4. Mujeres del Opus Dei: 14 de febrero de 1930

Extraído del libro "Apuntes" sobre San Josemaría Escrivá de Balaguer, escrito por Salvador Bernal y editado por Rialp

"Al hojear el Misal no he tenido más remedio que desilusio­narme al ver que todas las santas han sido monjas, vírgenes, mártires o, por lo menos, viudas", concluye, no sin sentido del humor, Wilhelmine Burkhart, madre de familia, profesora de música en Viena: "Qué liberación pensar que no sólo el esfuerzo y el sufrimiento, sino también las actividades humanas que llenan de alegría ‑como es para mí el hacer o enseñar música­- pueden transformar en una oración continua. Decenas de millares de personas deben este `camino' a Josemaría Escrivá de Balaguer".

La profesora Burkhart conoció la Obra a través de su hijo mayor, socio del Opus Dei. El 24 de septiembre de 1971 fue a verlo a Roma. Pudo estar también entonces con Mons. Escrivá de Balaguer. Su hijo le traducía del castellano al alemán palabras que hablaban de servir a la Iglesia con alegría, cada uno en su sitio: Tú puedes transformar tu arte en oración.

Hoy, con la perspectiva de los años, parece lo más normal del mundo que el espíritu que el Fundador del Opus Dei vio claro el 2 de octubre de 1928 se aplique por igual a los varones que a las mujeres. Sin embargo, en los primeros momentos, el Fundador no pensó en ellas. Se lo decía expresamente a las asociadas de la Obra:

Yo no quería fundar ni la Sección de varones ni la Sección femenina del Opus Dei. En la Sección femenina no había pensado nunca. Os aseguro con una seguridad física ‑así, física‑, que sois hijas de Dios.

Sucedió el 14 de febrero de 1930. Como sabemos, a Mons. Escrivá de Balaguer no le gustaba hablar de estos momentos íntimos en que el Señor le dio a conocer su Voluntad. Sin embargo, a veces ‑por indicación expresa de la Santa Sede y también por la insistencia de los socios de la Obra‑ relataba algunos detalles, para que supieran dar gracias a Dios, por la misericordia que mostraba hacia los hombres. Así, en una ocasión evocaba:

Para que no hubiera ninguna duda de que era Él quien quería realizar su Obra, el Señor ponía cosas externas. Yo había escrito: "Nunca habrá mujeres ‑ni de broma‑ en el Opus Dei". Y a los pocos días... el 14 de febrero: para que se viera que no era cosa mía, sino contra mi inclinación y contra mi voluntad.

Yo iba a casa de una anciana señora de ochenta años que se confesaba conmigo, para celebrar Misa en aquel oratorio pequeño que tenía. Y fue allí, después de la Comunión, en la Misa, cuando vino al mundo la Sección femenina. Al acabar, me fui corriendo a mi confesor, que me dijo: esto es tan de Dios como lo demás.

La fundación del Opus Dei salió sin mí; la Sección de mujeres, contra mi opinión personal, y la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, queriendo yo encontrarla y no encontrándola. También durante la Misa. Sin milagrerías: providencia ordinaria de Dios. Para mí es tan milagro que el sol salga y se ponga todos los días como que se detenga. Y más milagro es que salga y se ponga todos los días, según una ley impuesta por Dios, que ya conocemos los hombres. Así, por procedimientos tan ordinarios, Jesús, Señor Nuestro, el Padre y el Espíritu Santo, con la sonrisa amabilísima de la Madre de Dios, de la Hija de Dios, de la Esposa de Dios, me han hecho ir para adelante siendo lo que soy: un pobre hombre, un borrico que Dios ha querido coger de su mano: ut iumentum factus sum apud te, et ego semper tecum (Ps., LXXII, 23).

Aquella casa en la que el Fundador del Opus Dei celebró la Santa Misa el 14 de febrero de 1930 estaba ‑ya no existe‑ en la calle Alcalá Galiano, n.° 1 y 3. Vivía allí la Marquesa de Onteiro, madre de la Fundadora de las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón. Era muy mayor, y pidió a su hija Luz que un sacerdote fuera a celebrar Misa en el oratorio privado de su casa. La Marquesa de Onteiro murió el 22 de enero de 1931, y fue enterrada en el panteón familiar de la Iglesia de la Concepción, en Madrid.

Con la fundación de la Sección femenina del Opus Dei, el Señor dejó en Mons. Escrivá de Balaguer el convencimiento, ya definitivo, de que también era misión de la mujer cristianizar el mundo desde dentro: tanto en el hogar, como en cualquier ocupación civil. Con el tiempo podría confiar a un periodista con toda justicia:

He dedicado mi vida a defender la plenitud de la vocación cristiana del laicado, de los hombres y de las mujeres corrientes que viven en medio del mundo, y, por tanto, a procurar el pleno reconocimiento teológico y jurídico de su misión en la Iglesia y en el mundo (...). Corresponde a los millones de mujeres y de hombres cristianos que llenan la tierra, llevar a Cristo a todas las actividades humanas, anunciando con sus vidas que Dios ama a todos y quiere salvar a todos. Por eso la mejor manera de participar en la vida de la Iglesia, la más importante y la que, en todo caso, ha de estar presupuesta en todas las demás, es la de ser íntegramente cristianos en el lugar donde están en la vida, donde les ha llevado su vocación humana.

Es bien patente hoy, a la vuelta de los años, que el mismo espíritu mueve a los socios y a las asociadas del Opus Dei. La unidad es tan plena ‑jurídica, espiritual y moral‑ como evidente la mutua autonomía. En alguna ocasión el Fundador comparó el trabajo de una y otra Sección de la Obra a dos borriquillos que tiran del mismo carro, en la misma dirección, como dos fuerzas paralelas, que no se interfieren ni se mezclan.

Cabría pensar que quizá el Señor, al separar las fechas fundacionales de las dos Secciones del Opus Dei, quiso que también su Fundador tuviera, desde el primer momento, con­ciencia clara de la realidad que más adelante expresaría con estas palabras certeras:

Por Voluntad de Dios, el Opus Dei consta de dos Secciones diferentes, completamente separadas, como dos obras distintas, una de hombres y otra de mujeres; sin interferencia alguna, ni de gobierno, ni de régimen económico, ni de apostolado, ni de hecho.

Mons. Escrivá de Balaguer dio alguna vez una razón sobre­natural de ese designio divino, que suscitó la Sección de mujeres de la Obra dieciséis meses y doce días después del 2 de octubre de 1928:

Si ‑en 1928‑ hubiera sabido lo que me esperaba, hubiera muerto: pero Dios Nuestro Señor me trató como a un niño; no me presentó de una vez todo el peso, y me fue llevando adelante poco a poco. A un niño pequeño no se le dan cuatro encargos de una vez. Se le da uno, y después otro, y otro más cuando ha hecho el anterior. ¿Habéis visto cómo juega un chiquillo con su padre? El niño tiene unos tarugos de madera, de formas y colores diversos... Y su padre le va diciendo: pon éste aquí, y ese otro ahí, y aquel rojo más allá... Y al final ‑ ¡un castillo!

Éste es el modo divino de hacer las cosas ‑escribiría lleno de agradecimiento en 1961‑: una primero y otra después, guiando los pasos, utilizando causas segundas, mediaciones humanas. Mirad lo que nos cuentan los Hechos de los Apóstoles, al narrar la conversión de Saulo. Después de que el Señor lo ha herido con su gracia, él dice: Domine, quid me vis facere? Señor, ¿qué quieres que haga? Y oye la respuesta divina: surge et ingredere in civitatem et ibi dicetur tibi quid te oporteat facere (Act. IX, 6); levántate, entra en la ciudad, y allí te dirán lo que conviene que hagas. ¿Veis?, una gracia primero, un encargo después: con una divina selección de tiempos, de modos y de circunstancias. Así ha ido el Señor haciendo su Obra: primero una Sección, después otra, y después ‑nuevo don‑ los sacerdotes. Y en cada aspecto de nuestro camino, en cada frente que había que ganar en esta hermosa guerra de paz, el Señor me ha tratado siempre así: primero esto, después aquello. Por eso, os repito, agradeced conmigo esta continua providencia amorosa que nuestro Padre Dios ha manifestado. La consideración de esta bondad del Señor me mueve a contrición, por cuanto yo no haya sabido corresponder a tan grande misericordia. Y porque, a lo largo de este caminar, he hecho padecer a otros, por mis errores ‑no sé soportar sin protesta y sin lágrimas la injusticia: venga de donde venga y se haga a quien se haga‑, por mis errores, digo, y porque Dios Nuestro Señor tenía que prepararme: parece que daba una en el clavo y ciento en la herradura..., quizá porque me dolía más el dolor de los otros.

Desde el 14 de febrero de 1930, Mons. Escrivá de Balaguer se puso a trabajar, para iniciar la Sección femenina del Opus Dei. Su labor fue más lenta, porque, por delicadeza y prudencia, no podía tener con las mujeres que se sintieron atraídas por el mensaje de la Obra, la relación constante y continua que tenía con los varones (y así sería siempre: en concreto, jamás vivió en un Centro de la Sección de mujeres).

De otra parte, en aquellos años, las chicas jóvenes ‑en las que más fácilmente podía prender este nuevo espíritu‑ tenían poquísima libertad. Se veían obligadas a dar a sus padres todo tipo de explicaciones: dónde iban, con quién, a qué, cuándo volverían... Y entonces, jurídicamente, la Obra no era nada: atravesaba los momentos delicados del comienzo de la gestación.

En 1930, como vimos, don Josemaría era capellán en las Damas Apostólicas. A sus comedores de caridad, a sus roperos, a sus visitas de enfermos, iban, con afán apostólico, muchas chicas jóvenes de Madrid. Pero no consta que allí el Fundador hablara de la Obra. Conociéndole un poco, resulta lógico que fuera así: por respeto a esa Congregación, cuyas vocaciones surgían ordi­nariamente de aquellas chicas; y porque, si tenían vocación religiosa, no podían tenerla para la Obra que Dios le pedía, que era de trabajo civil, profesional, en medio de la sociedad.

Ésta debió ser otra de las razones por las que en 1931 dejó de trabajar en el Patronato de Enfermos. Como sabemos, allí no se limitaba a su oficio estricto de capellán, en la pequeña iglesia de las Damas Apostólicas, sino que su celo sacerdotal le llevaba a recorrer a diario los rincones más pobres de los suburbios madrileños. Debía dedicar más tiempo cada vez a la Obra que Dios le pedía. Con los varones podía hacer su apostolado en cualquier sitio: paseando por las calles de Madrid, o en su propia casa. Pero para la dirección espiritual de mujeres necesitaba el confesionario, mejor aún en una iglesia pública grande, como era la de Santa Isabel. Aquí, además de atender convenientemente a las Agustinas Recoletas, confesaba ‑ya desde hacía bastante tiempo‑ a un grupo de chicas, entre las que surgieron nuevas asociadas de la Obra.

En la iglesia de Santa Isabel, antes y después de la Misa que celebraba a las ocho de la mañana, estaba en el confesionario. Así conocieron algunas el Opus Dei. El fervor con que le veían celebrar el Santo Sacrificio les movía a confesarse con él, y a recibir de él dirección espiritual. Era marco propicio para abrir horizontes de santidad y de apostolado. Se formó un grupo, en el que estaban personas muy distintas: una profesora del contiguo colegio de la Asunción, una empleada, una enfermera, y varias chicas jóvenes que aún no trabajaban. Iban todas a confesarse a Santa Isabel, cada ocho días. Sólo allí veían al Fundador del Opus Dei, pues no asistía a las reuniones, que de vez en cuando, tenían en casa de las dos mayores. Tampoco las acompañaba los domingos al catecismo que llevaban en el barrio de La Ventilla.

Sin embargo, atendió sacerdotalmente con un celo extraordi­nario a María Ignacia García Escobar, una de las primeras asociadas del Opus Dei, que falleció en el Hospital del Rey el 13 de septiembre de 1933, de una manera verdaderamente santa. Sufrió mucho, pues padecía tuberculosis intestinal y tuvieron que hacerle varias operaciones. Es emocionante leer los cuadernos que María Ignacia escribió en aquel hospital de incurables, con un estilo que recuerda la más clásica literatura espiritual española. Había pedido la admisión en la Obra el 9 de abril de 1932 ‑"una nueva era de Amor", anota en su cuaderno dos días más tarde‑, pero antes de esa fecha venía ofreciendo por la intención de don Josemaría sus fiebres, sus múltiples molestias, sus intensos dolores que, por ejemplo, le impedían escribir durante semanas seguidas. María Escobar tuvo conciencia cierta de estar haciendo la Obra de Dios desde su cama en el hospital: "Hay que cimentarla bien. Para ello, procuremos que estos cimientos sean de piedra de granito, no nos ocurra lo que a aquel edificio de que habla el Evangelio, que fue edificado en la arena. Los ci­mientos, ante todo; luego, vendrá lo demás".

El dolor de los enfermos de aquel hospital fue cimiento incon­movible del Opus Dei. María Ignacia rezaba por la Obra desde que, en los últimos meses de 1931, don José María Somoano Berdasco le rogó:

‑María: hay que pedir mucho por una intención, que es para bien de todos. Esta petición no es de días: es un bien universal que necesita oraciones y sacrificios, ahora, mañana y siempre.

Don José María Somoano alentaba a muchos enfermos a ofrecer sus sufrimientos por aquella intención: y por ésta padecían sus molestias, ofrecían operaciones dolorosísimas, o comían cuando no tenían apetito. "De noche ‑anota María‑, cuando los dolores no me dejan dormir, me entretengo en recordarle su intención repetidas veces a Nuestro Señor".

Una hermana de María, Braulia, se trasladó a Madrid al final de la enfermedad. María estaba "maravillosamente aten­dida espiritualmente por el Padre. Iban también a verla y a hacerle compañía otras chicas; algunas pertenecían a la Obra".

Braulia registra las dificultades que tenía una de ellas para ir a dar el catecismo en un suburbio de Madrid, pues su familia se oponía a que fuese a barrios tan peligrosos entonces. Se acuerda también de otra, que mecanografiaba unos guiones, para ayudar a María a hacer la meditación, recogiendo en ellos los temas espirituales tratados en las reuniones que tenían.

Este grupo de mujeres sufriría mucho al iniciarse la guerra de España en julio de 1936. Perdieron contacto con el Fundador. Además, en la confusión de aquellos dramáticos momentos, les llegó la noticia de que había muerto. Algunas no volverían a verle nunca más, convencidas de su fallecimiento. A otras, al terminar la guerra, don Josemaría les hizo comprender que no tenían vocación para la Obra: no por falta de vibración espiritual, sino porque en esos años de alejamiento físico llegaron a inclinarse hacia modos de ser y actuar propios de la vida religiosa, modos que son santos para quienes Dios da esa vocación, pero no para quienes llama a servirle en el mundo.

Entretanto, el Fundador de la Obra había recomenzado su actividad, centrándola sobre todo en las hermanas de los chicos que eran socios de la Obra o estaban muy encariñados con ésta. Surgieron así vocaciones para la Sección femenina de la Obra, ya durante la guerra.

Al terminar la contienda, ya de nuevo don Josemaría en Santa Isabel, fueron por allí a confesarse. Pero muy pronto se trasladó a la calle de Jenner, donde ‑en un piso distinto al de la residen­cia de estudiantes‑ vivió con su madre y con sus hermanos.

Fue en esta casa de la calle Jenner donde Lola Fisac le oyó describir a fondo el Opus Dei: "Me pareció sobrecogedor y precioso. Me asustó un poco". Porque, aun cuando eran pocas, ya les planteaba la Obra en toda su extensión futura por el mundo. Y entonces, por no tener, no tenían ni siquiera un sitio donde reunirse.

A finales de 1940 alquilaron un piso pequeño en la calle Castelló, para hacer una labor apostólica, mientras todas seguían viviendo con sus familias. Lo instalaron como pudieron, llevando muebles de casa de sus padres. Pero la experiencia duró poco: no parecía prudente que un sacerdote joven acudiese asiduamente a un piso, en el que no vivía nadie, para formar a un grupo de chicas también jóvenes... Por esta razón, en diciembre de ese mismo año, abandonaron ese piso y comenzaron a ir a la calle de Lagasca, esquina con la de Diego de León, donde se había abierto un nuevo Centro de la Obra. A una zona independiente de esta casa se trasladó también la familia de don Josemaría. Dentro de esta zona ‑con plena separación de los varones- ­pudo atenderlas. Así se fueron formando estas nuevas asociadas del Opus Dei.

Pronto vinieron otras. Y se vio la conveniencia de organizar otro Centro de la Sección femenina de la Obra. Comenzó a funcionar en el verano de 1942, en la calle de Jorge Manrique.

La labor era aún incipiente, pero el panorama apostólico estaba bien definido. Don José Luis Múzquiz recuerda las expli­caciones que daba el Fundador de la Obra en 1943 a los socios que iban a ser sacerdotes, y tendrían que atender espiritualmente a las asociadas del Opus Dei, que debían santificarse y hacer apostolado en su propia profesión u oficio. Unas pocas se ocupa­rían de los trabajos ‑trabajos profesionales‑ propios del cuidado y administración de los Centros de la Obra. La Sección de mujeres, además de los que tenía la Sección de varones, haría algunos apostolados propios: labor con campesinas, con biblio­tecas circulantes, etc.

El Fundador de la Obra se entusiasmaba con esas labores que en el futuro llevarían a cabo las asociadas. Rezaba, hacía rezar, y ofrecía mortificaciones y penitencias para que la labor se desarro­llara cuanto antes. Con paciencia infinita, se dedicaba a formar a aquellas mujeres. Soñad, y os quedaréis cortas, les alentaba. Infundía en ellas una fe gigante, pues humanamente apenas había nada. Pero tenía la seguridad ‑fiándose sólo de Dios- ­que la labor se extendería por todo el mundo. Y les consolaba ante las incomprensiones y contradicciones que no podían faltar: Si no encontráis la Cruz ‑le oyó don José Luis Múzquiz una vez que bendecía a una de ellas antes de salir de viajes señal de que no vais bien, pues no habréis encontrado a Jesucristo .

Desde el primer momento ‑lo cual no deja de ser un tanto insólito en aquella época‑ se ocupó de su formación doctrinal ­religiosa. Según relata Encarnación Ortega, en 1943, cuando en aquel Centro de la calle

‑del Seminario de Madrid‑ que nos daba clases de Teología y de canto gregoriano".

Ahora, apenas treinta años después, muchas asociadas de la Obra son doctoras por Facultades de Teología o de Derecho canónico, y están en condiciones de continuar esa labor de formación.

Otras muchas han adquirido títulos semejantes en las más diversas ciencias profanas, y ‑como escribió una periodista venezolana, Beatriz Mercedes Briceño‑Picón, en El Nacional de Caracas‑ "ejercen todas las profesiones y oficios nobles de la tierra, desde la sencilla y entrañable labor que lleva el amor cristiano al trabajo de la tierra, al taller, al hogar familiar, hasta la difícil misión de ejercer cátedras universitarias y altos cargos en la administración pública". Son mayoría ‑aunque esto no llame la atención a nadie‑ las mujeres del Opus Dei, madres de familia, que intentan hacer de sus hogares ámbitos de paz, luminosos y alegres, donde los hijos, desde los primeros años, aprendan a vivir las virtudes cristianas y a prepararse para trabajar seriamente en servicio de sus hermanos los hombres.

Pero de lo que no cabe la menor duda es que el mismo espíritu, equivalente responsabilidad, idéntica urgencia humana y apostólica atañen al hombre y a la mujer. Porque ‑para Mons. Escrivá de Balaguer‑ no hay diferencia ninguna entre ellos cuando se trata de su dignidad como personas o de su condición de hijos de Dios. Las peculiaridades del varón o de la mujer sólo pueden entenderse a partir de su igualdad fundamental, como explicó brillante y claramente en sus respuestas a la directora de la revista Telva de Madrid, que fueron recogidas en Conversa­ciones con Mons. Escrivá de Balaguer. Invito al lector a fijarse, por ejemplo, en el número 90 de ese libro y a leerlo sustituyendo, siempre que aparece la palabra "mujer", por la palabra "varón": verá que no hay ninguna diferencia; porque son en todo seme­jantes sus responsabilidades como personas, como hijos de Dios.

Se entiende su desahogo, en otro pasaje de ese libro ‑núme­ro 14‑, cuando declara:

Aún recuerdo el asombro e incluso la crítica ‑ahora en cambio tienden a imitar, en esto como en tantas otras cosas­ con que determinadas personas comentaron el hecho de que el Opus Dei procurara que adquiriesen grados académicos en ciencias sagradas también las mujeres que pertenecen a la Sec­ción femenina de nuestra Asociación.

Pienso, sin embargo, que estas resistencias y reticencias irán cayendo poco a poco. En el fondo es sólo un problema de comprensión eclesiológica: darse cuenta de que la Iglesia no la forman sólo los clérigos y los religiosos, sino que también los laicos ‑mujeres y hombres‑ son Pueblo de Dios y tienen, por Derecho divino, una propia misión y responsabilidad.