1. Los primeros socios del Opus Dei

Extraído del libro "Apuntes" sobre San Josemaría Escrivá de Balaguer, escrito por Salvador Bernal y editado por Rialp

La historia de los comienzos del Opus Dei puede compendiar­se como historia de los amigos de su Fundador. Después del 2 de octubre de 1928, don Josemaría siguió con una nueva luz haciendo su vida normal. Esa luz sobrenatural nueva, que iluminaba su sacerdocio, le empujaba a buscar personas dispues­tas a sumarse a la locura que Dios le pedía.

Cuando llegó a Madrid, en 1927, la mayor parte de sus amigos quedaba en Aragón y en la Rioja. Algunas familias, conocidas de la suya, estaban en Madrid. Después del 2 de octubre de 1928 esas relaciones de amistad ‑junto a las que surgían con ocasión de su propio trabajo sacerdotal, de sus tareas de enseñanza en la Academia Cicuéndez y de las clases particula­res que se veía obligado a dar‑ serían el campo en que fructificaría la semilla de la vocación al Opus Dei.

Así sucedió, por ejemplo, con Luis Gordon, uno de los primeros socios del Opus Dei. Luis era pariente de la Marquesa de Onteiro, madre de doña Luz Rodríguez‑ Casanova, Fundadora de las Damas Apostólicas, en cuyo Patronato de Enfermos don Josemaría era Capellán desde 1927. A través de esta familia lo conoció, y en 1931 Luis Gordon era una de las personas en las que el Fundador del Opus Dei podía confiar especialmente, por ser un hombre maduro. Luis Gordon ‑ingeniero industrial, promotor de una maltería en Ciempozuelos‑ aparece con los Romeo, y con otros amigos, en el grupo que, a partir de 1931, acude todos los domingos por la tarde al Hospital General de Madrid, para atender a los enfermos. Es el protagonista del punto n.° 626 de Camino:

¿Verdad, Señor, que te daba consuelo grande aquella "sutile­za" del hombrón‑niño que, al sentir el desconcierto que produce obedecer en cosa molesta y de suyo repugnante, te decía bajito: Jesús, que haga buena cara!?

La anécdota sucedió en aquel hospital de la calle de Santa Isabel, donde iban a prestar servicios diversos a los enfermos: cortarles las uñas, peinarles, decirles palabras de cariño. A Luis Gordon y a esta misma anécdota, se refería Mons. Escrivá de Balaguer un día de 1972, en España:

Recuerdo ‑de éste puedo hablar, porque ya está en el Cielo hace muchos años‑ que una persona de una familia conocida, uno de los primeros de aquella época, de los primerísimos años del Opus Dei, pues cogió un vaso de noche ‑era de un tuberculoso y ¡estaba...!‑. Le dije: ;hala, a limpiarlo! Y después me dio un poco de pena, por aquella cara de asco que había hecho. Fui detrás de él y había en el mismo piso ‑era en un hospital general‑ un cuartito donde se limpiaban esas cosas, y le vi con una cara maravillosa de cielo, limpiando con toda la mano.

Pero como había sucedido con otras almas de idéntica talla sobrenatural ‑María Ignacia García Escobar, don José María Somoano Berdasco‑, el Fundador del Opus Dei no pudo contar con Luis Gordon para seguir haciendo la Obra: falleció en noviembre de 1932.

Con motivo de aquellas visitas al Hospital General, don Josemaría conoció a otras personas. Algunas llegaron a ser de la Obra; otras, no. Pero todas participaron de su celo apostólico Allí, por ejemplo, hizo amistad con el escultor Jenaro Lázaro Cuando terminaban los domingos las visitas, Jenaro se quedaba

hablando un rato con don Josemaría. Aquellas conversaciones le han dejado una impresión imborrable: "Era un hombre de Dios, que arrastraba hacia Él a las personas que trataba. He pensado muchas veces, más tarde, que el Padre hacía un verdadero apostolado de amistad, ya que en cuanto uno le trataba se hacía amigo de él para toda la vida".

José Manuel Doménech, que hoy vive en Lérida, charlaba también con don Josemaría después de sus visitas al Hospital de Santa Isabel. Y destaca "cómo empleaba su tiempo generosa­mente con nosotros ‑el grupo de estudiantes que atendíamos a los enfermos‑ y también con esos mismos enfermos".

Día a día, infatigablemente, dedicando su mejor tiempo a la oración, acompañado por la plegaria y el dolor de los enfermos de los hospitales de Madrid, el Fundador del Opus Dei fue llevando adelante su misión: con los amigos, con los amigos de los amigos.

Isidoro Zorzano había sido compañero suyo de estudios en el Instituto de Logroño. Apenas habían vuelto a verse desde aquellos años, aunque mantenían contacto epistolar. Pensó en­seguida en él. Deseaba hablarle del Opus Dei recién nacido. Y un 24 de agosto de 1930 se lo encontró en Madrid. Isidoro, que trabajaba en Málaga como ingeniero de ferrocarriles, había venido dispuesto a hablar con él de sus inquietudes espirituales. Sentía unos deseos de entrega a Dios que no sabía cómo resolver, porque, al mismo tiempo, veía muy clara su vocación profesional. Isidoro consideró siempre ‑hasta su muerte en 1943‑ que ese reencuentro con el Fundador del Opus Dei había sido providen­cial, cosa de Dios, que hizo se viesen inesperadamente, en una calle de Madrid ‑la de Nicasio Gallego‑, que no era camino habitual de don Josemaría. Hablaron, y ya desde aquel día supo que podía dedicarse plenamente al servicio de Dios dentro de su vida ordinaria, en su profesión de ingeniero.

Juan Jiménez Vargas conoció al Fundador de la Obra a principios de 1932, en una visita puramente casual de pocos minutos: simplemente acompañaba a un amigo suyo, Adolfo Gómez, que iba a confesarse. Don Juan experimentó luego personalmente que don Josemaría no dejaba de pedir a los chicos que se confesaban con él nombres de amigos que pudieran participar en su apostolado.

Los socios de la Obra de aquellos años, cuando hablan de su vocación, cuentan de ordinario que un amigo les llevó al Padre. Don Ricardo Fernández Vailespín era en 1933 estudiante de ¡a Escuela Superior de Arquitectura de Madrid y le faltaba poco más de un año para terminar la carrera. La situación económica de su familia no era buena y, para ayudar, daba clases particulares a José Romeo. Desde los tiempos de Zaragoza, el Fundador del Opus Dei era amigo de esta familia. Y en esa casa conoció a Ricardo un día que éste había ido a dar la clase particular. Él no se había planteado, en absoluto, ningún problema de vocación; deseaba terminar cuanto antes la carrera y ganarse la vida; al mismo tiempo le preocupaba la situación de España y pensaba que algo habría que hacer. Lo cierto es que se sintió atraído por "aquel sacerdote que en sus palabras, corrien­tes y sencillas, traslucía un alma plenamente dada a Dios". Y concertó una entrevista con él, que tuvo lugar quince días después, el 29 de mayo, en Martínez Campos, n.° 4. Poco tiempo más tarde Ricardo pidió ser admitido en la Obra.

Mons. Escrivá de Balaguer sabía esperar, sabía no forzar las cosas. En concreto, nunca abusó de la amistad, transformán­dola en mero instrumento de apostolado. Ante todo, era amigo de sus amigos. Dios se sirvió de esa sincera amistad para que llegaran los primeros socios a su Obra. Pero a muchos de aquellos amigos ‑incluso, a personas a las que dirigía espiritual­mente‑ el Fundador no les habló del Opus Dei, o se limitó ú: pedirles que rezaran por él y por su tarea apostólica.

Don Manuel Aznar señalaba, en La Vanguardia Española de Barcelona, que jamás "me pidió, ni siquiera me indicó, ni aun me sugirió con alguna alusión lejana, que me incorporase a la Obra. Hablábamos de todo, menos de eso y de política". Aznar comenzaba su artículo contando con detalle cómo le había conocido. Es una trayectoria de amistades, tantas veces repetida en el tiempo: "Mi amistad con el Fundador vino a través de la familia del Portillo, emparentada con la de un amigo burgalés de mucha distinción ‑Luis García Lozano, ¡larga vida le dé Dios!­ y con la del inolvidable doctor José María Pardo Urdapilleta. Los Portillo que yo conocí fueron tres: un médico, un capitán de la Legión y un Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos. Este último se llama Álvaro. Es, desde hace muchos años, sacerdote, doctor en Derecho Canónico, doctor en Filosofía y Letras, agudo y penetrante en sabidurías eclesiásticas, Secretario general del Opus Dei, colaborador esencial de Mons. Escrivá de Balaguer, desde el primer día".

Don Josemaría vivió ese respeto a la libertad más delicada­mente, si cabe, en la dirección espiritual. Dejaba que cada uno siguiera su camino. Hubo chicos que se dirigieron con él durante años, a los que nunca planteó la posibilidad de ser de la Obra. A otros los encauzó al sacerdocio o a la vida religiosa. A muchos los formaba para el matrimonio, haciéndoles ver su vocación matri­monial, y les hablaba de que, con el tiempo, podrían formar parte del Opus Dei. Entretanto, los atendía, como era usual en él, con absoluta disponibilidad, sin prisas, como si no tuviera otra cosa que hacer.

Practicó, pues, con toda normalidad, eso tan específico del Opus Dei, que describió en Camino como apostolado de amistad y confidencia. Un socio de la Obra, persona igual a las demás, no hace cosas raras ni para encontrar a Dios ni para llevar a otros hasta Dios. Se limita a trabajar, a cumplir sus obligaciones profesionales, a ser amigo de sus amigos, a vivir ejemplaridad posible en la vida de dedica ‑sin cambiar de sitio ni actividades humanas y tareas civiles socio del Opus Dei. Es lo que hacía la máxima familia; en una palabra, se de estado‑ a las mismas que desempeñaría de no ser su Fundador antes del 2 de octubre de 1928 y lo que siguió haciendo después, a la luz de su nueva vocación.