2. Un amigo leal y optimista

Extraído del libro "Apuntes" sobre San Josemaría Escrivá de Balaguer, escrito por Salvador Bernal y editado por Rialp

"Era muy alegre y comprensivo, y muy sencillo y sin recámaras, se hacía amigo de todos, y todos le querían. Yo no supe de nadie que tuviera enemistad con él personalmente", pondera el dominico P. Sancho.

Es un testimonio unánime: Mons. Escrivá de Balaguer fue un gran amigo, y tuvo muchos amigos. Hemos podido comprobarlo ‑hasta el asombro‑ a raíz de su muerte. Bastaba la lectura de los periódicos. Pues en el mundo entero se publicaron artículos, comentarios, recuerdos, que venían a exponer el afecto ante el amigo desaparecido. Los nombres de muchos de sus firmantes resultarán ya familiares al lector, porque han sido citados en páginas precedentes. Simplemente querría subrayar aquí la diversidad, la universalidad de esos amigos.

Junto a amigos de la infancia o condiscípulos, profesores y alumnos. Periodistas y escritores, como Aznar o Cortés Cavani­llas. Catedráticos y universitarios, como Rodríguez Casado, AI­bareda o García Hoz. Artistas y obreros, como Jenaro Lázaro o Gonzalo Larrocha, botones de la residencia DYA en la calle de Ferraz, 50. Sacerdotes y religiosos, que, con los años, prestarían servicios destacados a toda la Iglesia: don Vicente Blanco, don Sebastián Cirac, don José María García Lahiguera, don Casimiro Morcillo, don Pedro Cantero, don José María Bueno Monreal, don Marcelino Olaechea, fray José López Ortiz...

Viktor E. Frankl, que a sus 70 años sigue siendo una de las primeras figuras de la Psiquiatría moderna, conoció en Roma al Fundador del Opus Dei. Mons. Escrivá de Balaguer lo recibió, a él y a su mujer, con ocasión de viajes por razones científicas. Y concreta el profesor vienés, de religión hebrea: "Si debo decir lo que de su persona me fascinó particularmente fue ante todo la serenidad refrescante que de él emanaba e iluminaba toda la conversación; después, el ritmo inaudito con que su pensamiento fluye y, finalmente, su asombrosa capacidad de contacto inme­diato con sus interlocutores".

Lógicamente, los primeros testimonios sobre este rasgo de la personalidad de Mons. Escrivá de Balaguer proceden de Barbas­tro y Logroño. Los hemos visto en el capítulo primero. Un resumen acertado son las palabras de Concepción Pueyo, que lo conoció en Barbastro, cuando ella tenía unos veinticinco años y él, diez o doce: "Recuerdo bien que era un chico normal, travieso. Pero muy alegre. Además, era una alegría contagiosa; nos la contagiaba a todos los que estábamos a su lado, tanto familiares como amigos".

La primera impresión que José Manuel Doménech de Ibarra conserva muy viva, a pesar del tiempo transcurrido ‑como acabamos de ver, le conoció en 1930‑, es la de "un sacerdote joven, alegre, siempre de buen humor". José Manuel Doménech destaca esa idea del aspecto juvenil, porque siempre había pensado que eran de la misma edad y, más tarde, se enteró de que el Fundador del Opus Dei tenia siete años más que él.

Diez años después lo conocería Alfredo López, y sus recuer­dos ‑que firmó en el diario Ya de Madrid‑ son muy seme­jantes: "Cuantos tuvimos la suerte de acercarnos a este sacerdote de Dios nos sentimos invadidos por un cariño inagotable, pródigo en detalles de ternura, delicadezas, comprensión, buen humor, que dejaba en el alma una sensación de bienestar espiritual y un estimulo de vida limpia de egoísmo y afanosa de servir a los demás".

"Cuando yo saludé, por vez primera, al Fundador del Opus Dei ‑reseña un periodista colombiano en El Tiempo de Bogotá, el 30 de junio de 1975‑, él sonreía. Y cuando por última vez lo vi, hace unos meses en Caracas, su rostro continuaba mostrando esa paz y esa alegría que fueron características permanentes de su vida entera".

Vale la pena resaltar cómo idénticas reacciones se producían en personas muy diversas: no sólo temperamentalmente, sino distintas también en cuanto a su actitud religiosa. Sorprende que un fraile dominico, un suizo converso, un monje del Yermo, un periodista italiano, o un estudiante orgulloso de su anticlericalis­mo coincidan hasta usar casi las mismas expresiones. El domini­co es el P. Garganta, que conoció al Fundador del Opus Dei por los años cuarenta en Valencia: "De las virtudes humanas del Padre, lo primero que me impresionó fue su inimaginable capacidad de cordialidad, de la que derivaba una capacidad de captación que para un apóstol es maravillosa".

El suizo converso es Edwin Zobel. Después de tratar, por razón de trabajo, a algunos socios del Opus Dei, leyó Camino, y sintió un gran deseo de conocer a la persona "capaz de infundir semejante espíritu de amor y de renuncia en gentes tan valiosas". Por fin, en una visita a Roma, en 1960, captó en seguida "su extraordinaria amabilidad y alegría, la capacidad de transmitir su fuerza espiritual".

don Pío María, camaldulense, da noticia de que por los años cuarenta alguna vez comentaron en el Monasterio del Parral: "Ahí viene el sacerdote que siempre está de buen humor"...

"Uno se sentía enormemente a gusto a su lado, por su riquísima humanidad, que llamaba tanto la atención".

El periodista italiano Cesare Cavalleri, director de la revista Studi Cattolici de Milán, anuncia en el número de julio de 1975 de esa publicación que otros trazarán el perfil teológico de Mons. Escrivá de Balaguer, pero que él siente el deber de dar su testimonio directo, personal: "E la mia testimonianza ésemplicemente questa: mons. Josemaría Escrivá de Balaguer era un sacerdote infinitamente amabile. Era impossibile avvicinarlo e non volergli tiene".

Finalmente, Antonio, el estudiante anticlerical. Por razone que aclara, tuvo ocasión de charlar con el Fundador de la Obra en 1953: "Lo primero que me llamó poderosamente la atención «1 hablar con Mons. Escrivá de Balaguer fue su gran sencillez y cordialidad. De todas sus palabras emanaba una gran seguridad que se iba transmitiendo a mi interior. En seguida me encontré a gusto charlando con él. Y a medida que avanzaba la conversa­ción me iba invadiendo una maravillosa paz y una enorme serenidad, que yo no había ni remotamente buscado, pues solamente quería hablar dei problema planteado a mi amigo`. Antonio estaba a mitad de carrera de Medicina, muy metido en la acción política estudiantil, y ‑según confiesa‑ era "visceral­mente anticlerical, acaso por haber recibido una formación religiosa deficiente". El caso es que un amigo suyo, también estudiante de Medicina, se permitió imprudentemente corregir el tratamiento que seguía su madre; poco después de aquella terapia fallecía, y esa muerte le hizo sentir un gran complejo de culpabilidad, que le llevaba a pensar obsesivamente en e¡ suicidio. Antonio habló de este problema a otro amigo suyo, con el que coincidió en una marcha política. Éste le habló del Padre: "Admití el verle ‑reconoce‑, aunque no tenía mucha fe en los consejos de los sacerdotes". Y charló con él, aprovechando un viaje a Madrid; desde su anticlericalismo, no se explica la. confianza extraordinaria que encontró en él: "era totalmente: insólito. De tal modo era así que le abrí mi alma de par en par contándole toda mi vida. Me encontraba totalmente a gusto surgía una confidencia sincera de todos mis problemas y luego lo de mi amigo".

Sembró paz y alegría en quienes le trataron porque vivía unido a Dios. Y por eso, también, Mons. Escrivá de Balaguer se caracterizó siempre por su acusado modo ‑amistoso y franco­- hablar de lo divino y de lo humano, que en él se hacía también divino, como atisbaba aquel periodista, Giuseppe Corigliano, que aludió en Il Giorno de Milán a "su gran comprensión para todas las situaciones humanas, su gran capacidad de amar y aquel garbo y aquella simpatía que hacían agradabilísimo su trato. Al conocerle más, se intuía que aquella gran capacidad para tratar tan íntimamente a todas las personas era fruto de su gran intimidad con Dios. Antes que con las palabras, enseñaba con los hechos que quien tiene una fe auténtica es más humano, guarda más capacidad para comprender la vida y las cosas bellas y justas de este mundo".

Su generosa siembra de paz, de amistad, de alegría, dio frutos hasta en los instantes dolorosos de su muerte. Lo encarecía Eugenio Montes, en una de sus entrañables crónicas romanas de junio de 1975: "Calumniosamente, el anticlericalismo volteriano ha pintado con negras, hoscas tintas la fe cristiana. Pero la señal de la beatitud es precisamente la alegría. Se ha dicho que a Santa Teresa le sonríen los hoyuelos del habla castellana. El florentino San Felipe Neri, en plena contrarreforma, era un continuo rebullicio de frases chispeantes. También Mons. Escrivá de Balaguer. Como su rostro difunto ahuyenta toda imagen tétrica, así su conversación transmitía a todos su alegría gozosa. Don Álvaro del Portillo me contó haberle oído: Cuando muera, rezad mucho por mí, para que pueda saltarme a la torera el purgatorio. Repito: a Santa Teresa y a San Felipe Neri, esta frase les hubiese encantado".