1. Días de guerra en España

Extraído del libro "Apuntes" sobre San Josemaría Escrivá de Balaguer, escrito por Salvador Bernal y editado por Rialp

Frente de Madrid, junio de 1938. Desde un observatorio militar en Carabanchel Alto, con el anteojo de antenas de una batería, el Fundador del Opus Dei contempla destruida la casa de la calle Ferraz, 16, cuya puesta en marcha le costó tanto esfuerzo y tantas dificultades.

Significaba volver a empezar de la nada, pues la guerra había destrozado el trabajo material de varios años. Y una vez más, se aferra a la esperanza. En Vitoria ‑hacia 1938‑, Monseñor Beitia fue testigo presencial de la "alegría" del Fundador del Opus Dei, ante la ruina de su esfuerzo: Si es para su gloria, el Señor lo volverá a construir.

Fueron aquellos, de modo muy especial, tiempos de es­peranza.

Desde el triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, se agravó la ya confusa situación de la vida pública española, y se recrudeció la persecución religiosa. Volvieron a producirse, en muchos puntos de España, quemas y saqueas de iglesias. Concentraciones de masas, atentados y represalias, falta de seguridad pública, propiciaban un ambiente que presagiaba la futura guerra civil.

Don Josemaría veía la gravedad del momento. Eran continuos sus actos de desagravio ante las manifestaciones contra la religión. Pero no perdía la serenidad ni se dejaba llevar por los pesimismos alarmistas. Consiguió que el ambiente enrarecido del país apenas perturbase el trabajo apostólico, la labor en la Residencia de Ferraz, la regularidad de las diversas actividades de formación espiritual.

El Fundador del Opus Dei se sabía hijo de Dios, hijo de Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, como la invocó a lo largo de los años. Éste era, como acabamos de ver, el fundamento de toda su vida:

Tenía una imagen de la Virgen, que me robaron los comunistas durante la guerra de España, y que llamaba la Vir­gen de los besos. No salía o entraba nunca, en la primera Re­sidencia que tuvimos, sin ir a la habitación del Director, don­de estaba aquella imagen, para besarla. Pienso que no lo hice nunca maquinalmente: era un beso humano, de un hijo que tenía miedo... Pero he dicho tantas veces que no tengo miedo a nadie ni a nada, que no vamos a decir miedo. Era un beso de hijo que tenía preocupación por su excesiva juventud, y que iba a buscar en Nuestra Señora toda la ternura de su cariño. Toda la fortaleza que necesitaba iba a buscarla en Dios a través de la Virgen.

Antiguos residentes de Ferraz, 50, no han olvidado su fortaleza contagiosa, que les inmunizaba contra el ambiente derrotista y les hacía seguir adelante en las labores apostólicas como si nada fuera a ocurrir.

El Fundador del Opus Dei vivió aquellos momentos con gran intensidad. No dejaba de presentar a todos los socios de la Obra la obligación que les incumbía de estar bien informados, bien metidos en la realidad ‑como correspondía a su deber de ciudadanos normales‑,evitando cuidadosamente que el ambien­te de serenidad pudiera ser malentendido y llevase a cualquier tipo de "aislamiento" o "evasión". Aprovechó también aquella situación para formar bien a los que le rodeaban: les enseñó a confiar, por encima de todo, en la voluntad de Dios; les hizo ver que, por graves que fueran los asuntos, no podían dejarse llevar por un activismo desenfrenado que les hiciera olvidar la primacía de los medios sobrenaturales, de la vida de oración; les alertó contra los riesgos de la soberbia, del amor propio, en la actuación política; y, como sin darle importancia, les concretó modos prácticos de vivir la prudencia.

En los primeros meses de 1936, en medio de la creciente efervescencia social y política, seguía empeñado en encontrar una casa más grande, pues la residencia de Ferraz, 50, era ya insuficiente para el volumen de la labor, y en buscar a la vez los medios económicos necesarios. Trabajaba en presente, y pensaba en alguna casa grande unifamiliar: precisamente por la situación política, casas de este tipo se ponían a la venta, a bajo precio, por la casi nula demanda que había. Con la colaboración de los chicos que vivían o iban por la Residencia, se buscó por todo Madrid, aunque prefería el barrio de Argüelles, probablemente por su proximidad al caserón de San Bernardo, y a los nuevos edificios universitarios más allá de la Moncloa.

A1 fin se encontró una casa en la misma calle de Ferraz, en el número 16. Era propiedad del Conde del Real, que por entonces vivía en Francia. En seguida se llegó a un acuerdo con el administrador, y todo quedó listo para tomar posesión del inmueble el primero de julio de aquel 1936.

A la vez, pensaba en la nueva residencia de estudiantes de Valencia. Francisco Botella, natural de Alcoy, iría al terminar el año académico, con el encargo de buscar una casa que pudiera servir el curso siguiente. En cuanto viese algo adecuado, debía avisar a Madrid, para que Ricardo Fernández Vallespín fuese a Valencia, con el fin de firmar el contrato si la elección era acertada. El plan era que Fernández Vallespín fuese el director de ese centro, ayudado por el propio Francisco Botella, que continuaría allí la Licenciatura en Ciencias Exactas. Por su parte, Isidoro Zorzano se haría cargo en Madrid de la dirección de DYA ‑éste seguía siendo el nombre de la residencia y academia de Ferraz‑, después de pedir la excedencia en su puesto de Ingeniero Jefe de los talleres de los Ferrocarriles andaluces en Málaga. Efectivamente, también a finales de junio o principios de julio, Isidoro Zorzano viajó a Madrid, para quedarse definitivamente en la capital de España.

La situación política estaba al rojo vivo. Muchas familias precipitaban las vacaciones, pues el golpe de Estado se veía ya como inevitable por ambas partes. Abundaban los rumores, que corrían como la pólvora. El ambiente era muy tenso.

El 13 de julio ‑fecha crítica‑ fue asesinado Calvo Sotelo, jefe de la oposición conservadora de la Cámara legislativa. La inquietud se generalizó. Se vivía con la sensación de que "era cuestión de horas". Pero el Fundador del Opus Dei continuaba impertérrito, poniendo en práctica los planes de expansión de la Obra, como si no ocurriera nada. "Para las gentes era una locura", afirma el entonces director de Ferraz.

Vivía con esperanza, el hoy y ahora. Aceleró el traslado a Ferraz, 16, entre otras razones, para dejar de pagar cuanto antes el alquiler de Ferraz, 50. Se llevaron todos los muebles. La casa necesitaba un mínimo de obras de reparación y acondicio­namiento. Como no había dinero, trabajaron todos como podían. adecentando poco a poco la futura Residencia.

Este nuevo Centro estaba situado enfrente del Cuartel de la Montaña, punto neurálgico de la sublevación en Madrid. Desde sus balcones, durante el domingo 19 de julio, pudieron ver cómo los sublevados se iban concentrando en el Cuartel. Por la tarde, a primera hora, las calles de acceso estaban cortadas por guardias y milicianos, que pedían la documentación a todos los que pasaban. Sobre las ocho de la noche, salieron de la Residencia los estudiantes que vivían con sus padres. Don Josemaría les encareció, paternalmente, que le llamaran por teléfono para saber que habían conseguido llegar y estaban bien. Durante la noche comenzó el ataque. Las balas se incrustaban en las paredes y en los techos de la Residencia. Por la mañana, en el momento en que los milicianos, ebrios de victoria, entraban ya en el Cuartel de la Montaña, don Josemaría abandonó Ferraz con los pocos que habían pasado allí la noche. Le hicieron vestir un mono de los que utilizaban aquellos días para los arreglos de la casa. Aunque le iba mal de medidas, no había otra ropa de seglar. Cruzando entre las masas enfervorizadas, que iban a celebrar el triunfo, consiguieron llegar a la casa de su madre, en la calle del Doctor Cárceles (hoy, Rey Francisco).

El Cuartel de la Montaña había caído. La situación se hizo confusa, y en Madrid empezó a dominar el terror. Se sabía que habían fusilado a mucha gente, pues el 21 de julio los cadáveres llenaban el depósito judicial y los iban amontonando a la entrada. Estaba claro que todas las precauciones serían pocas.

Don Josemaría tuvo que quedarse en casa de su madre, sin poder salir, por ser conocida de todos, en la zona, su condición sacerdotal. Como para cualquier otro sacerdote de Madrid, en aquel momento, la única alternativa era esconderse, o exponerse a ser asesinado por cualquier patrulla callejera, aunque también escondido corría el riesgo de los frecuentes registros.

La guerra civil llegaba justamente cuando ya disponía de una base de personas bien formadas con las que emprender una expansión inmediata: ampliar la residencia de Madrid, poner en marcha la de Valencia, comenzar en Francia. Todo se venía abajo. Además, el Fundador sufría ‑como Padre‑ en aquellos momentos, pues, al estar interrumpidas las comunicaciones, no tenía la menor noticia de muchos de los socios del Opus Dei, ausentes de Madrid. Y, por si fuera poco, no podía celebrar la Santa Misa, ni hacer oración junto al Sagrario.

Empezó una larga pesadilla, de escondite en escondite, erizada de dificultades y peligros. Don Josemaría no pensaba en sí mismo, sino en las almas, en la Iglesia y en la Obra, en cada uno de sus socios, en su madre y sus hermanos. Se palpaba a su lado una fe inconmovible en el carácter sobrenatural de la Obra, una fortaleza esperanzada para enfrentarse con cualquier tipo de problemas. Sus continuas reacciones sobrenaturales ‑la re­petición incesante de una breve jaculatoria, fiat!, de abandono en manos de Dios‑ quedaron grabadas en quienes le rodearon aquellos meses. Se convencieron pronto de que, cualquiera que fuese el curso de los acontecimientos, todo sería para bien, omnia in bonum!

Un punto de Camino reflejará, en buena medida, estas disposiciones interiores de don Josemaría, aunque no tengo certeza de que lo escribiera en aquellos primeros días de la guerra civil:

¡La guerra! ‑La guerra tiene una finalidad sobrenatural ‑me dices‑ desconocida para el mundo: la guerra ha sido para nosotros...

‑La guerra es el obstáculo máximo del camino fácil. ‑Pero tendremos, al final, que amarla, como el religioso debe amar sus disciplinas (Camino, 311).

Su optimismo acusaba siempre una nota de grave objetividad. Cuando muchos pensaban que la guerra duraría poco o que su fin era inminente, hacia ver a los que le acompañaban que aquello no estaba claro, que debían prever una espera mucho más larga de la que se figuraban. Con el tiempo, algunos verían en este tipo de afirmaciones, que no se correspondían con los datos comunes a todos, una cierta inspiración que escapa a lo natural. Y comenta Juan Jiménez Vargas: "Sin poner en duda los aciertos que tantas veces a lo largo de su vida indicaban una auténtica inspiración divina, en este caso concreto, como en otras ocasiones ‑por ejemplo, cuando pasamos el Pirineo‑, me parece que lo que hay que destacar en el fondo de todo esto es auténtica virtud personal. Era una prudencia ante los aconteci­mientos que, en medio de sus preocupaciones abrumadoras, le hacía estar más en la realidad que nadie, y con más objetividad a la hora de actuar".

Todos tenían la convicción de que al Fundador no le pasaría nada, puesto que tenía que hacer el Opus Dei. Sin embargo, no dejaron de poner ningún medio necesario para su seguridad personal.

Estuvo en casa de su madre hasta que alguien comunicó la sospecha de que en aquella casa había personas escondidas en varios pisos. Se marchó y efectivamente poco después hubo registros. Sucedió esto en torno al 9 de agosto de 1936.

Fueron días y meses de tremenda confusión. Abundaron los desmanes y los abusos. Se cometieron muchos crímenes, y entre las víctimas hubo un alto porcentaje de sacerdotes y religiosos. En su detenida y documentada Historia de la persecución religiosa en España, Antonio Montero, hoy obispo auxiliar de Sevilla, aporta las siguientes y escalofriantes cifras: a lo largo de toda la guerra murieron 4.184 sacerdotes seculares (el 13 por 100), 2.365 religiosos (el 23 por 100), y 283 religiosas.

Se explica que, cuando en los primeros momentos a algunas personas les llegó la falsa noticia del fallecimiento del Fundador del Opus Dei, la aceptasen. Más aún, si ‑como sucedió en algún caso‑ la información venía con toda clase de detalles.

Estuvo en casa de un amigo, en la calle de Sagasta, 29, hasta finales de agosto. Septiembre lo pasó en un piso de la calle de Serrano, que era de unos argentinos amigos de don Álvaro del Portillo. El 1 de octubre tuvo que abandonar ese refugio, y pasó luego varios días durmiendo donde y como podía. Poco después, consiguió escondite haciéndose pasar por enfermo men­tal, en un sanatorio psiquiátrico de la Ciudad Lineal ‑en Arturo Soria, 492‑, que dirigía el doctor Suils, conocido de don Josemaría de los tiempos de Logroño. Su estancia en el manico­mio ‑controlado oficialmente por la UGT‑ fue especialmente dura, también porque se agravó el reumatismo que padecía: llegó a pasar cerca de dos semanas sin poder moverse. La inmovilidad de las articulaciones fue tan importante que hasta le tenían que dar de comer.

Por aquella época se había estabilizado el frente de Madrid, y todo daba a entender que la guerra se prolongaría..Se imponía buscar un refugio más normal, y con más garantías. Después de diversas gestiones con embajadas, surgió la posibilidad de entrar en la legación de Honduras (en sentido estricto, era únicamen­te la casa del cónsul, pero tenía reconocimiento y protección oficial). Allí llegó en marzo de 1937.

Había sufrido tanto ‑también de hambre‑ que estaba increíblemente delgado, irreconocible. Durante su estancia en esta legación de Honduras, entre marzo y agosto de aquel año, fue a verlo un día su madre. Lo esperaba en el vestíbulo, junto a la puerta del piso. Cuando salió, vestido de paisano, demacrado y pálido, doña Dolores no pudo reconocerlo hasta que oyó su voz: ‑ ¡Qué alegría verte, mamá!

Aquí el panorama de don Josemaría cambió: por fin, pudo celebrar la Santa Misa y, además, lo acompañaban varios socios de la Obra. Meses después, comenzó a hacer salidas a la calle, mediante un documento del cónsul de Honduras que lo acredi­taba como empleado de la legación. Luego, el primer día de septiembre, se fue a vivir a un ático de la calle Ayala, n.° 73, y siguió desplegando una intensa actividad apostólica por Madrid: charlaba con gente, celebraba Misa, llevaba la comunión, daba meditaciones.

En estas circunstancias lo conoció, por ejemplo, Tomás Alvira, como relataba en un artículo publicado en septiembre de 1975: "Recuerdo con todo detalle la primera vez que hablé con Monseñor Escrivá de Balaguer: fue en Madrid, al atardecer. un día de julio del año 1937". Le impresionó "la recia personalidad de aquel sacerdote joven; la visión sobrenatural que encerraba todo cuanto decía; su optimismo y alegría, no fáciles de tener en aquellos momentos tan graves, y que sólo eran comprensibles al verlos nacer de una fe profunda".

A Tomás Alvira le sorprendió mucho la invitación que un día recibió para hacer ejercicios espirituales con otras pocas personas más. La sorpresa estaba justificada, porque entonces en Madrid los sacerdotes eran perseguidos, y no había ninguna iglesia abierta. Por eso, aquellos ejercicios, que duraron tres días, tuvieron lugar en casas distintas. Cada uno llegaba por separado, tenían una meditación, y se iban, también por separado, para no estar mucho tiempo reunidos. Por la calle, seguían meditando, rezaban el rosario, etc. Después tenían la siguiente meditación en otra casa. Una de ellas fue la de José María Albareda, en la calle de Menéndez y Pelayo; otra, la del propio Tomás Alvira, en General Pardiñas, 28, 1.° C.

A finales del verano de 1937 habían disminuido algo los asesinatos en Madrid, pero las condiciones de vida para un sacerdote seguían siendo imposibles. Aunque en aquellas circuns­tancias era muy necesaria la presencia del Fundador en la ciudad, se vio la conveniencia de que abandonase Madrid y pasara a la otra zona de España. Le costó mucho tomar esta decisión. No se hacía a la idea de salir de la ciudad, dejando a su madre y a sus hermanos, y a la mayoría de los socios del Opus Dei en Madrid. Pero venció las dudas, y se decidió, por la insistencia de todos, incluso de su propia madre. Una vez re­suelto el problema de la documentación, partió hacia Valencia en octubre.

Allí estaban Francisco Botella y Pedro Casciaro, que tenían ya noticias de que podía llegar en cualquier momento. Pedro Casciaro solía ir al atardecer a casa de los Botella. Un día, al entrar en una salita, vio a Juan Jiménez Vargas con otra persona que no reconoció. Era "un señor muy delgado, correctamente vestido de gris oscuro que, apenas me vio, me abrazó diciéndo­me: Perico, ¡qué alegría de volver a verte!". Había cambios tan notables en la fisonomía del Fundador después de esos quince meses, que Pedro Casciaro sólo lo reconoció por la voz: lo mismo que le había ocurrido con su propia madre, doña Dolores, como ya hemos visto. "Había adelgazado más de cuarenta kilos ‑escribe Pedro Casciaro‑; siempre lo había visto hasta ese momento con sotana, con el pelo muy corto y con tonsura muy amplia ‑que solía cubrir con un solideo de paño negro‑, y con gafas de delgados aros completamente redondos. Ahora tenía las mejillas hundidas, destacándose más su amplia frente; los ojos eran más penetrantes; el pelo, relativamente largo, lo peinaba con raya a un lado; las gafas eran ovales y de montura más gruesa; me fijé especialmente en un detalle insignificante en sí, pero ‑quién sabe por qué‑ muy significativo para mí: el nudo de la corbata estaba muy bien hecho. Lo único que no había cambiado nada en él era el tono de la voz".

Desde Valencia, siguió viaje a Barcelona, en un tren noctur­no. Ya en la Ciudad Condal, comenzó una tensa espera, pues era más difícil de lo que les había parecido desde Madrid conectar con las personas que se dedicaban a sacar clandestinamente gente de España. Volvían a asaltarle dudas sobre la conveniencia de este paso. Pero acababa convencido de que era voluntad de Dios.

Por fin, el 19 de noviembre salió de Barcelona en el autobús de la Seo de Urgel. Después de días difíciles, el 2 de diciembre de 1937 conseguían cruzar la frontera de Andorra y llegaban a Sant Juliá. Terminaba la pesadilla que empezó en octubre de 1937. El Fundador del Opus Dei lo había pasado muy mal: además de la atenazante preocupación por los que quedaban en Madrid y en los frentes, la fatiga física rozaba el agotamiento desde la primera noche en que habían comenzado a andar. No obstante, los que fueron con él coinciden en que conservó siempre la paz y la alegría. Don Juan Jiménez Vargas asegura que, hasta enton­ces, no había llegado a comprender bien lo que es la alegría del que se sabe hijo de Dios. Poco después, don Juan hizo una breve nota, resumen de su experiencia de aquellos meses, que dio origen al punto 659 de Camino:

La alegría que debes tener no es esa que podríamos llamar fisiológica, de animal sano, sino otra sobrenatural, que procede de abandonar todo y abandonarte en los brazos amorosos de nuestro Padre‑Dios.

Con esta alegría, el Fundador del Opus Dei se puso de nuevo en marcha. Pasó por Lourdes antes de volver a España. Cruzó la frontera por Irún, y en Pamplona don Marcelino Olaechea, su buen amigo, lo alojó en el Palacio episcopal. Poco después se trasladó a Burgos, donde vivía el Obispo de Madrid, y desde donde le sería más fácil recuperar el contacto con diversas personas a las que venía tratando ya antes de la guerra y que estaban ahora desperdigadas por el país.

Pero las dificultades no cesaron. La mayor parte de los que le habían acompañado en el cruce de los Pirineos tuvieron que incorporarse a filas. Afortunadamente a Burgos acudían muchos otros, cuando conseguían permiso en sus destinos militares. Desde la capital castellana don Josemaría hizo un inmenso apostolado epistolar. Cuando era necesario, se trasladaba hasta donde hiciera falta, para atender a quien pasaba dificultades, para dirigir un curso de retiro, para visitar a algún obispo, para resolver los problemas que surgían. Tomás Alvira, uno de los que le acompañaron por los Pirineos, conserva una carta suya fechada en Burgos, el 4 de febrero de 1938:

Jesús te guarde.

Querido Tomás: ;Qué ganas tengo de darte un abrazo! Mientras, te pido que nos ayudes, con tus oraciones y tus trabajos. Yo voy corriendo de un lado a otro: acabo de venir de Vitoria y Bilbao. Y antes: Palencia, Valladolid, Salamanca y Ávila. Ahora estoy curando un catarro que pesqué en el Norte. Después, voy a León y a Astorga. Tomasico: ¿cuándo harás una escapada, para que nos veamos?

Muchos escribían a Burgos, preguntando dónde estaría el Padre en una fecha determinada, en la que tendrían permiso. No siempre se les podía contestar con precisión. A veces había que decir: "en el vagón del ferrocarril, o en algún coche desvencijado frente". del Opus Dei le interesaban, por encima de todo, las personas: recuperar el contacto con los que participaban en las actividades apostólicas antes de la guerra, mantener su vida interior y su afán apostólico, hacer nuevos amigos. Su intenso apostolado epistolar cuajó también en una por esas carreteras, o.., en el En Burgos, al Fundador especie de carta colectiva, mediante la cual se daban a todos, noticias de todos. Esto no resultaba nuevo, porque ya mucho antes ‑al menos desde el verano de 1934‑ don Josemaría había hecho enviar este tipo de cartas de familia, llenas de vibración sobrenatural, y también de sentido del humor. Se conservan algunas de aquellas cuartillas mecanografiadas y reproducidas con un modestísimo velógrafo. En ellas se resumían brevemente las cartas que, durante el verano, iban llegando de unos y otros a la Academia DYA, para contar a los demás dónde estaban, qué hacían en el verano ‑deporte, arte, estudios, idiomas, activida­des de ayuda a médicos rurales, preocupaciones apostólicas‑, y al mismo tiempo, se les animaba a perseverar en la piedad y a mantener caldeado el afán de transmitir a otros sus ideales cristianos, con vistas al curso siguiente, para seguir "adelante..., con ¡Dios y audacia!".

El mismo tono ‑aunque salpicado de anécdotas relacionadas con la guerra‑ tuvieron las Noticias de Burgos. Acusaban recibo con agradecimiento de las cartas que llegaban de los frentes y de los buques de la Armada, "con idéntica vibración, con preocupa­ciones comunes y con el mismo sobrenatural y alegre optimis­mo". Daban noticia de los que habían pasado por allí, para estar un rato con el Fundador de la Obra.

En esas cartas bromas divertidas. estudiando ‑sobre "hace más el que abundaban los detalles pintorescos y las Era tenaz la insistencia en que siguieran todo idiomas‑ a pesar de las dificultades: quiere que el que puede". Desde Burgos animaban a que les pidieran gramáticas, diccionarios, textos para hacer traducciones. Y les hablaban de la biblioteca que iban formando, con libros que les llegaban, incluso, desde fuera de España. Habían escrito, en ese sentido, a autoridades académi­cas de diversos países. En una carta de 1938 se lee: "¿Sabéis que pedimos libros ‑y en varias lenguas‑ para leerlos? Parece una perogrullada, pero es que... no siempre sucede así".

Todos los meses salía la breve y rudimentaria edición, a veces con un "perdonad el laconismo de estas cuartillas: escasea el papel". A veces también, con la noticia de la muerte de alguno en los campos de batalla: "¡un protector más!". O con informa­ciones de quienes seguían en la otra España: "es ejemplar la fe y la continuidad con que trabajan".

Las lacónicas misivas estaban sazonadas con múltiples refe­rencias sobrenaturales, llenas de naturalidad. En una aparece esta frase, toda una síntesis del espíritu de esos días: "Libro, idiomas, estudio: instrumentos de vuestro trabajo. Pero no olvidéis que el carácter sobrenatural de nuestra empresa nece­sita ORACION, SACRIFICIOS, FRECUENCIA DE SACRA­MENTOS".

La ilusión apostólica llevó al Fundador del Opus Dei a pedir a todos que le ayudasen a localizar a los que no aparecían. Quería tener sus domicilios ‑seguros o probables‑ cuando terminase la guerra. Les animaba continuamente a hacer apostolado: entre tanto muchacho generoso, que tú conoces, ¿crees que no habrá uno, siquiera capaz de entendernos?

Al lado de don Josemaría, que no pensaba sólo en España, los horizontes se dilataban. Uno de los redactores de las noticias escribió: "La España futura es poco: al escribir estas cuartillas de familia, siente uno que el planeta se achica".

Sin embargo, no abandonaba lo inmediato: la vuelta <: Madrid. El Fundador de la Obra iba preparando todo lo que podía, también en el orden material. Junto a los libros, fue reuniendo lo indispensable para el nuevo oratorio: un sagrario: candeleros... Encargó albas y ornamentos a la familia de Vicente Rodríguez Casado, que estaba en Burgos. A otros, que diseñasen y tratasen de hacer un cáliz... Esta preocupación quedó recogida también en una carta: "Con aquel espíritu anónimo de los primitivos talleres de arte, vamos construyendo los vasos sagra­dos, los ornamentos y los otros objetos litúrgicos para nuestro Oratorio. Os aseguramos que serán gratos a Dios por ese espíritu con que se van haciendo, y a vosotros, por la reciedumbre del material que se emplea, por el vigor y delicadeza de la forma, por la armonía del conjunto". Muchos de estos objetos litúrgicos se guardaron en el palacio episcopal de Ávila. Su obispo se había ofrecido a tenerlos bajo su custodia hasta que llegara el momento de volver a Madrid.

Don Josemaría estaba en el "Hotel Sabadell", en la calle de la Merced, número 32 (a finales de 1938 ó comienzos de 1939, se trasladaría a una casa todavía más modesta de la calle de la Concepción, número 9, 3.° izquierda). Seguía viajando siempre que era necesario. A veces, simplemente, para visitar a un herido.

Así se le presentó la ocasión de ir al frente de Madrid, porque el 7 de junio de 1938, a don Ricardo Fernández Vallespín, en un servicio de destrucción de bombas de mano defectuosas, le estalló una muy cerca. Desde el hospital de campaña hizo que telegra­fiaran, comunicándoselo. En cuanto pudo, acudió a verlo y pasó una noche en el puesto de mando de la batería, en Carabanchel Alto. Otro oficial lo llevó al observatorio que tenían instalado en la antigua Escuela de Automovilismo de Carabanchel. Allí contempló con el anteojo de antenas de la batería la casa de Ferraz, 16, semidestruida. Al ver esas ruinas, se echó a reír. Un oficial le preguntó el motivo. Con su fe indómita en la Providen­cia divina, contestó: porque estoy viendo lo poco que queda de mi casa. Dios arreglaría todo, pensaba, aunque no lo dijo. Natural­mente, el oficial se quedó desconcertado, sin entender nada.

El trágico paréntesis de la guerra, que para el Opus Dei se había abierto con esas ruinas, no tardaría en cerrarse. Y los meses de Burgos quedarían atrás, como etapa de cimentación, en la que se recuperaron contactos y se empezó a preparar el futuro: fue un tiempo de esperanza, de oración y de intensas mortifica­ciones del Fundador del Opus Dei.

Don Josemaría llegó a Madrid al mismo tiempo que la primera columna de aprovisionamiento. Tal era su impaciencia. Don Ricardo Fernández Vallespín le acompañó en la primera visita que hizo a los restos de Ferraz: "Al llegar a nuestra casa la vimos destruida, más de lo que pensábamos". El edificio había sufrido daños durante el asalto al Cuartel de la Montaña. Luego fue incautado por las milicias populares. Por fin, al aproximarse el frente de Madrid, los bombardeos acabaron por destruirlo.

De momento, volvió a alojarse, como antes de la guerra, en la vivienda del Rector del Patronato de Santa Isabel. Desde allí continuó su trabajo apostólico, y empezó de nuevo a buscar un sitio apropiado para instalar la residencia de estudiantes. Quería que comenzase a funcionar en octubre de 1939. Así fue, en unos pisos alquilados en la calle Jenner, cerca del Paseo de la Castellana, de capacidad semejante a la antigua residencia de Ferraz, 50.

El Fundador del Opus Dei recomenzó, también esta vez, sin medios materiales, fiado en la idea clara de que Dios estaba empeñado en que su Obra se realizase. Ángel Galíndez, residente de Ferraz, y luego de Jenner, confesaría en 1975 en El Correo Español de Bilbao: "Muchas veces, a lo largo de estos casi cuarenta años, he reflexionado sobre la figura Dei Padre, rica de contenido insondable, audaz y apostólica... Sí, he pensado muchas veces en la fe inmensa y en la audacia incontenible y en el afán apostólico del Padre, que hicieron posible que aquella pequeña casa donde viví se transformara en la gigantesca Obra actual".

Todo fue posible por su inquebrantable esperanza. Lo resaltó don Manuel Aznar, en La Vanguardia Española, de Barcelona: "No sé qué don carismático poseía que le permitía promover esperanza, ensanchar horizontes, vencer pesimismos, comunicar la seguridad de un futuro resplandeciente, calmar desasosiegos, iluminar dudas, sentirse, ante todo y sobre todo, sacerdote de Dios, y en calidad de tal, predicar y pedir una viva permanencia en la fe, una ardorosa caridad, pero también una luminosa esperanza. Supongo que era un gran meditativo de San Pablo. Sin duda por su condición de hombre esperanzador".

El propio Fundador del Opus Dei detallaría en 1940:

La Obra está saliendo adelante a base de oración: de mi oración ‑y de mis miserias‑ que a los ojos de Dios fuerza lo que exige el cumplimiento de su Voluntad; y de la oración de tantas almas ‑sacerdotes y seglares, jóvenes y viejos, sanos y enfermos‑, a quienes yo recurro, seguro de que el Señor les escucha, para que recen por una determinada intención que, al principio, sólo sabía yo. Y, con la oración, la mortificación y el trabajo de los que vienen junto a mí: éstas han sido nuestras únicas y grandes armas para la lucha. Así va ‑así irá‑ la Obra haciéndose, creciendo, en todos los ambientes: en los hospitales y en la universidad; en las catequesis de los barrios más necesitados; en los hogares y en los lugares de reunión de los hombres; entre los pobres, los ricos y las gentes de la más diversa condición, para hacer llegar a todos el mensaje que Dios nos ha confiado. Una misión que la Obra se ha lanzado a cumplir derecha­mente, con generosidad, sinceramente, sin subterfugios ni mece­nazgos humanos, sin recurrir ‑valga el ejemplo‑ al continuo salto en busca del sol que más calienta o de la flor más rica y vistosa: el sol está en nuestro interior y la labor se realiza ‑como ha de ser‑ en la calle, y se dirige a todos. En estos años del comienzo, me lleno de profunda gratitud hacia Dios. Y al mismo tiempo pienso, hijos míos, en lo mucho que nos queda por recorrer hasta sembrar en todas las naciones, por toda la tierra, en todos los órdenes de la actividad humana, esta semilla católica y universal que ha venido a esparcir el Opus Dei. Por eso, sigo apoyándome en la oración, en la mortificación, en el trabajo profesional y en la alegría de todos, mientras renuevo constantemente mi confianza en el Señor: universi, qui sustinent te, non confundentur (Ps., XXIV, 3); ninguno de los que ponen en Dios su esperanza será confundido.