1. Los comienzos en Madrid

Extraído del libro "Apuntes" sobre San Josemaría Escrivá de Balaguer, escrito por Salvador Bernal y editado por Rialp

Buenos Aires, 16 de junio de 1974. En el Palacio de Congresos General San Martín, Mons. Escrivá de Balaguer conversa con miles de personas. Ha pasado casi una hora, cuando toma el micrófono una mujer mayor. Es abuela de varios socios de la Obra. Tiene ochenta y cuatro años. A pesar de su inconfundible acento argentino, después de saludar al Padre, le dice que es de Madrid.

‑¿Madrileña? ¿De Chamberí, o de dónde? ¿En qué calle naciste?

‑En la calle de los Abades.

‑La conozco, ya lo creo. Cerca de Progreso. Y la calle de Dos Hermanas está al lado... Sigue, sigue...

He condensado este diálogo que oí, con cientos de madrile­ños, en una proyección de la película filmada aquel día en Sudamérica. Prácticamente ninguno sabía dónde estaba la calle de los Abades, ni la de Dos Hermanas. Efectivamente, se encuentran al lado de Progreso. Mons. Escrivá de Balaguer .e presentó muchas veces ‑en broma‑ como madrileño: porque en Madrid había nacido el Opus Dei. Muchos de los rincones de esta ciudad saben de su oración o de su caminar. Era capaz de distinguir unos azulejos con la imagen de la Virgen en lo alto de un edificio de la calle de Atocha y saludarla siempre que pasaba. Pensaba con nostalgia en el "paseo de coches" de la Castellana. ;Cuántas vueltas no habría dado por allí hablando con aquellos primeros chicos que se acercaban a su apostolado!

Quizá fue en uno de esos paseos, al inicio de los años treinta. cuando descubrió la imagen de la Virgen del Pilar que hay en el monumento a Colón. El monumento a Cristóbal Colón está en el Paseo de la Castellana, a la altura de la Biblioteca Nacional. Las' flores en las arcadas neogóticas, los maceros, festones y símbolos recargados casi esconden, en un lateral de la base, la pequeña estatua de Santa María, con el Niño en sus brazos, que no pasó oculta al corazón observador y enamorado del Fundador del Opus Dei. Es una imagen en piedra que no advirtieron los que incendiaron y saquearon iglesias, y destruyeron y profanaron imágenes sagradas. Lo cierto es que, cuando llegó la guerra de España, él ‑con algún socio del Opus Dei que se encontraba aún en Madrid‑ fue a rezar y pedir, ante esa Virgen, la gracia el amor que hicieran crecer segura la Obra.

Más sabía de Madrid que muchos madrileños. Y esto era otra muestra de que, mientras se encendía en designios de universa­lidad, vivía con los pies en la tierra. y amaba el concreto mundo en que Dios le había colocado: la casa donde nació, su familia, el paisaje del Somontano, las calles de Zaragoza o los rincones de Madrid. No era un desarraigado, y con su inconfundible acento aragonés ‑que no quiso ni necesitó disimular‑, difundió su mensaje universal por los caminos de la tierra.

En esta forma de ser del Fundador del Opus Dei encontramos alguna de las razones de su capacidad para llegar a hombres o mujeres de todas las razas y de las más diversas culturas. Porque no hay nada más universalmente humano que una personalidad entera y rica, cordial y sincera.

Al mismo tiempo, su espíritu se nutría de ese venero más profundo, que es la catolicidad ‑la universalidad‑de la Iglesia.

Una y otra venían a confluir en lo que Dios quería que fuese el Opus Dei: un camino de espiritualidad, centrado en la santi­ficación del trabajo ordinario. Y, realmente, como señalaba en La Voz de Asturias (Oviedo) un profesor de Derecho canónico, José María González del Valle, glosando textos de Mons. Escrivá de Balaguer: "El trabajo ordinario es una realidad universal, no es una costumbre española, ni una moda nacida en el siglo en que vivimos. No es aventurado prever que dentro de muchos siglos, los hombres continuarán trabajando. Ni parece que quepa restringir esa realidad a determinados sectores del planeta. De ahí, que ese camino trascienda los límites de espacio y tiempo. No es sólo que de hecho el fenómeno espiritual del Opus Dei se haya extendido por las diversas regiones de la tierra, sino que ese

fenómeno espiritual es en sí mismo ‑por su naturaleza ­universal; tanto hoy, cuando el Opus Dei cuenta con miles de socios, como en el año 1928, fecha de su fundación".

Los que se acercaron a don Josemaría, en los comienzos de la Obra, tuvieron claro desde el primer momento que el Opus Dei no había nacido para remediar las necesidades de un país o de una época determinada, sino que Dios quería una Obra para todos y para cualquier tiempo.

Entre muchas otras personas, se acuerda Natividad González, que le conoció en Madrid a finales de 1933 o comienzos de 1934, cuando comenzó a frecuentar ‑vivía en la calle de Atocha,

número 121‑ la iglesia de Santa Isabel, donde celebraba Misa don Josemaría. Natividad observó que todos los días tenía algunas personas esperando para confesar. Una mañana se acercó a una de ellas y le preguntó si aquel sacerdote era buen confesor... Aquella chica ‑que le inspiraba confianza‑ le dijo que sí, que era un Padre estupendo, que le gustaría. Y comenzó a confe­sarse con él.

El Fundador del Opus Dei le animó a seguir haciendo el apostolado que ya hacía entonces: dar catecismo en parroquias de suburbios, visitar a pobres y enfermos. Al cabo de algún tiempo le habló del espíritu de la Obra: "era un apostolado ‑se le grabó en la memoria a Natividad‑ amplísimo, que abarcaba a todas las gentes de todas las condiciones, que tenía tantas facetas cuantas podían ser las actividades de los hombres, porque cual­quier actividad podía convertirse en labor de apostolado".

En aquellas primeras conversaciones personales, más de uno pensó que era un visionario, que estaba loco. Y casi nadie hubiera tachado estos juicios de insensatos, pues entonces el Fundador del Opus Dei nada podía mostrar, salvo sus sueños.

Soñaba en el mundo entero, en hombres y mujeres de mil razas y colores. Como aquel día, entre el 20 y el 25 de enero de 1933, cuando dio una clase de formación a un grupo de gente joven. Asistieron sólo tres personas, estudiantes de Medicina los tres: Vicente Hernando Bocas, José María Valentín‑Gamazo y Juan Jiménez Vargas. Tuvo lugar en el madrileño asilo de Porta Coeli, que estaba en la calle García de Paredes, paralela a la del General Martínez Campos, cerca de la Glorieta de Iglesia.

El edificio albergaba entonces una casa de golfillos ‑golfos en el sentido castellano y madrileño de la palabra, precisaría en alguna ocasión Mons. Escrivá de Balaguer‑, a los que unas monjas santas trataban de corregir, y de enseñar a trabajar. El Fundador del Opus Dei acudía por allí a enseñarles el catecismo y a confesarlos. Hacía toda su labor completamente gratis. De manera que, cuando lo pidió, las monjas le dejaron un aula de las que ellas tenían, y le permitieron también utilizar su capilla. Después de rezar y de hacer rezar, de ofrecer y hacer ofrecer mu­chos sacrificios, empezó una nueva actividad. Aquel día sólo acu­dieron tres, de los muchos que solían ir a confesarse por la casa de su madre, en Martínez Campos.

Presidía la clase una estampa de la Virgen, que había recogido en la calle. Desde 1931, no era raro ver trozos de catecismos rotos y pisoteados en los barrios extremos de la ciudad. Desencadenada ya la persecución religiosa en España, había sido prohibida la enseñanza de la doctrina cristiana en las escuelas. A1 pie de un árbol, en el barrio de Los Pinos ‑Tetuán de las Victorias‑, descubrió un día una pequeña imagen de la Santísima Virgen: una hojita de catecismo de papel malo, con un grabado que representaba a Nuestra Señora. Don Josemaría, con afán de desagravio, hizo enmarcar el pequeño grabado en un trozo de tisú rico, de unos 30 cm. Ésa fue la imagen que presidió aquella clase, y que luego estaría en la biblioteca de la Acade­mia DYA, en la calle de Luchana. El cuadro pasó a la residencia de Ferraz, y de allí desapareció durante la guerra de España.

A1 acabar la clase, fueron a la capilla, para asistir a la Exposición mayor y Bendición con el Santísimo, que iba a oficiar don Josemaría. A Juan Jiménez Vargas le impresionó "la manera de rezar, de abrir el Sagrario, de arrodillarse y, sobre todo, la manera de tener la Custodia en sus manos y de dar la bendición".

Más de una vez el Fundador del Opus Dei recordó ese primer acto eucarístico que tuvo en su labor con la gente joven. Por ejemplo, durante su viaje por Venezuela y Guatemala en 1975:

Me vinieron sólo tres. ;Qué descalabro!: verdad? ¡Pues no! Me puse muy optimista, muy contento, y me fui al oratorio de las mojas; expuse a Nuestro Señor en la Custodia y di la bendición a aquellos tres. Me pareció que el Señor Jesús, Nuestro Dios, bendecía a trescientos, trescientos mil, treinta millones, tres mil millones..., blancos, negros, amarillos, de todos los colores, de todas las combinaciones que el amor humano puede hacer. Y me he quedado corto., porque es una realidad a la vuelta de medio siglo. Yo me he quedado corto, porque el Señor ha sido mucho más generoso.

Se comprende su emoción, al poco de llegar a Argentina en 1974, al comprobar, viéndola, la realidad que ya conocía por su labor de gobierno del Opus Dei:

Todavía no me lo creo. ¿Es cierto que estoy en Buenos Aires? y Yo rodeado de criaturas que están enamoradas de Cristo, que están dispuestas a todo?

Su emoción era visible, ante aquella multitud de socios de la Obra:

Yo estoy esta mañana, toda la mañana, contra spem in spem. Porque, hace unos cuarenta y siete años, había un sacerdote ‑que medio conozco, tan pecador como yo‑ sin ningún medio humano, sin nada: no tenía más que veintiséis años, la gracia de Dios y buen humor. Humanamente hablando no es un gran tesoro, verdad?, pero de cara al Señor... Y ahora estáis vosotros aquí; y hay hermanos vuestros en todo el mundo: de todos los colores, de todas las razas, de todas las lenguas.