2. Y el fundador del Opus Dei siguió trabajando

Extraído del libro "Apuntes" sobre San Josemaría Escrivá de Balaguer, escrito por Salvador Bernal y editado por Rialp

Para realizar el Opus Dei no es preciso cambiar de ocupa­ción, ni hay que hacer cosas raras. Por eso, después del 2 de octubre de 1928, don Josemaría siguió trabajando, dedicado a las tareas que desempeñaba antes de esa fecha.

El Director espiritual de las religiosas era el P. Rubio, S.J., sustituido al fallecer, en 1929, por el P. Valentín Sánchez Ruiz, también jesuita. El Fundador del Opus Dei era sólo Capellán de la Iglesia del Patronato, pero se imponía el trabajo de buscar ‑entusiasmándolos con su celo‑ a sacerdotes diocesanos que colaborasen en la atención espiritual de los enfermos ‑por los barrios más pobres de Madrid‑ y de los niños que iban a las escuelas. Su esfuerzo fue muy notable, como señala Asunción Muñoz, hoy en Daimiel, entonces en aquella Casa de Santa En­gracia. Don Josemaría desarrollaba una tarea sacerdotal desbor­dante, pero sin interferir para nada en el gobierno de aquellas actividades apostólicas. Allí le conoció en 1927 Emilia Zabaleta, que se confesaba con el P. Rubio. Su hermana María Luisa acu­dió alguna vez a don Josemaría, cuando el P. Rubio no estaba. Les impresionó siempre su humildad, porque cuando le consul­taban algún asunto que pudiera relacionarse con el Patronato como Congregación religiosa, contestaba siempre que sobre eso quien les podía orientar era el Director y no él.

Por los años veinte, los hospitales de Madrid estaban abarro­tados, y muchos enfermos pobres morían en sus casas sin apenas asistencia de ningún tipo. A su atención se dedicaban las Damas Apostólicas, con la ayuda de señoras y chicas jóvenes de Madrid que tenían inquietudes cristianas. La labor era difícil, sobre todo a partir de 1930, pues se exponían a ser insultadas, a ser expul­sadas de las casas o de las calles, a sufrir el impacto de las blas­femias más retorcidas. Una de ellas no ha olvidado el susto que pasó, en el barrio de Ventas, cuando las acorralaron, para tratar de atemorizarlas y de que dejaran de ir por allí. Otra vez, en el barrio de Tetuán las arrastraron por la calle, mientras les cla­vaban una lanceta de zapatero en la cabeza; a una Dama Apos­tólica que intentó defender a las demás, le arrancaron el cabello y la maltrataron hasta dejarla desfigurada.

En este ambiente ‑testimonia Asunción Muñoz‑ "se nos hizo imprescindible nuestro Capellán (...). Yo era la más joven de la Fundación y tenía más resistencia para actuar de día o de noche (...). Nos acercábamos a las casas humildes de estos en­fermos. Había, muchas veces, que legalizar su situación, ca­sarlos, solucionar problemas sociales y morales urgentes. Ayu­darles en muchos aspectos. Don Josemaría se ocupaba de todo, a cualquier hora, con constancia, con dedicación, sin la menor prisa, como quien está cumpliendo su vocación, su sagrado mi­nisterio de amor.

"Así, con nuestro Capellán, teníamos asegurada la asistencia en todo momento. Les administraba los Sacramentos y no tenía­mos que molestar a la Parroquia a horas intempestivas. Nosotras nos encargábamos de todo".

Iban a los barrios extremos, hoy incorporados a Madrid, como Ventas, Pueblo Nuevo, Ciudad Lineal, Tetuán, Almenara o Cuatro Caminos. Se podía llegar en tranvía a comienzos de 1931. Pero, con frecuencia, desde donde terminaban las líneas, había luego que hacer varios kilómetros por caminos de barro, o campo a través, hasta llegar a las chabolas miserables en que vivían los enfermos.

Los jueves les llevaba la Comunión en un coche prestado. Pero los demás días ‑atestigua una de aquellas mujeres‑ "iba en tranvía, o andando, como pudiera. A veces con mal tiempo, porque lo mismo se atendía a los enfermos en invierno que en verano". María Luisa Zabaleta recalca que iban a todos los barrios extremos, lo mismo Vallecas que el barrio del Lucero o Magín Calvo. Y siempre, a todas partes, acudía don Josemaría: "era muy abnegado". Josefina Santos añade otros nombres de Madrid: Paseo de Extremadura, Vallecas, Lavapiés, San Millán, Ribera del Manzanares.

En esos barrios extremos solían funcionar también las escue­las de las Damas Apostólicas. Algunos colegios tenían capilla, que era a veces la única en barriadas inmensas sin parroquia, como Usera. Las Damas Apostólicas se encontraban con la difi­cultad de conseguir sacerdotes que estuvieran dispuestos a cola­borar con ellas: para decir Misa los días de fiesta, para predicar a los niños, para hablar con ellos y confesarlos. El celo apostólico de don Josemaría le llevaba a todos estos colegios. Lo corrobora Mons. Avelino Gómez Ledo: confesaba incansablemente a los niños y les enseñaba el catecismo, en aquella época de especial efervescencia anticlerical, que hacía que en algunos barrios "reci­bieran a los sacerdotes no solamente con frialdad, sino con hosti­lidad: en alguna ocasión le llegaron a apedrear".

Más de una vez lo recordaría en los últimos años de su vida el Fundador del Opus Dei. El 14 de febrero de 1975, en Altoclaro (Venezuela), le hicieron una pregunta sobre la confesión de los niños... Entre otras cosas, se apoyó en su experiencia sacerdotal:

Yo tengo sobre mi conciencia ‑y con orgullo lo digo‑ el haber dedicado muchos, muchos millares de horas a confesar niños en las barriadas pobres de Madrid. Hubiera querido irles a confesar en todas las grandes barriadas más tristes y desampa­radas del mundo. Venían con los moquitos hasta la boca. Había que comenzar limpiándoles la nariz, antes de limpiarles un poco aquellas pobres almas. Llevad los niños a Dios, antes de que se meta en ellos el demonio. Creedme, les haréis un gran bien. Yo lo digo por experiencia, por experiencia de miles y miles de almas, y por experiencia mía personal.

En un solo curso, 1929‑30, hicieron la Primera Comunión, en la capilla del Patronato, unos 4.000 niños. Como eran tantos, recibían la Comunión en días sucesivos. Todos los alumnos de las escuelas de las Damas Apostólicas eran preparados ‑y confesa­dos‑ por el Capellán del Patronato, que se hacía ayudar, cuando podía, por sacerdotes diocesanos. No exageraba al cifrar en muchos millares las horas dedicadas a confesar a esos chava­lines.

Don Josemaría, además de preparar el doctorado en Derecho, dar clases en la Academia Cicuéndez, visitar a los enfermos y dedicarse a los alumnos de las escuelas de las Damas Apostó­licas, atendía el culto de la iglesia de Santa Engracia, y se ocupaba de los pobres que iban al Comedor de Caridad de aquella casa. Celebraba la Santa Misa por las mañanas, dirigía el Santo Rosario y oficiaba la Bendición con el Santísimo Sacra­mento. Se dedicaba también personalmente a los pobres del comedor: "era un amigo y un santo sacerdote", confirma Asun­ción Muñoz, que, cuando fue nombrada Maestra de Novicias, agradeció al Fundador del Opus Dei sus visitas, muchos domin­gos, a la casa‑noviciado que tenían en el Paseo de la Habana, en Chamartín: "Dentro de su enorme actividad diaria, don Jose­maría no parecía tener prisa. Lo hacía todo con sencillez y con paz".

Sin embargo, llegó un momento en 1931 en que le resultó ya imposible llegar a todo, desempeñando tan diversas actividades con el mínimo de sosiego indispensable para que no se resintiera su vida interior. De otra parte, como es lógico, cada vez le lle­vaban más tiempo las tareas relacionadas con la fundación de la Obra. Por estas razones, en julio de 1931 dejó de ser capellán de las Damas Apostólicas.

Poco tiempo después comenzó a celebrar la Misa en la iglesia del Patronato de Santa Isabel. Había allí un colegio, que lle­vaban las monjas de la Asunción, y un convento de clausura de Agustinas Recoletas, fundado por Felipe II y por el Beato Orozco.

Don Josemaría fue de hecho capellán de las Agustinas Reco­letas del Monasterio de Santa Isabel (antiguo Patronato Real), desde el 20 de septiembre de 1931, sin recibir retribución oficial alguna, según exponía tiempo después ‑el 26 de enero de 1934‑ al solicitar de la Dirección General de Beneficencia la posibilidad de ocupar la casa destinada en el Convento a quien ejercía el cargo de capellán. El expediente fue fallado en sentido positivo, con fecha 31 de enero. Y, al final de año, además, La Gaceta de Madrid de 13 de diciembre de 1934 publicó un De­creto por el que se le nombraba Rector del Patronato de Santa Isabel. Lo firmaban Niceto Alcalá‑Zamora, y el Ministro de Tra­bajo, Sanidad y Previsión, Oriol Anguera de Sojo, pues, a tenor de otro Decreto de 17 de febrero de aquel mismo año, una parte de los Patronatos de la extinguida Casa Real, habían pasado a depender de ese Ministerio. Oficialmente, don Josemaría recibió posesión de ese cargo rectoral el 19 de diciembre de 1934. Pre­viamente, había obtenido la venia para aceptar el cargo, del Or­dinario Palatino, Arzobispo de Sión, que seguía teniendo la juris­dicción eclesiástica sobre los antiguos Patronatos Reales, y del Arzobispo de Zaragoza, que era la diócesis de don Josemaría.

Sor María del Buen Consejo Fernández, Agustina recoleta del Monasterio de Santa Isabel, que conoció en 1931 al Fundador del Opus Dei, explica que "los PP. Agustinos Recoletos celebraban la Santa Misa a la Comunidad, pero tenían lejos el Convento y a medida que se ponían las cosas mal en el país ‑sobre todo al proclamarse la República‑ era peligroso venir a pie por la calle hasta nuestro Convento". Hasta que un día la Madre Priora ‑Sor Bisnieta María del Sagrario‑ reunió a la Comunidad y les comunicó que un sacerdote de Zaragoza vendría a diario a celebrar la Santa Misa. Se había presentado voluntario, para hacerles de capellán, al tener noticia de la situación angustiosa en que se encontraban las Recoletas, monjas de clausura y sin sacerdote.

La Misa era alas ocho en punto. Antes y después, don Jose­maría escuchaba confesiones. Cuando era necesario, distribuía la Comunión a las monjas enfermas. Sor María del Buen Consejo informa de que durante dos meses seguidos tuvo que llevarla a una de ellas, que no podía moverse.

A Santa Isabel acudía a confesarse un grupo de chicas que tenían dirección espiritual con el Fundador del Opus Dei. Su labor de apostolado con hombres la hacía donde podía: en la calle, en una chocolatería de la calle Alcalá llamada "El Sota­nillo", paseando por el Retiro, en la propia casa de Martínez Campos, 4, pral., donde vivía con su madre y sus dos hermano desde finales de 1932, o en sus visitas a los hospitales.

El Señor había llevado al Opus Dei, desde 1928, sus primeros socios. Y todo el trabajo de su formación recaía también lógica­mente sobre el Fundador, pues era el único que podía enseñarles el espíritu de la Obra.

Pero tenía tiempo ‑era parte de la formación que aquello primeros socios de la Obra debían recibir‑ para emplearlo generosamente visitando a los enfermos más desamparados de lo,, hospitales públicos madrileños.

En la propia calle de Santa Isabel estaba el Hospital General de la Diputación Provincial de Madrid, un enorme caserón que aún se conserva, aunque destinado, sólo en parte, a actividades muy distintas. Iba allí los domingos por la tarde. Al menos, desde el curso 1931‑1932. Le acompañaba un buen grupo de gente joven, que prestaba todo tipo de servicios en el Hospital, repleto de enfermos, paupérrimos a más no poder, hasta el punto de que ‑como faltaban camas‑ muchos estaban arrumbados por las crujías del edificio. Fue intensísimo allí el ministerio sacerdotal de don Josemaría, confesando, llevando la Comunión a los enfermos, dándoles consuelo espiritual y ayudas materiales.

También desplegó su celo infatigable en el Hospital del Rey un hospital de epidemias, en el que se atendían afecciones contagiosas graves, para impedir su propagación, cosa que hasta s inauguración en 1925 solía suceder en los demás hospitales públicos de Madrid, por el hacinamiento y promiscuidad de las aba­rrotadas instalaciones. Tifus exantemático, viruela y tuberculosis eran las tres enfermedades infecciosas más comunes entre los pacientes. En su primer año de funcionamiento ‑1925‑ tuvo 637 enfermos; 1.971, en el año 1928; 2.666, en 1936. Hasta la aparición de antibióticos y quimioterápicos, la tasa de mortalidad en aquel centro fue del orden del 20 por 100. No se tienen datos estadísticos por enfermedades, pero es previsible que la mortali­dad fuese casi absoluta, por aquellos años, en enfermedades como la tuberculosis. De hecho, el pueblo madrileño conocía el lugar como "hospital de incurables".

Cuando se inauguró en 1925, fue atendido por una Comuni­dad de Hijas de la Caridad, cuya Superiora era sor Engracia Echeverría. Al proclamarse la República en España, y desapare­cer poco después el Presupuesto de Culto y Clero, el Hospital del Rey se quedó sin capellán. Por esa época se presentó a sor En­gracia don Josemaría Escrivá de Balaguer, que "por entonces era un joven sacerdote que apenas contaría treinta años de edad, y me dijo que no me apurase por no tener ya Capellán oficial. Que de noche y de día, y a cualquier hora que fuese, y bajo mi res­ponsabilidad, debía llamarle según fuera la gravedad del enfermo que pedía los Santos Sacramentos".

Le ayudaba mucho don José María Somoano Berdasco, sacer­dote asturiano, de Arriondas, que vino pronto a ser, de hecho, capellán del hospital. Todos destacan su piedad acrisolada, su afán de almas, su valentía, su delicada lealtad al Fundador del Opus Dei. Pero falleció repentinamente, al poco tiempo, en plena juventud, por una causa inesperada. Colaboraba además otro sacerdote, don Lino Bea‑Murguía, que también había pedido la admisión en la Obra y murió luego asesinado en Madrid, en los años de la guerra. Lo cierto es que, como declara sor Engracia, "don Josemaría Escrivá era el alma del grupo de sacerdotes de aquella época": era muy trabajador y aunque ella piensa que entonces estaba trabajando can algún alto dignatario de la Igle­sia, realmente no paraba, y estaba siempre disponible para aten­der a los enfermos del Hospital del Rey, a pesar de que éste se encontraba muy lejos del centro de la ciudad.

Otra hermana de esa comunidad, sor Isabel Martín, atestigua que les oficiaba la Santa Misa los domingos o días festivos.

Cuando hacía buen tiempo, preparaban un altar portátil en el jardín, en la explanada en que está ahora una estatua grande de piedra representando el Corazón de Jesús. Y visitaba todos los Pabellones, ya que el sacerdote podía entrar a atender a cualquier enfermo aunque estuviese aislado rigurosamente por la infección: "se tomaban todas las precauciones, pero entraba".

También visitaba asiduamente el Hospital de la Princesa, un centro de la Beneficencia Sanitaria. Estaba situado en la Plaza de San Bernardo (hoy Glorieta de Ruiz‑Giménez). Tenía capacidad para unos 2.000 enfermos, que se alojaban en salas muy grandes de 200 y 300 camas, aprovechadas al máximo, ya que entre cama y cama había espacio sólo para una mesilla de noche o una silla, según describe un médico, don Tomás Canales Maeso, que tra­bajó allí desde diciembre de 1932 a julio de 1936. Los enfermos eran verdaderamente pobres, y los atendía gratuitamente la Beneficencia. El doctor Maeso trabajaba a las órdenes del doctor Blanc y Fortacín, profesor de la Facultad de San Carlos. Un día, a principios de 1933, le presentó a un sacerdote joven, como "un gran sacerdote, familiar y paisano mío (de Barbastro), que no es un trabucaire". (Solían llamar "trabucaires", en esos años, a los sacerdotes que se metían en política.)

Desde aquel día lo encontró con mucha frecuencia en el hos­pital, casi a diario, por la mañana, recorriendo sala por sala, hablando con los enfermos, confesándolos y llevándoles la Comu­nión: "Algún día lo vi varias veces, por lo que calculo que perma­necería allí tres o cuatro horas". Y continúa: "A pesar de que en aquellos tiempos se hacían, con facilidad, comentarios poco favo­rables sobre el clero, para el Padre todo eran elogios por parte tanto del personal sanitario como de los enfermos. A todos les gustaba hablar con él porque atraía. Tenía algo especial difícil de definir".

Por estas fechas, la labor del Opus Dei iba tomando cuerpo, bien enraizada en la Cruz, con el dolor y la oración de los pobres y enfermos desatendidos de Madrid. El Fundador vio la nece­sidad de disponer de un local apropiado para formar a las nuevas vocaciones y, al mismo tiempo, continuar la tarea apostólica que venía haciendo.

En diciembre de 1933 consiguió en alquiler un departamento en la calle Luchana, número 33, donde acudirían muchas personas que participaban ya en las tareas apostólicas del Opus Dei. Allí pasaba bastantes horas, especialmente al caer el día. Y de nuevo aparece aquí un rasgo definitivo de su personalidad, que le acompañará el resto de su vida: trabajar hasta el agotamiento, y disimular el cansancio para seguir trabajando, atendiendo las necesidades de los demás.

Lo pudo apreciar en 1934 don Ricardo Fernández Vallespín, en aquel piso de la calle Luchana: "Algunas veces, a la tarde, llegaba el Padre. A mi ‑que le quería‑ me dolía verlo con su aspecto cansado, pero el Padre cambiaba rápidamente y con inmensa paciencia estaba siempre dispuesto a charlar con el que quisiera, ¡y éramos bastantes! ¡Todo lo tenía que hacer el Pa­dre!".

Años después Mons. Escrivá de Balaguer confiaría a los socios de la Obra, con sentido del humor, una anécdota de aquel período: ¿Sabéis lo que hacía yo durante una época ‑hace años, apenas cumplidos los treinta‑ en la que me encontraba tan fati­gado que apenas conciliaba el sueño? Pues, al levantarme, me decía: antes de comer dormirás un poco. Y cuando salía a la calle, añadía contemplando el panorama de trabajo que se me echaba encima aquel día: Josemaría, te he engañado otra vez.

Con la conciencia clara de que sólo tiene valor el tiempo que gastamos en el servicio de Dios, desplegó una tremenda activi­dad que, ni por asomo, se parecía al activismo, tampoco desde un punto de vista puramente externo: porque conseguía hacer un trabajo intensísimo sin dar sensación de prisas. Don Jesús Ur­teaga resume ‑referida a los años cuarenta‑ esta impresión:

"No fueron muchas, pero cuantas veces he entrado en su despacho de Diego de León, en Madrid, para hacerle alguna consulta o preguntarle algo, siempre tuve la sensación de que me recibía como si me estuviera esperando y no tuviera otra cosa que hacer. Cuando al despedirme, si antes de cerrar la puerta le miraba, podía cerciorarme de que ya estaba en su trabajo, como si nada le hubiera interrumpido".

Muchos años después, don Jesús Becerra García, un mexica­no que le conoció en diciembre de 1966, observa, en esta misma línea, que era "rápido de movimientos y gestos sin perder tiempo en el tránsito de una actividad a otra, pero sin precipitación ni falta de delicadeza en el trato; más aún, cuando estaba con alguien, nunca daba la sensación de tener prisa: como si tuviera todo el tiempo del mundo para atenderlo o escucharlo".

El propio don Jesús Urteaga publicó en la revista Mundo Cristiano el párrafo de una carta manuscrita que Mons. Escrivá de Balaguer le había dirigido años antes desde Roma: Cuando el quehacer excesivo te apabulle un poco, piensa que el trabajo es una enfermedad incurable ‑el trabajo excesivo‑ para los que somos hijos de Dios en su Opus Dei. Y sonríe, y da a otros ese buen espíritu.

Trabajar con una sonrisa. Quitar importancia a la fatiga con un poco de humor. El Fundador del Opus Dei bromeaba por los años setenta, diciendo que no llevaba reloj, porque no lo nece­sito; cuando termino una cosa, comienzo otra, y en paz.

Era como un vendaval pausado. Le urgían las almas y por eso trabajaba de prisa, aprovechando el tiempo. Pero sin "sensación de prisa": menos aún con las almas, que era lo que realmente le urgía. Por eso les dedicaba mucho tiempo. Porque sabía ‑tantas veces lo reiteró‑ que las almas, como el buen vino, mejoran con el tiempo.

Si en algo especialmente puede decirse que no tenía impacien­cia, era en la dirección espiritual, en el Sacramento de la Peni­tencia, allí donde el alma sale del anonimato para enfrentarse con sus responsabilidades ante Dios. Nunca le faltaba tiempo para confesar, y menos para confesar a enfermos o niños. Desde 1931 fue también habitualmente al Asilo de Porta Coeli, en la calle García de Paredes, a administrar el Sacramento de la Confesión a los chicos ‑auténticos golfillos‑ allí recogidos. Y siguió haciéndolo cuando su apostolado personal con estudiantes universitarios le llevaba también mucho tiempo.

Llegaba a ir varias veces el mismo día a confortar a un enfer­mo moribundo en cualquier barriada de Madrid. Cuando se trataba de la confesión, no escatimaba las horas: don Ramón Cermeño reseña que, cuando dio ejercicios espirituales para sacerdotes jóvenes en el Seminario de Ávila ‑en 1940‑ la mayoría quería confesarse con él, y los atendió con gran paciencia y con gran afabilidad. Por su parte, a Encarnación Ortega le impresionó que se levantara de la cama con mucha fiebre, para sentarse en el confesionario y dar la absolución a una sola persona: ella le llamó por teléfono a la casa de la calle Diego de León, y poco después llegaba al Centro que la Sección de mujeres del Opus Dei tenía en la calle Jorge Manrique.

Al profesor García Hoz, en los comienzos de 1940, le causó verdadero asombro la absoluta disponibilidad del Fundador del Opus Dei para quienes se habían confiado a su dirección espiritual. Él iba corrientemente a la residencia de la calle Jenner. Pero cuando se trataba de su mujer, el propio don Josemaría se tomaba la molestia de buscar una iglesia y un confesionario a una hora adecuada: "Y esto no una vez o dos, todas cuantas mi mujer acudía a él, que era normalmente una vez a la semana. Recuerdo que varias veces utilizó el confesionario de la iglesia de San José y de la iglesia de Santa Bárbara".

Mons. Escrivá de Balaguer fue capaz de trabajar mucho ‑y duro‑ sin perder el sosiego, porque sabía dar importancia a lo verdaderamente importante, porque era extraordinariamente ordenado.

El 11 de junio de 1976, en el Colegio Mayor Aralar, de la Universidad de Navarra, el actual Presidente General del Opus Dei expuso a un numeroso grupo de estudiantes una anécdota expresiva. Cumpliendo un deber filial, procuró cuidar mucho al Fundador y, en concreto, siempre que pasaban por Pamplona, disponía las cosas para que le vieran los médicos. Una vez, dentro de una de esas revisiones generales, le hicieron un electroencefalograma y comentaron: "Es el trazado habitual de un hombre de empresa".

"Y el Padre ‑agregaba don Álvaro del Portillo‑ perfeccionó su constitución física, somática, con una batalla larga e intensísima, para llegar al culmen en la virtud del orden. En un cuaderno que escribió hacia 1932, sobre su lucha y su vida interior, el Padre habla de la necesidad de ser más ordenado todavía... Por aquellos años, su trabajo estaba lleno de impre­vistos: atención de moribundos en las barriadas extremas de Madrid, labor de catequesis por toda la ciudad, preparación de miles de niños para la Confesión y para la primera Comunión. Además, dedicaba muchas horas a hacer oración delante del Santísimo, rezaba las tres partes del Santo Rosario, leía el Breviario con pausa y atención. El Padre, que ‑insisto‑ era; ordenado por naturaleza, y hasta por constitución cerebral, se obligó a una lucha titánica para mejorar su orden y poder llegar a más almas, sin perder un minuto de oración, de trato directa con su Padre Dios, imprescindible para vivir vida contemplativa a lo largo de todo su día de labor infatigable".

De esta lucha se valdría el Espíritu Santo para imprimir en su alma dos consecuencias prácticas. Una la redactó entonces, en 1932, la recogió luego en Consideraciones Espirituales, y pasó a` punto 79 de Camino: ¿Virtud sin orden? ‑;Rara virtud! La segunda ayudaría mucho, con el tiempo, a hombres y mujeres que desempeñan profesiones desordenadas ‑como la de médico o periodista‑, en las que es difícil programar, porque cada día surgen nuevos imprevistos. Sobre ese aparente desorden ‑les enseñó siempre el Fundador del Opus Dei‑, cada uno tiene que aprender a construir su propio orden. Este consejo resumía una parte de su lucha ‑mientras fue Capellán en Santa Engracia­para ser cada día más ordenado por amor a Dios y a las almas, para llevar el orden natural a un plano sobrenatural y para mostrar con hechos que no se podía estar en lo grande sin estar en lo pequeño.

Como expresaba en septiembre de 1975 don Álvaro del Portillo, uno de los rasgos capitales del espíritu del Fundador del Opus Dei "era precisamente ese maravilloso engarce, en un corazón tan grande, en un alma que voló tan alto, con el amor a lo pequeño: a lo que se advierte solamente por las pupilas que ha dilatado el amor".

Su sentido del orden, su laboriosidad y su entrega llegaron a extremos heroicos, en la primera residencia de la calle de Ferraz, antes de la guerra de España: fregar y hacer camas ‑cuando los estudiantes se habían ido a la Universidad, y no podían darse cuenta‑ fue una tarea habitual de sus mañanas. En julio de 1975, el diario ABC de Sevilla publicó la carta de una empleada del hogar, que quería dar gracias públicamente al recientemente fallecido Fundador del Opus Dei, por haberle podido escuchar palabras maravillosas sobre su trabajo, que le habían ayudado a convertirlo en un trabajo de Dios: "Usted ha sabido enseñarme que mi trabajo es santo si lo hago con perfección; que todas las profesiones son de la misma categoría si se hacen cara a Dios (...)

Padre, yo me pregunto: ¿Cómo sabía tanto de nuestro trabajo siendo una persona con tantos títulos?".

Para que el trabajo fuera de Dios ‑Opus Dei‑ antes que nada tenía que ser trabajo. Mons. Escrivá de Balaguer supo efectivamente hacer trabajo de Dios de todos los trabajos, aun los aparentemente más humildes. Dios quiso que tuviera que desem­peñarlos, grabando así en su alma el carácter universal de la llamada a santificar el trabajo.

Cuando luego, después de la guerra, la Sección de mujeres del Opus Dei fue haciéndose cargo, poco a poco, de las tareas de administración doméstica de los Centros de la Obra, el Fundador podía garantizarles que había realizado personalmente antes que ellas algunas de esas labores ‑hacer camas, guisar, limpiar los suelos‑, con la seguridad de que era algo tan importante como dar una clase en la Universidad o preparar un artículo para una revista de investigación científica.

Parece como si Dios hubiera querido que en el Opus Dei no hubiera nada teórico: todo lo que su Fundador enseñaría a lo largo de casi cincuenta años, lo había vivido antes, de un modo o de otro. Una razón más para poder exigir a los socios y asociadas de la Obra que aprovechasen el tiempo al máximo, cara a Dios, no cara a los hombres; que evitaran cualquier manifestación de "señoritismo"; que supieran también descansar, es decir, cam­biar de actividad, ocupar el tiempo en quehaceres que exigen menos esfuerzo o un esfuerzo distinto al habitual; que apren­dieran, en fin, a dar la vida, a darse, entregándose a Dios y a los demás ‑sin espectáculo‑ en el trabajo ordinario, convertido en servicio amoroso de Dios para el bien de todas las almas.

En Mons. Escrivá de Balaguer se dieron las condiciones para que Dios pudiera utilizarlo, como instrumento, con el fin de recordar a los cristianos que, según está escrito en el Génesis, Dios creó al hombre para trabajar. Pues, ante todo, y desde joven, trabajó. Siempre tuvo tiempo para rezar, para celebrar con calma la Santa Misa, para predicar, para confesar, para la labor de su ministerio; para atender el trabajo de dirección del Opus Dei; para escribir ‑son muchos sus escritos‑; para repasar periódicamente los tratados de Teología y Ciencias eclesiásticas; para leer obras de Literatura; para seguir habitual­mente la prensa y las imágenes de los telediarios.

No desperdició sus horas ni en momentos en que hubiera parecido excusable, como, por ejemplo, durante los meses de su andar escondido por el Madrid en guerra. Por supuesto, su gran preocupación era entonces ‑como siempre‑ la vida de la Iglesia y las dificultades y sufrimientos de tantos hombres.

Durante una temporada estuvo refugiado con otras personas en un piso de la calle Sagasta, n.° 29, propiedad de la familia Sainz de los Terreros. Fueron días interminables, en los que no salieron a la calle para nada. En esas circunstancias, aparte de que se exigía más en su vida de piedad, no dejaba de leer temas que pudiera tener interés cultural, porque aun en aquella situa­ción mantenía un criterio claro de lo que es aprovechar, el tiempo.

Las condiciones externas cambiaron cuando pudo ingresar en: la Legación de Honduras, donde el ambiente se caracterizaba por un clima de ansiedad, que ‑según testigos presenciales‑ daba pie para buscar la relajación, de manera que cualquier man­festaci6n de comodidad podía tener disculpa y aun justificación pues en unos pocos metros cuadrados se alojaban muchísimas personas, de edades y caracteres muy distintos, generosamente acogidas por la familia que llevaba el Consulado.

Algunos aspectos de la vida en aquella Legación, y el espíritu que inculcaba a los demás, han quedado descritos en el número 697 de Camino:

Los acontecimientos públicos te han metido en un encierre, voluntario, peor quizá, por sus circunstancias, que el encierro di una prisión. ‑Has sufrido un eclipse de tu personalidad.

No encuentras campo: egoísmos, curiosidades, incompren­siones y susurración. ‑Bueno; ¿y qué? ¿Olvidas tu voluntad libérrima y tu poder de "niño"? =La falta de hojas y de flores (de acción externa) no excluye la multiplicación y la actividad de las raíces (vida interior).

Trabaja: ya cambiará el rumbo de las cosas, y darás más frutos que antes, y más sabrosos.

El Fundador y los socios del Opus Dei que allí estaban, para tener bien ocupadas las horas en ese encierro ineludible, se ajustaron a un horario, con sus ratos de oración, sus momentos de tertulia, y sus horas de estudio, de auténtico trabajo intelec­tual. Entre otras cosas estudiaron idiomas, lo cual, más adelante, facilitaría la multiplicación de actividades, la eficacia apostólica por Europa y por América.

Este espíritu ‑no saber estar sin hacer nada, pues el trabajo es enfermedad incurable para los hijos de Dios en el Opus Dei ­o observarían luego en Burgos, los que convivieron allí con él hasta que acabó la guerra, o los que se acercaban desde los frentes para estar unas horas.

En uno de estos viajes, José Luis Múzquiz se fijó en una cama cubierta con montoncitos de fichas. Dos personas las estaban clasificando. De montones de fichas como aquellos había surgido en 1934 la primera versión de Camino, que se publicó en Cuenca con el título de Consideraciones Espirituales. Don Josemaría tenía la costumbre de anotar, de vez en cuando, una o dos palabras en la pequeña agenda o libreta que llevaba en el bolsillo de la sotana. Era un movimiento rapidísimo, que no interrumpía las conversaciones. Esa palabra le serviría luego para recordar la idea que acababa de ocurrírsele, o la frase feliz que se había deslizado en la conversación. En sus horas de trabajo a solas redactaba aquellas ideas.

En los momentos de más sosiego en Burgos, fue pasando a máquina y seleccionando muchas de esas ideas, pues quería darlas a la imprenta cuanto antes, para facilitar la meditación de quienes estaban aún en los frentes o en la Armada. No se publicó hasta después de la guerra, por falta de medios económicos. Don Pedro Casciaro, que estuvo mucho tiempo con el Fundador dei Opus Dei en Burgos, confirma que "no pasó ni una hora ocioso".

Se comprende la respuesta de don Fidel Gómez Colomo, cuando casualmente se lo encontró un día en Roma, por los primeros años cincuenta. Don Fidel había coincidido con él, en 1927, en la residencia sacerdotal de la calle Larra. Vivían allí varios sacerdotes "viejos", y tres jóvenes: don Fidel, don Jose­maría y don Avelino, que se ocupaban de hacer los arreglos necesarios en la residencia, de gestionar instalaciones pendientes, etcétera. Ya en Roma, caminaba don Fidel hacia la Dataría Apostólica, para llevar un paquete al Cardenal Tedeschini. Se paró un coche, y oyó que don Josemaría le llamaba:

‑Dónde vas, Fidel, despistado? Te llevo en coche.

Cuando le invitó a la casa donde vivía, don Fidel se negó a ir, bromeando:

‑He oído que la estás construyendo y como tú haces trabajar a todos, no voy, porque me harás poner ladrillos.

Vicente Ballester Domingo, religioso salesiano, fue secretario particular de don Marcelino Olaechea entre 1937 y 1939. Don Marcelino, que quería entrañablemente al Fundador del Opus Dei, lo alojó en el palacio episcopal de Pamplona, al poco de regresar a España después de cruzar la frontera de Andorra. Don Vicente Ballester sintetiza en dos palabras aquella época: "no paraba‑: "don Josemaría iba de un sitio a otro, en un continuo e incansable ajetreo para atender a los socios de la Obra, a multitud de otras personas objeto de su celo pastoral en diferen­tes puntos de España, y a los sacerdotes, a los que dedicaba una atención y cariño especiales".

Mons. Escrivá de Balaguer no paró hasta el momento mismo de su muerte, el 26 de junio de 1975. Murió en el cuarto donde solía trabajar.