3. Alma sacerdotal y mentalidad laical

Extraído del libro "Apuntes" sobre San Josemaría Escrivá de Balaguer, escrito por Salvador Bernal y editado por Rialp

"Era un sacerdote íntegramente sacerdote y con todas sus consecuencias. Esta era la impresión imborrable que hacía en todos los que le tratamos en aquella época", afirma el doctor don Juan Jiménez Vargas, hoy catedrático de Medicina, que conoció al Fundador del Opus Dei en 1932. A lo largo de estas páginas, tendremos ocasión de ver las más diversas consecuencias de la identificación de Mons. Escrivá de Balaguer con su sacerdocio. Todas obedecen a una única raíz: el amor al Santo Sacrificio de la Misa.

A mis sesenta y cinco años ‑comentaba en 1967‑ , he hecho un descubrimiento maravilloso. Me encanta celebrar la Santa Misa, pero ayer me costó un trabajo tremendo. ;Qué esfuerzo! Vi que la Misa es verdaderamente Opus Dei, trabajo, como fue un trabajo para Jesucristo su primera. Misa: la Cruz. Vi que el oficio del sacerdote, la celebración de la Santa Misa, es un trabajo para confeccionar la Eucaristía; que se experimenta dolor, y alegría, y cansancio. Sentí en mi carne el agotamiento de un trabajo divino.

A Cristo también le costó esfuerzo. Su Humanidad Santísima se resistía a abrir los brazos en la Cruz, con gesto de Sacerdote eterno. A mí nunca me ha costado tanto la celebración del Santo Sacrificio como ese día, cuando sentí que también la Misa es Opus Dei. Me dio mucha alegría, pero me quedé hecho migas.

"Toda su vida ‑ha escrito don Marcelo González, Cardenal Primado de España‑ fue como la prolongación de una Misa interrumpida que glorificaba al Padre, trataba de obtener el perdón para el pecado mediante la gracia sacramental, y ponía el trabajo profesional y las preocupaciones familiares como una hostia purificada junto al altar. Todo esto es lo que percibí en las conversaciones que tuve con él, y también lo he captado con sus escritos, y lo vengo comprobando en los sacerdotes del Opus Dei que he conocido".

Sobre la Santa Misa, sobre la Sagrada Eucaristía, el Funda­dor del Opus Dei ha dejado páginas bellísimas. Son reflejo de su corazón enamorado, que entendía la Misa como un epitalamio, como un canto de bodas, manifestación de amor.

Es patente el influjo de esos textos, que han llevado a muchí­simas almas, en el mundo entero, a saborear la divina realidad de que la Santa Misa es el centro y la raíz de la vida interior, como precisaba constantemente Mons. Escrivá de Balaguer, desde que era un joven sacerdote, y recogería textualmente el Concilio Vaticano 11, muchos años después.

Las palabras del Fundador del Opus Dei sobre la Santa Misa mueven y conmueven, porque traslucen una realidad plena y enteramente vivida. "Creo que su chifladura era la Santísima Eu­caristía", estima don Joaquín Mestre Palacio, Prior de Nuestra Señora de los Desamparados en Valencia, que amplia así su tes­timonio: "Me viene a la memoria el cariño, la unción y la piedad con que al señor Arzobispo (se trata de don Marcelino Olaechea) y a mí nos enseñaba los oratorios de Bruno Buozzi (sede central del Opus Dei), deteniéndose especialmente en el Sagrario. Nos lo mostraba con la misma delicadeza y unción con que un misacan­tano, enamorado del sacerdocio, podría mostrar el cáliz de su primera Misa".

Muchas personas han tenido ocasión de asistir a una Misa celebrada por Mons. Escrivá de Balaguer. Sus comentarios son unánimes, acerca del modo intenso, delicado, profundamente piadoso, con que celebraba.

El actual obispo de Sigüenza‑Guadalajara, don Laureano Castán Lacoma, no ha olvidado las Misas del sacerdote recién ordenado, don Josemaría, en Fonz, un verano de 1926 ó 1927. Don Laureano, entonces seminarista, pasaba en Fonz ‑su pue­blo natal‑ las vacaciones. Coincidieron con ocasión de las cortas visitas que don Josemaría, con su familia, hacia a su tío, mosén Teodoro, beneficiado de la capellanía de la casa Moner. Don Laureano le ayudó alguna vez a celebrar la Santa Misa en la capilla de los señores de Otal ‑Barón de Valdeólivos‑, con quienes le unía ‑también a don Laureano Castán Lacoma‑ una gran amistad. Y enaltece "la piedad y fervor con que celebraba el Santo Sacrificio, al que yo me unía con piedad y devoción grandes, que no le pasaron inadvertidas a Mons. Escrivá, como en fecha reciente me comentaba por escrito don Álvaro del Portillo. Es fácil de entender que ya entonces vivía lo que años más tarde escribiría: La Misa es acción divina, trinitaria, no humana. El sacerdote que celebra sirve al designio del Señor, prestando su cuerpo y su voz; pero no obra en nombre propio, sino in persona et ir nomine Christi, en la persona de Cristo, y en nombre de Cristo".

También Pedro Rocamora ayudó a Misa al Fundador del Opus Dei. Fue en Madrid, en la capilla del Patronato de En­fermos, en la calle de Santa Engracia (hoy García Morato). Asistía muchas mañanas, antes de ir a la Universidad: "Cada palabra tenía un sentido profundo y un acento extraño. Sabo­reaba los conceptos... Don Josemaría parecía desprendido de su contorno humano y como atado por lazos invisibles a la divini­dad". Rocamora se sabía de memoria el texto latino de la Misa, y por eso podía seguir bien la liturgia. Aunque han pasado tantos años ‑era entonces 1929‑, mantiene su emoción: "Aquellas mañanas en la capilla de la calle de Santa Engracia, al acabar la Misa, los acólitos del Padre Escrivá a veces no podíamos contener las lágrimas". Por si acaso, Rocamora dice de sí mismo que es un hombre normal, no demasiado sensible ni exageradamente emotivo.

Con el tiempo, el Fundador del Opus Dei tendría que vivir su amor a la Sagrada Eucaristía en circunstancias tan adversas como las que se produjeron en los períodos de persecución reli­giosa en el Madrid republicano. Julián Cortés Cavanillas publicó °.n un artículo de ABC que en la mañana del 11 de mayo de 1931, .mientras en Madrid ardían iglesias y conventos, "acompañado por mí, llevó en su pecho al Santísimo, desde la capilla en donde era capellán, de la calle de Manuel Cortina, hasta las casas militares, próximas a la glorieta de Cuatro Caminos, donde depositó el divino tesoro eucarístico, en casa de unos amigos aragoneses".

Por esas fechas, como luego en Madrid y Barcelona entre julio de 1936 y diciembre de 1937, su devoción eucarística tuvo que superar dificultades tremendas: celebrar la Santa Misa clan­destinamente, llevar escondida la Comunión de un sitio a otro, eran riesgos que podían pagarse con la vida. Muchos sacerdotes santos de Madrid ‑y de otras ciudades españolas‑ no tuvieron miedo a la muerte. Mons. Escrivá de Balaguer comentaría que, en aquellos meses, pensaba frecuentemente en la persecución de los primeros cristianos. A escondidas, con un traje de paisano prestado, muy delgado, en cuanto pudo moverse por Madrid, desplegó una intensa actividad sacerdotal: confesaba, daba ayuda espiritual en conversaciones personales, y en meditaciones a grupos reducidos ‑hasta unos ejercicios espirituales llegó a predicar‑, celebraba la Santa Misa y llevaba la Comunión a unos y otros.

En parecidas circunstancias discurrió su trabajo sacerdotal los días que permaneció en Barcelona, antes de iniciar el camino que, a través de los Pirineos, le conduciría a Andorra. Fueron con él algunos socios de la Obra y unos pocos amigos, dentro de una expedición general conducida por guías conocedores del terreno, para abandonar la zona roja.

El 28 de noviembre celebró la Santa Misa en pleno monte. Acababan de llegar al barranco de la Ribalera, después de caminar toda la noche. Sin aguardar más, escogieron dentro de aquella especie de circo, protegido del viento, las piedras que mejor pudieran servir como altar. Temía irreverencias, pues durante la marcha nocturna, se habían oído algunas blasfemias, pero anunció que iba a celebrar y que podía asistir quien quisiera.

Había allí más de veinte personas que no habían podido ir a Misa desde julio de 1936. La expectación fue grande. Y se emo­cionaron aún más ante su modo de celebrar la Misa. Un estu­diante, Antonio Dalmases, venía con otro grupo que se había incorporado a esta expedición. En su diario quedó anotado: "Nunca he oído Misa como hoy. No sé si por las circunstancias, o porque el sacerdote es un santo".

Unos días después, celebraba el Santo Sacrificio en Andorra, con todos los ornamentos y vasos sagrados, después de casi dieci­siete meses de clandestinidad. Mosén Pujol Tubau no ha olvidado, al cabo de treinta y siete años, que se encontró con un puñado de hombres. Se adelantó uno que le saludó con los brazos abiertos: ‑ ;Gracias a Dios que vemos un cura! Esa persona era don Jose­maría, que se le presentó como sacerdote, y le explicó que aca­baban de cruzar la frontera, y que querría celebrar la Santa Misa para dar gracias a Dios. Así lo hizo al día siguiente ‑uno de los primeros de diciembre‑ en el altar mayor de la iglesia de Sarx Esteban. Mosén Pujol recibió una impresión de profunda piedad, "por la devoción con que ofició, así como por el rato que perma­necieron después, él y los que le acompañaban, dando gracias _Y haciendo oración ante el Sagrario".

Afirmaciones semejantes hacen muchas personas. Antonio Ivars Moreno era estudiante cuando asistió un día de 1939 a Misa en un pequeño entresuelo de la calle Samaniego, donde estaba el primer Centro del Opus Dei en Valencia: "No perdí ni una palabra. Ni un gesto. Cuando celebraba, hacía sentir a los que estábamos con él que había penetrado en las profundidades del gran misterio de nuestra Redención. Aquella Misa era verda­deramente el mismo Sacrificio incruento del Calvario. No había lugar a las distracciones".

Un conocido arquitecto valenciano, Vicente Valls Abad, ha dejado por escrito en las páginas del diario Levante, la huella de sus tiempos universitarios, en la Residencia de estudiantes de la calle Jenner, en Madrid. Era el año 1942, y don Josemaría se encargaba personalmente de la dirección espiritual de los resi­dentes, y de la predicación de meditaciones y retiros. Aunque él tenía cierta prevención, acudió a un retiro espiritual. Le removió la predicación directa, concreta, práctica, penetrante, que ani­maba a mejorar. Pero sobre todo le desarmó su modo de dar la Bendición con el Santísimo Sacramento: "la unción y el respeto con que lo trató, ese apretón final contra su pecho y ese movi­miento ininterrumpido de sus labios, diciéndole cosas al Señor hasta el final de la ceremonia. He aquí ‑pensé‑ un sacerdote enamorado de Dios".

Con corazón de enamorado celebraba la Misa el Fundador del Opus Dei. Y con cariño la decía hasta en los detalles más menudos. Don Vicente Jabonero, histopatólogo de Oviedo, se fijó en uno, durante la Misa de Mons. Escrivá de Balaguer en el campus de la Universidad de Navarra en 1967. Le llamó la aten­ción que, al rezar el Confiteor, hiciera una pausa en el Ideo, precor. El doctor Jabonero entendió que era lógico que fuese así, con la pausa propia de la coma, y no seguido: como si en cas­tellano se dijera "por tanto, ruego a..." Y glosa: "la coma (pausa) era obligada. Entonces comprendí, prácticamente, lo que en Camino había escrito respecto de la oración vocal: Mira lo que dices y a quién lo dices...".

Don Juan Antonio Paniagua, profesor de Historia de la Me­dicina, se acuerda del reducido piso de Valladolid, al que llama­ban "El Rincón". Se empleaba para la labor apostólica con estudiantes universitarios, al principio de los años cuarenta. Allí aprendió, de la mano del Fundador del Opus Dei, a valorar la

importancia de los más pequeños gestos de amor a la Sagrada Eucaristía, a evitar cualquier improvisación en lo relativo al culto divino. Pues Juan Antonio Paniagua advirtió que estos detalles ante todo revelaban ‑velaban‑ un amor: un amor chiflado como el de aquel que describe Camino (438):

;Loco! ‑Ya te vi ‑te creías solo en la capilla episcopal­poner en cada cáliz y en cada patena, recién consagrados, un beso: para que se lo encuentre Él, cuando por primera vez "baje" a esos vasos eucarísticos.

‑;Qué locura!, ¿verdad?, cuenta Paniagua que apuntó el Fundador del Opus Dei a Javier Silió, el más joven de los que entonces estaban allí.

‑Sí, Padre, ;qué locura!, dijo él, y le respondió:

‑Pues sé tú también muy loco, hijo mío.

A raíz de la muerte de Mons. Escrivá de Balaguer, el obispo de Aquisgrán, Mons. Pohlschneider expuso: "Los sesenta mil socios del Opus Dei lloran la muerte del Padre, que se les ha ido. Pero después de su muerte le guardarán fidelidad interior, porque saben lo que le deben. Pueden decir, con palabras de Lacordaire: `La felicidad más grande que un hombre puede gozar en la tierra es haber encontrado en la vida a un verdadero hombre según el corazón de Dios, a un auténtico sacerdote' ".

Pero la autenticidad de su sacerdocio se desdibujaría si la separásemos de su mentalidad laical. Desde un enfoque negativo, tiene mentalidad laical aquel que no es clerical, es decir, aquel que no se sirve de las estructuras eclesiásticas para buscar fines de orden profano, o para recibir un trato distinto al de los ciuda­danos normales en la vida civil. Por eso, al Fundador del Opus Dei le repugnaban los privilegios, las exenciones. Le encantaba, en cambio, trabajar dentro del marco de las leyes civiles, cum­pliendo sus obligaciones y ‑también‑ exigiendo sus derechos: derechos de ciudadano, no privilegios sacerdotales.

Otro tipo de clericalismo malo es el que se puede producir por mimetismo, o por complejo de inferioridad: presentar como si fueran un ideal para el laico las actividades propias del sacerdo­te; requerir la presencia del cura en los trabajos civiles como sis­tema para impregnarlos de sentido cristiano. El cura aseglarado, y el laico sacristán ‑fuera del templo‑ son desquiciamientos producidos por el clericalismo malo, que hacen perder el sentido de la realidad, e invierten el sitio de cada uno. Por el contrario, es parte de la mentalidad laical saber estar cada uno en su sitio.

Mons. Escrivá de Balaguer se caracterizaba por "su decidido apoyo a la secularidad", inseparable de "su sacerdocio tan ple­namente, tan consecuentemente, tan coherentemente vivido hasta en el último detalle" (Mons. Francisco Hernández, en La Reli­gión, Caracas, 26 de julio de 1975).

Porque el puesto del clérigo en el mundo es puesto de servicio, universal, sin excepción alguna. El sacerdote ha de ser otro Cristo, que vino a servir, no a ser servido. Y el gran servicio que ‑hoy como ayer‑ ha de prestar el sacerdote a los hombres es hablarles de Dios, hacerles a Dios presente en su vida. No me cabe la menor duda de que no hay nada más laical en un sacerdote que hablar de Dios.

Al Fundador del Opus Dei le preguntaron muchas veces sobre la mentalidad laical. Un 19.de octubre de 1972 en Madrid enun­ciaría de nuevo: yo soy anticlerical porque amo al sacerdote. Fue el suyo un anticlericalismo bueno, porque buscaba la fidelidad del sacerdote a su propia y exclusiva misión. Quería persuadirles de que los curas que no hablan de Dios son todos clericales, en el sentido peyorativo de la palabra.

Prácticamente todo en la vida del Fundador del Opus Dei iba orientado a hacer que los seglares se santificasen en su trabajo profesional ordinario: ese trabajo del que viven, del que sacan lo necesario para sostener a la familia y cumplir con sus deberes sociales. Y el ministerio sacerdotal lo enfocaba también como trabajo profesional ordinario, como un trabajo de Dios.

Mons. Escrivá de Balaguer fue un sacerdote que no hablaba más que de Dios. Era ostensible, clamorosamente patente. Y vivió también muy a fondo esa mentalidad laical que tanto pre­dicó, con todas las consecuencias prácticas que de ella se derivan: para un sacerdote, no mangonear las almas, no entrometerse en lo ajeno, respetar la libertad de las conciencias, abominar de privilegios y exenciones...

Llevó esta actitud hasta el extremo de no querer vivir de la sotana. Hubo momentos en que pasó graves apuros económicos. Entre otros muchos, cuando se trasladó a Madrid en 1927. En­tonces dio clases de Derecho romano y de Derecho canónico en la Academia Cicuéndez, por la simple razón de que necesitaba dinero para atender las necesidades económicas de su familia.

Después de la guerra de España aceptó un puesto como pro­fesor en la Escuela Oficial de Periodismo. Seguro que seguía necesitando dinero, aunque allí no debía ganar mucho. Fue a aquella Escuela para atender el ruego de un amigo, Giménez Ar­nau, entonces Director General de Prensa, y porque explicar Ética y Deontología a futuros periodistas era un modo de dar doctrina, de hablar de Dios. Ésta fue la razón fundamental de su presencia en la Escuela Oficial de Periodismo.

En la Hoja del Lunes de Madrid, escribió Pedro Gómez Apa­ricio, primer secretario de aquella Escuela: "Supongo que aún perdura el recuerdo de don Josemaría entre los que fueron sus alumnos. Su trato era sencillo, respetuoso y afable; su carácter, abierto, optimista y generoso, siempre dispuesto a un diálogo

cordial. Creo que hubiera sido un gran periodista de no absor­berle sus actividades apostólicas".

Aunque atendiese aquellos trabajos con sentido de responsa­bilidad, estaba siempre claro que no era ésa su dedicación pro­fesional. Sólo quería ser sacerdote. Muchos le animaron a pre­parar oposiciones a cátedras, pero su respuesta fue siempre nega­tiva: contestaba que así podía haber un catedrático más; pero que si era sacerdote cien por cien, si era plenamente sacerdote, habría muchos sacerdotes y muchos profesionales, y muchos obreros y muchos matrimonios santos entregados a Dios.

Desde esta perspectiva se comprende por qué insistía tanto en que los sacerdotes vistiesen el traje talar u otro hábito correcto que, cumpliendo las normas dadas por sus obispos, denotara enseguida la presencia del ministro de Cristo. Entendía el sacer­docio como un ministerio, como un servicio público, y juzgaba que los demás ‑católicos o no‑ tenían derecho a poder reconocer al sacerdote por su atuendo, para requerir sus servicios en cualquier lugar o circunstancia. Decía a los sacerdotes que se mostrasen así por deber de caridad o de justicia, pero también como consecuencia de su mentalidad laical.

Don Josemaría lo vivió, incluso heroicamente, en tiempos di­fíciles, cuando en Madrid era arriesgado andar por la calle con sotana. Después de las quemas de iglesias y conventos de mayo de 1931, sacerdotes capaces de una actuación decidida y valiente si llegaba el caso, iban ordinariamente de paisano por las calles madrileñas. El Fundador del Opus .Dei, según testimonia el Dr. Jiménez Vargas, desde que él le conoció en 1932, "nunca admitió ir de paisano. Es más, llevaba manteo, que sin duda era más llamativo ‑valga la palabra‑ que el abrigo".

Mons. Cantero, Arzobispo de Zaragoza, resumió éstos y otros rasgos del alma sacerdotal, de la personalidad entera de Mons. Escrivá de Balaguer, en la homilía que predicó en el funeral celebrado en aquella ciudad por su eterno descanso: "el equilibrio y armonía para unir en su vida y en su obra la prudencia y la audacia; el tesón de su tierra baturra y la apertura sin recovecos al pensamiento de los demás; el respeto y el amor a la libertad con la observancia de la disciplina y de la obediencia; el sentido del humor con el aguante ante la cruz del sufrimiento físico y moral; el talante de un optimismo eripedernido con la valoración de las limitaciones y miserias humanas; la fidelidad a la ortodo­xia con el hombre y la sed de la creatividad al servicio de Dios, de su Iglesia y de los hombres sus hermanos, porque amaba a Dios, a la Iglesia y a los hombres con el mismo corazón".

Y es que Mons. Escrivá de Balaguer fue, ante todo y sobre todo, un hombre de Dios: un sacerdote. "