3. Una audacia: la Academia DYA

Extraído del libro "Apuntes" sobre San Josemaría Escrivá de Balaguer, escrito por Salvador Bernal y editado por Rialp

Pedro Rocamora conoció a Mons. Escrivá de Balaguer hacia 1928, y, aunque Rocamora nunca sería del Opus Dei, tuvo desde el primer momento veneración profunda y sincero afecto por aquel sacerdote joven, don Josemaría, que le trató con confianza de verdadero amigo, y poco después de que hubiera nacido la Obra, le habló de sus ideas "fundacionales". Le parecían dema­siado ambiciosas: "Las formulaba con una sencillez y un conven­cimiento de éxito que asombraba". A pesar de la admiración que sentía hacia don Josemaría, "no podía ocultar un cierto escepti­cismo ante aquellos proyectos que me parecían demasiado grandes, hermosos desde luego y casi imposibles de conseguir".

Incluso quienes tenían fe ‑además de amistad‑ en el Fundador del Opus Dei, sentían vértigo cuando les hablaba del futuro. Porque sus sueños no podían apoyarse absolutamente en nada humano. Esta impresión de vértigo ‑la fe y la confianza en Dios de don Josemaría‑ es la que guardan en su memoria, como vimos, las asociadas de la Obra cuando les describía las labores que la Sección de mujeres haría en el futuro. Quedaba siempre claro que lo más importante era el apostolado personal de las asociadas, imposible de registrar o medir. Pero de ese afán apostólico surgirían también iniciativas diversísimas: granjas para campesinas, centros de capacitación profesional para la mujer, residencias de estudiantes universitarias, actividades en el campo de la moda... Ante el asombro de aquellas pocas mujeres, el Fundador del Opus Dei les hacía ver que lo único necesario era confiar en Dios: el Señor quería que todo eso se hiciese, y, por tanto, Dios sería quien llevaría adelante su Obra.

No es superfluo subrayar que en la mente y en el corazón de don Josemaría estaban; en aquellos primeros momentos, muchas actividades que tardarían años en ser realidad. Esos proyectos incluían, como acabamos de ver, las obras apostólicas que el Opus Dei promovería, labores de contenido profesional y civil, radicalmente orientadas a un servicio cristiano a la sociedad, es decir, tareas de carácter exclusivamente apostólico.

Los socios de la Obra no han olvidado los horizontes que el Fundador abría, en aquellos años treinta, cuando todo estaba comenzando. Así, don Juan Jiménez Vargas recibió en 1933 una explicación clarísima de lo que serían en concreto estas obras apostólicas del Opus Dei, en el ámbito de la enseñanza. Habría que hacer, entre otras cosas, centros docentes no oficiales, impregnados de sentido cristiano desde el principio al fin, pero sin llamarse nunca "católicos". Serían siempre pocos, fruto de la iniciativa de algunos socios de la Obra, una parte de los dedicados profesionalmente a la enseñanza, porque muchos, en el ejercicio de su libertad, preferirían seguir trabajando en centros oficiales. En cualquier caso, estos profesionales no serían muchos en comparación con todos los que en cada momento formasen parte del Opus Dei. El profesor Jiménez Vargas asegura que "cuando me hablaron del planteamiento de la Universidad de Navarra, casi veinte años después, no me sor­prendió nada porque era idea conocida". Y añade: "estas ideas son las mismas que yo le oí el año 1933".

En aquel tiempo, don Josemaría supo conjugar la universa­lidad que Dios quería para su Obra en el futuro, con el sobrio atenerse a la realidad del momento. Así inició, con los pocos medios de que disponía, la que fue primera iniciativa apostólica del Opus Dei, con todas las características que después tendrían estas actividades en el mundo entero: la Academia DYA, que comenzó a funcionar en 1933 en un entresuelo de la calle de Luchana, número 33, esquina a la de Juan de Austria.

Hasta entonces, como es fácil deducir de las páginas prece­dentes, el Fundador del Opus Dei había hecho su labor apos­tólica donde buenamente podía. El periodista Julián Cortés Cavanillas recuerda sus paseos con don Josemaría por Recoletos, y las veces que con él tomó chocolate con picatostes o churros en El Sotanillo, un lugar tranquilo, muy cerca de la Puerta de Alcalá, subiendo desde Correos. Aún existía en los años cincuen­ta, con aire casi de reliquia histórica, y conservaba incluso el letrero de la fachada ‑"chocolatería"‑, aunque poco tenía que ver ya con lo que allí se bebía. Su distribución interior seguía siendo la misma que cuando, en 1931, sentados alrededor de una mesa, aquellos estudiantes escuchaban a don Josemaría. Desde la calle de Alcalá, unos pocos escalones llevaban a una especie de largo corredor, dividido por dos tabiques en departamentos casi independientes con mesas y sillas. Sorprendentemente, incluso en los años cincuenta, y a pesar del tráfico rodado de la calle, ofrecía su ambiente recoleto, propicio a la madrileña tertulia. Allí, con toda normalidad, impuesta también por la carencia de medios materiales, el Fundador del Opus Dei fue preparando la labor que pronto se ampliaría en la calle de Luchana.

La Academia DYA era un centro cultural y de enseñanza. Se daban clases de temas profesionales y se organizaban ciclos de conferencias, también de cuestiones doctrinales, como los cursos sobre apologética, que dirigía un sacerdote, don Vicente Blanco. En la Academia se tenían además clases de formación espiritual y apostólica para los socios de la Obra y para los chicos que, sin serlo, participan de la labor, y acudían a charlar con don Josemaría de sus problemas personales.

Aunque la casa era relativamente pequeña, fueron grandes los apuros económicos para sacarla adelante. Las iniciales de aquella Academia DYA correspondían a estudios que allí se daban: Derecho y Arquitectura. "Pero en el fondo ‑dice Pedro Rocamora‑ eran las siglas de aquellos lemas de los que don Josemaría me había hablado en el año 28: Dios y Audacia. A los frívolos o para los malintencionados, el lema pudiera parecer escandaloso, pero lo que don Josemaría pretendía es que con la confianza puesta en Dios, haciéndose cada joven aliado y amigo del Señor, se lanzase a hacer el bien por el mundo con audacia apostólica. Subrayo esto, porque la malignidad contemporánea ha tratado de dar una dimensión de intereses humanos a esa audacia. Nada más distinto del pensamiento del Padre. Audacia para ser apóstol, audacia para sacrificarse, audacia para hacer el bien, audacia para ayudar al que sufre, al que padece y al que lo necesita, para dar un consejo aunque sea inoportuno, para arrancar a un amigo de las garras del pecado. Para eso era la audacia que don Josemaría predicaba".

En uno de sus últimos viajes a Madrid, el Fundador del Opus Dei cruzó un día por la calle de Luchana. Lo evocaba en Roma, el día de San José de 1975, tres meses antes de su repentino fallecimiento:

Hemos pasado por delante del edificio, hace poco tiempo, y el corazón me latía fuerte... ;Cuántos sufrimientos! ;Cuánta con­tradicción! ;Cuánta charlatanería! ;Cuántas mentirotas!...

Y aludiendo a la generosidad con que su familia le ayudó a instalar aquella casa, recordaba también el expresivo comentario de su hermano Santiago, entonces apenas adolescente:

Cada día, cuando me marchaba de casa de mi madre, venía mi hermano Santiago, metía las manos en mis bolsillos, y me preguntaba: ¿qué te llevas a tu nido ?

Esta audacia provenía de la seguridad en su vocación divina. Contaba con Dios, por intercesión de San José ‑pronto también de San Nicolás de Bar¡‑, para resolver los problemas económi­cos, pues la Academia se defendía muy mal. Un sacerdote amigo suyo, don Saturnino de Dios Carrasco, pidió también dinero para DYA a personas conocidas, entre ellas, la familia Ruiz Balles­teros, con la que él estaba de capellán y preceptor: "Don Jose­maría pretendía abarcar todos los ámbitos de la sociedad con su apostolado; no temía a la Universidad de aquellos años, sino que procuraba contrarrestar la labor negativa de algunas cátedras de la Universidad, proporcionando una buena formación doctrinal a los muchachos que frecuentaban la Academia DYA con clases de religión y otros medios de formación cristiana".

Uno de estos medios eran los retiros espirituales, que dirigía en la iglesia de los PP. Redentoristas, de la vecina calle de Manuel Silvela. Se conserva la carta que, el 26 de abril de 1934, el Fundador del Opus Dei dirigió a don Francisco Morán, Vicario de la diócesis de Madrid. Entre otras cosas, le habla del próximo retiro, que será el primer domingo de mayo, y le dice que con la ayuda de Dios, espero que sea fecundo, porque han respondido muy bien los jóvenes universitarios, acudiendo a los retiros anteriores. Estoy convencido de que el Señor bendice a estos jóvenes que llevan la Academia, en la que tantas facilidades encontramos para nuestro apostolado sacerdotal entre intelectuales, cumplien­do, por otra parte, la clara Voluntad de Dios sobre mí, que es "ocultarme y desaparecer". Yo le pido, Sr. Vicario, que encomiende a esta muchachada en la Santa Misa: se lo merecen (...).

En esa misma carta, da cuenta también al Vicario de Madrid de la inminente aparición de sus Consideraciones Espirituales: por razones de economía, con la aprobación del Sr. Obispo de Cuenca, se está tirando un folletico ‑luego se tirarán otros‑ en' la "Imprenta Moderna", antes "Imprenta del Seminario", de esa capital (de Cuenca). Son notas que empleo, para ayudarme en la dirección y formación de los jóvenes, y que hasta ahora iban a velógrafo.

Y añade: Le anticipo que no tienen ni pretensiones, ni impor­tancia, y que se imprimen anónimamente: desde luego, sólo son útiles para determinadas almas, que quieran de veras: 1) tener vida interior, y 2) sobresalir en su profesión, porque esto es obligación grave.

No contaba con dinero el Fundador del Opus Dei, pero estaban muy claros, desde el primer momento, los fines y los medios, sobrenaturales, para hacer la Obra en la tierra. Como recapitulaba en Roma en marzo de 1975:

Y luego, Dios nos llevó por los caminos de nuestra vida interior, por los específicos. ¿Qué buscaba yo? Cor Mariae Dulcissimum, ¡ter para tutum! Buscaba el poder de la Madre de Dios, como un hijo pequeño, yendo por caminos de infancia. Acudí a San José, mi Padre y mi Señor. Me interesaba verlo poderoso, poderosísimo, jefe de aquel gran clan divino, y a quien Dios mismo obedecía: erat subditus illis! Acudí a la intercesión de los santos con simplicidad, en un latín morrocotudo pero piadoso: Sancte Nicoláe, curam domus age! ; y a la devoción de los Santos Ángeles Custodios, porque fue un 2 de octubre cuando sonaban aquellas campanas de Santa María de los Ángeles, una parroquia madrileña, junto a Cuatro Caminos... Acudí a los Santos Ángeles con confianza, con puerilidad, sin darme cuenta de que Dios me metía ‑vosotros no tenéis por qué imitarme, ;viva la libertad!‑ por caminos de infancia espiritual.

¿Qué puede hacer una criatura que debe cumplir una misión, si no tiene medios, ni edad, ni ciencia, ni virtudes, ni nada? Ir a su madre y a su padre, acudir a los que pueden algo, pedir ayuda a los amigos... Eso hice yo en la vida espiritual. Eso sí, a golpe de disciplina, llevando el compás.

Y el Fundador del Opus Dei concluía:

Os estoy contando un poquito de lo que ha sido mi oración de esta mañana: es para llenarme de vergüenza y de agradecimien­to, y de más amor. Todo lo hecho hasta ahora es mucho, pero es poco: en Europa, en Asia, en África, en América y en Oceanía. Todo es obra de Jesús, Señor nuestro. Todo lo ha hecho nuestro Padre del Cielo.