asociación que proponía el modo de vivir de los primeros cristianos. Además, el Fundador ‑buen jurista‑ entendía que la norma debía surgir de la vida, y no al contrario. Se abrirían los caminos al golpe de las pisadas. El fenómeno ascético y apostólico tenía que preceder a la configuración jurídica.

No obstante, don Josemaría, fiel hijo de la Iglesia, sabedor de que no hay labor fecunda al margen de la Jerarquía eclesiástica, actuó en todo momento ‑como diría en infinidad de ocasiones­- con la venia y con la afectuosa bendición del queridísimo Señor Obispo de Madrid, donde nació el Opus Dei el 2 de octubre de 1928. Más tarde, siempre también, con el beneplácito y el aliento de la Santa Sede y, en cada caso, de los Revmos. Ordinarios de los lugares donde trabajamos.

También lo acredita el P. Vicente Ballester Domingo, salesia­no, secretario particular en 1937 del Obispo de Pamplona, don Marcelino Olaechea, que hospedó a don Josemaría, como sabemos, en su palacio episcopal. Por allí pasaban muchos obispos y él les daba a conocer el Opus Dei. Don Vicente Ballester atestigua que "siempre buscó el beneplácito de la Jerarquía aunque entonces no fuera fácil comprender lo que era el Opus Dei".

Toda la urgencia que sentía por la salvación de las almas, desaparecía ante el problema del camino jurídico de la Obra: no tenía prisa; confiaba en el querer de Dios. Al mismo tiempo, era muy escueto al hablar del Opus Dei, precisamente porque no tenía aún entidad jurídica alguna dentro de la Iglesia. El Padre Sancho, O.P., recuerda una explicación de esa necesaria pruden­cia: la Obra está todavía en gestación, es como una criatura non nata. Luego, cuando llegó el decretum laudis de la Santa Sede, el Fundador de la Obra le diría que desde ese momento, gracias a Dios, podían hablar ampliamente del Opus Dei, porque ya era una cosa pública, y la Iglesia la había alabado maternalmente.

"Veo en este hecho ‑comenta el P. Sancho‑ una manifestación del hondo amor sumiso de Josemaría a las decisiones de la autoridad suprema de la Iglesia".

Sin embargo, esta delicadeza de conciencia fue motivo de recelos y calumnias, en los años inmediatos de la postguerra. "No se sabía si era un santo o un hereje", rememora el Dr. Eladio de la Concha, hoy pediatra en Gijón: "Todo era cuestión de confiar.

Cuando arreciaron los ataques de algunos contra el Opus Dei y su Fundador, el Obispo de Madrid se empeñó en dar una aprobación por escrito, para ver si así se calmaban las calumnias. La medida no podía tener carácter definitivo. No resolvía de ningún modo el problema jurídico de la Asociación, pero podía contribuir a amortiguar la campaña. Y el 19 de marzo de 1941 don Leopoldo Eijo y Garay aprobó el Opus Dei como Pía Unión. Su Fundador recibió la noticia en Diego de León, 14 ‑como recordaba, allí mismo, unos treinta años después‑, y se dirigió al oratorio con su madre y con alguno de los socios de la Obra que estaba en la casa, porque no había nadie más: todos estaban trabajando, lo nuestro es trabajar. Fui a ver a mi madre y le dije:

mira, me acaba de llamar el Obispo y, contra mi voluntad, porque no quería ninguna aprobación, me dice que está hecho el decreto. Vamos a dar gracias. Nos arrodillamos sobre la tarima del altar, y dimos gracias al Señor.

Y siguió esperando. Las calumnias no cesaron. El incremento del trabajo apostólico ‑que se extendía por nuevas ciudades: Valencia, Barcelona, Zaragoza, Valladolid, Sevilla...‑, hacía conveniente encontrar alguna solución jurídica de más entidad que la de simple Pía Unión. Por otra parte, un grupo de socios del Opus Dei había comenzado los estudios, con vistas a recibir la ordenación sacerdotal: era imprescindible también resolver las cuestiones que su ordenación planteaba en el terreno del Derecho canónico.

Años después, en la fiesta de la Maternidad de Nuestra Señora, diría a un grupo de socios: He considerado otras veces, hijos míos, y os he hecho considerar, que cada paso en el camino jurídico de la Obra lo hemos dado bajo la protección de la Madre de Dios. Al celebrar ahora su Maternidad divina, recuerdo ‑no puedo menos de recordarlo‑ que la primera vez que la Santa Sede puso sus manos sobre la Obra fue en esta festividad, hace tantos años.

Y se refería a lo que le había dicho don Álvaro del Portillo, que estaba a su lado: Padre, estará contento, porque mañana es la Virgen del Pilar. Y yo le contesté: fiesta por fiesta, todas las de la Virgen me conmueven, me parecen estupendas; pero, puestos a escoger, prefiero la de hoy, la Maternidad. No sabía entonces que la Madre de Dios había intercedido por esta Obra de Dios, y se había dado la primera aprobación.

De otra parte, se hacía necesaria por muchas razones una aprobación de carácter pontificio. Don Álvaro del Portillo fue enviado a Roma en febrero de 1946, para que presentara en el Vaticano la documentación sobre la Obra, preparada por el Fundador. Algún tiempo después le envió una carta: venía a decirle que su presencia personal en Roma era necesaria, para tratar de sacar adelante lo que, humanamente, parecía impo­sible.

Por aquel tiempo se había agravado la diabetes que padecía el Fundador del Opus Dei. Le tenían que poner varias inyecciones al día. El clima del verano en Roma no podía sentarle nada bien para su dolencia. El médico no sólo desaconsejó el viaje, sino que declaró que ‑caso de realizarse‑ no asumía la responsabilidad de lo que pudiera ocurrir. Pero el Fundador de la Obra no dudó ni un momento: veía claro que el Señor quería que fuese a Roma, a pesar del sacrificio que suponía. Reunió a los que formaban entonces parte del Consejo General de la Asociación, para informarles de lo que había decidido. Los miembros del Consejo, visto el asunto en la presencia de Dios, se adhirieron unánime­mente a los planes del Fundador.

Rememorando este momento decisivo de su biografía perso­nal, y de la historia del Opus Dei, escribió en 1961:

La Obra aparecía, al mundo y a la Iglesia, como una novedad. La solución jurídica que buscaba, como imposible. Pero (...) no podía esperar a que las cosas fueran posibles. Ustedes han llegado ‑dijo un alto personaje de la Curia Romana‑ con un siglo de anticipación. Y, no obstante, había que intentar lo imposible. Me urgían millares de almas que se entregaban a Dios en su Obra, con esa plenitud de nuestra dedicación, para hacer apostolado en medio del mundo.

Lo acompañó en el viaje a Roma don José Orlandis, que conocía el italiano: "Ir desde Madrid a Roma ‑explica‑, en aquellos tiempos de la inmediata postguerra, era casi una aventura y, en todo caso, un viaje largo y penoso, por tierra y mar, en el que se invertían cerca de cinco días. No había aún servicios aéreos, y estando cerrada por razones políticas la frontera pirenaica con Francia, el único enlace entre España e Italia lo constituía un barco correo, que navegaba semanalmente de Barcelona a Génova".

El miércoles 19 de junio de 1946, a primera hora de la tarde, salieron en coche de Madrid, con destino a Zaragoza y Barcelo­na. Mons. Escrivá de Balaguer encomendaba especialmente a la Santísima Virgen el trascendental negocio que le llevaba a Roma. El jueves, 20, por la mañana fue a la Basílica de

Nuestra Señora del Pilar y, según su costumbre, se acercó mezclado con el pueblo y sin que nadie le reconociese a besar el Pilar de la Virgen. Luego, al llegar cerca de Igualada, quiso subir a Montserrat y saludar allí a la Virgen Morena, Patrona de Cataluña. Al día siguiente, se puso de modo especial en manos de la Madre de Dios que, bajo la advo­cación de la Virgen de la Merced, es la Patrona de la ciudad de Barcelona, en cuyo puerto tenía que embarcar rumbo a Italia. Acudió por la mañana a la Basílica de la Merced y allí rezó con­fiadamente a la Señora, pidiéndole su ayuda, sus mercedes, en aquel trance importantísimo para la aprobación del Opus Dei por la Suprema Autoridad de la Iglesia.

Años más tarde, en 1961, Mons. Escrivá de Balaguer se refería a que había hecho el viaje a Roma con el alma puesta en mi Madre la Virgen Santísima y con una fe encendida en Dios Nuestro Señor, a quien confiadamente invocaba, diciéndole : ecce nos reliquimus omnia, et secuti sumus te: quid ergo erit nobis? (Mt., XIX, 27). ¿Qué será de nosotros, Padre mío?: habíamos dejado todo: la honra ‑con tanta calumnia encima-, la vida entera, haciendo cada uno en un sitio lo que el Señor pedía. Dios nos escucho, y escribió en estos años romanos, otra página maravillosa de la historia de la Obra.

Aquella mañana del 21 de junio de 1946, había celebrado la Santa Misa en el oratorio del Centro del Opus Dei de Barcelona donde había pasado la noche: un piso en la calle Munta­ner, 444. Antes de la Misa, dirigió la meditación de los socios de la Obra que estaban presentes. Sus palabras, llenas de fe, se les quedaron grabadas para siempre. Tomó pie para su meditación en voz alta de aquel pasaje del Evangelio de San Mateo, donde Pedro dice a Jesús que han dejado todo para seguirle. A1 calor de esas palabras de la Escritura surgía un profundo sentimiento de fe, que le impulsaba a encararse abiertamente con el Señor, y a decir, lleno de audacia filial:

¿¡Señor, Tú has podido permitir que yo de buena fe engañe a tantas almas!? ;Si todo lo he hecho por tu gloria y sabiendo que es tu Voluntad! ¿Es posible que la Santa Sede diga que llegamos con un siglo de anticipación...? Ecce nos reliquimus omnia, et secuti sumus te (Mt., XIX, 27).

Concluyó la meditación con un acto de entrega, plenísima y confiada, en la Providencia amorosa de Dios, para quien son posibles todas las cosas, también aquellas que los hombres llaman imposibles.

Esa misma tarde embarcó en el buque que debía conducirle a Italia, el J. J. Sister, un pequeño vapor de la Compañía Transme­diterránea, de unas 1.500 toneladas de desplazamiento y cincuenta años de vejez. Un furioso temporal, impropio del Mediterráneo y más aún en el mes de junio, zarandeó durante cerca de veinte in­terminables horas el barco. El Fundador del Opus Dei, enfermo como estaba, sufrió lo indecible en este su primer viaje por mar.

El sábado 22, cerca de la medianoche, con varias horas de retraso a causa del temporal, el J. J. Síster amarraba al puerto de Génova, donde esperaban don Álvaro del Portillo y don Salvador Canals. Al día siguiente, domingo 23, después de celebrar su primera Misa en tierra italiana, hizo en coche el camino de Génova a Roma.

¿Qué es lo que yo quería? ‑escribió el Fundador del Opus Dei en 1961‑: Un lugar para la Obra en el derecho de la Iglesia, de acuerdo con la naturaleza de nuestra vacación y con las exigencias de la expansión de nuestros apostolados; una sanción plena del Magisterio a nuestro camino sobrenatural, donde quedaran, claros y nítidos, los rasgos de nuestra fisonomía espiritual. El crecimiento de la Obra, la multitud de vocaciones de personas de toda clase y condición, todo esto que era bendición de Dios, me urgía a tratar de obtener ‑de la Santa Sede‑ la ple­na aprobación jurídica del camino que el Señor había abierto.

Antes, en ese mismo escrito, se había referido al motivo de su primer viaje a Roma:

Nosotros no veníamos a ser un grupo que se repliega sobre sí mismo, para buscar la santidad personal y, desde el abrigo corporativo de una institución, santificar a los demás. El Señor nos quería donde estábamos ‑nel bel mezzo delta strada, me gusta decir en italiano‑, en el estado, condición, trabajo profesional que cada uno tiene en el mundo. Y ahí nos daba la misión de santificar a los demás, de llevarlos a Cristo por el testimonio, por la doctrina, por la amistad y el ejemplo de una vida limpia. Esta misión apostólica nos urgía a buscar la santidad: ahí, donde estábamos, en nuestro trabajo profesional, en el ocio de cada uno que, elevado por la gracia al orden sobrenatural y ejercido con perfección humana, se convertía en camino específico de santificación. El estado religioso, hijos míos, no lo podía aceptar para nosotros, porque diere ‑por su ascética, por sus medios, y por sus fines específicos‑ de la ascética, medios y fines que Dios, en su providencial designio, quería para su Obra.

El Fundador del Opus Dei dejó sus preocupaciones en el Señor, y Él le sostuvo (cfr. Ps., LIV, 23). Apoyado en su vocación divina como toda certeza, fue capaz de abrir camino, guiado por la mano de Dios. Porque el Señor escucha a los que a Él acuden confiados, sin más armas que el abandono en sus brazos poderosos, sin más apoyo que la confianza en su Santísima Madre. Lo reconocía en 1950:

A pesar de mis muchas miserias ‑quizá precisamente por ellas, para que se viera que la Obra era de Él‑ el Señor se ha dignado inspirar el Opus Dei a este pobre pecador, y práctica­mente desde 1917 hasta 1928, y hasta ahora, me da la impresión de que ha hecho conmigo lo que dice la Palabra divina: et delectabar per singulos dies ludens coram eo; omni tempore ludens in orbe terrarum: et deliciae meae esse cum filiis ho­minum (Prov., VIII, 30 y 31): la Sabiduría de Dios jugaba co­mo con un niño, delante del Señor cada día, en la redondez de la tierra: porque las delicias de Dios son estar con los hijos de los hombres. La Sabiduría infinita me ha ido conduciendo, como si jugara conmigo, desde la oscuridad de los primeros barruntos, hasta la claridad con que veo cada detalle de la Obra, y bien puedo decir: Deus docuisti me a iuventute mea; et usque nunc pronuntiabo mirabilia tua (Ps., LXX, 17), el Señor me ha ido adoctrinando desde el principio de la Obra, y no puedo menos de cantar sus maravillas.

El Señor, con su insondable Sabiduría, guió los pasos del Fundador del Opus Dei. Le llenó de fe y de confianza para intentar lo imposible, y mostrar así una vez más que ecce non est abbreviata manus Domini: ¡El brazo de empequeñecido! (Camino, 586).

Mons. Escrivá de Balaguer volvió a Madrid el 31 de agosto,

con un documento de la Santa Sede llamado de aprobación de fines, que no se daba desde hacía un siglo. Pasó el verano en Madrid y en Molinoviejo (Segovia), y el 21 de octubre fue otra vez a Barcelona, para dar gracias a la Virgen de la Merced: iba, de nuevo, camino de Roma. Algo más tarde, el 24 de fe­brero de 1947, la Obra recibía de la Santa Sede el Decretum laudis, y el 16 de junio de 1950, la aprobación definitiva.

Cuando en 1968, Enrico Zuppi y Antonio Fugardi, director y redactor, respectivamente, de L'Osservatore della Domenica, pre­guntaron a Mons. Escrivá de Balaguer si estaba satisfecho de los cuarenta años de actividad del Opus Dei, y si las experiencias de los últimos años, los cambios sociales, o el Concilio Vaticano 11, le habían sugerido algunos cambios de estructura, el Fundador del Opus Dei pudo contestar:

¿Satisfecho? No puedo por menos de estarlo, cuando veo que, a pesar de mis miserias personales, el Señor ha hecho en torno a esta Obra de Dios tantas cosas maravillosas. Para un hombre que vive de fe, su vida será siempre la historia de las misericordias de Dios. En algunos momentos de esa historia quizá sea difícil de leer, porque todo puede parecer inútil, y hasta un fracaso; otras veces, el Señor deja ver copiosos los frutos, y entonces es natural que el corazón se vuelque en acción de gracias. Una de mis mayores alegrías ha sido precisamente ver cómo el Concilio Vaticano 11 ha proclamado con gran claridad la vocación divina del laicado. Sin jactancia alguna, debo decir que, por lo que se refiere a nuestro espíritu, el Concilio no ha supuesto una invitación a cambiar, sino que, al contrario, ha confirmado lo que ‑por la gracia de Dios‑ veníamos viviendo y enseñando desde hace tantos años. La principal característica del Opus Dei no son unas técnicas o métodos de apostolado, ni unas estructuras determinadas, sino un espíritu que lleva precisamente a santificar el trabajo ordinario. Errores y miserias personales, repito, los tenemos todos. Y todos debemos examinarnos seriamente en la presencia de Dios, y confrontar nuestra propia vida con lo que el Señor nos exige. Pero sin olvidar lo más importante: si scires donum Dei!... (loan., IV, 10), ¡si reconocieras el don de Dios!, dijo Jesús a la samaritana. Y San Pablo añade: Llevamos ese tesoro en vasos de barro, para que se reconozca que la excelencia del poder es de Dios y no nuestra (2 Cor., IV, 7).

La humildad, el examen cristiano, comienza por reconocer el don de Dios. Es algo bien distinto del encogimiento ante el curso que toman los acontecimientos, de la sensación de inferioridad o de desaliento ante la historia. En la vida personal, y a veces también en la vida de las asociaciones o de las instituciones, puede haber cosas que cambiar, incluso muchas; pero la actitud con la que el cristiano debe afrontar esos problemas ha de ser ante todo la de pasmarse ante la magnitud de las obras de Dios, comparadas con la pequeñez humana.