3. El aire de familia del Opus Dei

Extraído del libro "Apuntes" sobre San Josemaría Escrivá de Balaguer, escrito por Salvador Bernal y editado por Rialp

Mucho debe todo el Opus Dei ‑no sólo la persona de su Fundador‑ a la familia Escrivá de Balaguer. Sin la educación y el cariño que el Fundador recibió en el hogar paterno, no hubiera sido posible un rasgo capital de la Obra: su ambiente de hogar, de familia cristiana sencilla y alegre, donde la caridad es también cariño.

Es el Opus Dei una organización desorganizada , plena de res­ponsable espontaneidad; no tinglado, ni regimiento, sino familia que se multiplica en razón del amor, y conserva el mismo aire cuando se hace numerosa, cuando se enriquece con la variedad de las razas y temperamentos de los hombres.

El 26 de julio de 1975 escribía el Cardenal Baggio, en el diario Avvenire de Milán, cómo en 1946 tuvo "la fortuna (le conocer a Mons. Escrivá de Balaguer y de trabar con él una permanente amistad, respetuosa y discreta, pero no por es:) menos afectuosa y profunda". Una de las cosas que impresio­naron ya entonces a Monseñor Baggio fue el aspecto externo de la sede central de la Obra, que no tiene "nada en común con las construcciones eclesiásticas del tipo convencional". Resulta un edificio más del Parioli romano, sin placas ni símbolos vistosos, con plantas y flores. El Fundador del Opus Dei le precisaba entonces cómo aquello formaba parte de la espiritualidad laical propia de la Asociación, que trata de santificar ‑hasta el heroís­mo‑ la vida ordinaria, sin alterar para nada su propia y especí­fica realidad.

Ese aire de familia correspondía al tono humano que debía tener el Opus Dei, como vio su Fundador desde el primer mo­mento. Contaba, además, con el ejemplo de sus padres, dóciles al querer de Dios, que ante la vocación del hijo, responden con generosidad, y se disponen a ayudarle en todo lo que esté en sus manos.

La ordenación sacerdotal de Josemaría, en 1925, llenó a la familia de alegría y agradecimiento a Dios. A1 mismo tiempo, doña Dolores supo aceptar la entrega que esa vocación le exigía: su hijo debía dedicarse plenamente al ministerio sacerdotal.

Más tarde, cuando prosiguió su labor sacerdotal en Madrid, le acompañaron su madre y sus dos hermanos, Carmen y San­tiago. En esta ciudad nació el Opus Dei, y llegado el momento oportuno, les explicó lo que Dios quería de él. Todo el empeño de su madre se volcó entonces, sin una vacilación, sin desmayo alguno, en secundar la Obra que Dios haría a‑ través de su hijo. Fue una entrega silenciosa, poco llamativa, pero muy eficaz. Sin su ayuda ‑declararía el Fundador del Opus Dei‑ hubiera sido difícil que saliese la Obra adelante.

A partir de 1932, vivieron en el número 4 de la calle de Mar­tínez Campos. En esa casa continuó el trabajo apostólico que don Josemaría desarrollaba entre la gente joven. Allí se formaron muchos socios del Opus Dei. Iban por las tardes a Martínez Campos, y tenían con él un rato de charla, de tertulia; muchos comenzaron allí una dirección espiritual. Al final les leía el Evan­gelio de la Misa del día, en un misal grande, y hacía un comen­tario breve, incisivo, práctico, costumbre ésta ‑el comentario del Evangelio‑ que hoy se vive en todos los Centros del Opus Dei del mundo entero al caer el día.

Poco a poco, calaba en ellos lo que debía ser su tono de familia. Sin la mano delicada de doña Dolores, esto quizá hubiera sido muy difícil, si no imposible. Los trataba como a hijos, con continuas delicadezas de madre, como guardarles unos dulces o unas golosinas.

Juan Jiménez Vargas merendó a veces en aquella casa. Puede parecer un hecho de poco relieve, pero le ayudó a entender lo que sería auténtica vida de familia en el Opus Dei. Por el tono de dis­tinción humana que había en la casa ‑aunque era material­mente modesta‑, no se advertía a primera vista el sacrificio que estas invitaciones significaban. También así iban aprendiendo a envolver la escasez de medios en formas amables. Juan Jiménez Vargas menciona cómo fue mejorando él personalmente desde un punto de vista espiritual, e incluso en corrección humana, en templanza, en finura de trato: "realmente aquello contribuía mucho a cepillarnos, tanto que algunos podemos decir que aprendimos hasta la buena educación".

Poco después se comenzó a instalar el primer Centro de la Obra ‑la Academia DYA‑, en un pequeño piso de la calle de Luchana, muy próxima a Martínez Campos, para el que doña Dolores proporcionó muchos elementos materiales de primera necesidad. Pasados los años, bastantes objetos de su casa irían a parar, también, a diversos Centros de la Obra. La familia del Fundador se desprendió incluso de su propia hacienda. Refiere la Baronesa de Valdeolivos cómo en septiembre de 1933 estuvieron todos en Fonz, al fallecer Mosén Teodoro, hermano de don José Escrivá, que era beneficiado de la casa Moner, para disponer la venta de lo que tenían, que no era poco: "Recuerdo que en el Palau, la familia tenía una finca bastante grande. En el pueblo extrañó que quisieran deshacerse de todo. Con el tiempo se piensa más: debió ser muy triste para ellos, pero fue una demos­tración palpable del desprendimiento de las cosas de la tierra".

Hubo que trabajar mucho para sacar adelante, a pesar de la escasez de medios, las primeras Residencias de la Obra en Ma­drid. Doña Dolores velaba también por su hijo y se enfadaba con él, por ejemplo, cuando le veía utilizar zapatos desechados por los residentes y recorrer con ese calzado ‑viejo, de suelas total­mente gastadas, con grandes agujeros‑ las calles de Madrid en su diaria labor apostólica. Tuvo que negarse a poner nueva piezas en las sotanas, mil veces ya recosidas.

Después de la guerra civil española ‑tres años de intenso sufrimiento para toda la familia, en los que doña Dolores guar­dó, en el colchón de su cama, escritos y documentos de la Obra, con todo el riesgo que suponía‑, atendió con su hija Carmen, a ruego de don Josemaría, lo que luego el Fundador del Opus Dei llamaría el apostolado de los apostolados: las tareas domésticas de administración de los Centros de la Obra.

Veo como Providencia de Dios ‑diría‑ que mi madre y mi hermana Carmen nos ayudaran tanto a tener en la Obra este ambiente de familia: el Señor lo quiso así.

Ellas dos se hicieron cargo de los trabajos necesarios para que pudiera funcionar en Madrid la Residencia de la calle de Jenner. Luego, en 1940, fueron a vivir a la nueva casa de Diego de León, 14.

Eran tiempos duros para todos los españoles. Una asociada del Opus Dei valora con admiración el trabajo que la madre del Fundador y, sobre todo, Carmen, sacaban adelante en aquella casa de la calle Diego de León: "Era casi increíble que hubiera conseguido chicas, y que aprendieran a hacer las cosas de la casa, y a presentarse bien. Nunca la vimos correr, aunque se movía y trabajaba con ligereza; tampoco se la veía cansada, ni despei­nada, ni con una mancha". Unos años después se hizo cargo de aquel trabajo un grupo de asociadas de la Obra, y una de ellas recuerda: "Teníamos que quedarnos a veces por la noche a hacer cuentas o a terminar trabajos pendientes. Carmen había llevado la casa sola". Se ve que la laboriosidad era mal de familia. "Por la noche, en su habitación, repasaba calcetines. No quedaba tiempo durante el día. Y como hasta los hilos para zurcir estaban difíciles de encontrar, cuando se desechaba algún par, los des­hacía, y luego cosía con esos ovillos los pares rotos".

Con su gran corazón ‑también mal de familia‑, Carmen se preocupaba siempre de que todos comieran bien, en la medida de lo posible, que era muy poco, y con alimentos baratísimos. Si veía que alguno se dejaba llevar por una sobriedad mal enten­dida, se las ingeniaba para hacerle comer. Quienes convivieron con ella la describen ‑y la descripción nos resulta familiar ­como laboriosa, recia, con un corazón grande y noble que sabía entregarse sin reservas, muy sincera ‑llamaba siempre a las cosas por su nombre‑, espontánea. Su manera de ser era tan natural, que parecía como si no se esforzara al tener con todos continuos detalles de cariño. Dejó un recuerdo imborrable.

En aquella casona de Diego de León, doña Dolores ocupaba una habitación de la segunda planta, con un mirador que se abría a la esquina con Lagasca, donde colocó pequeñas macetas, que ella cuidaba. En esa habitación ‑no grande, pero bien iluminada‑ pasó los últimos meses de su vida, trabajando in­cansablemente como había hecho siempre. Una imagen de la Virgen presenció sus últimos momentos en la tierra. Es una pin­tura italiana al óleo, con un Niño muy peinado, sonrosado y mo­fletudo, a quien la Virgen ofrece una rosa de té. Esta imagen de Nuestra Señora acogió su último sacrificio. Todo lo ofreció por la Obra: hasta su misma muerte, en 1941.

El Fundador del Opus Dei dejó a su madre enferma en Ma­drid ‑como escribió quince años después‑ para ir a Lérida a dar un curso de retiro a sacerdotes diocesanos. No conocía la gravedad porque los médicos no pensaban que la muerte de mi madre fuera inminente, o que no pudiera curarse. Ofrece tus molestias por esa labor que voy a hacer, pedí a mi madre al despedirme. Asintió, aunque no pudo evitar decir por lo bajo: ¡este hijo!...

Ya en el Seminario de Lérida, donde estaban de retiro los sacerdotes, acudí al Sagrario: Señor, cuida de mi madre, puesto que estoy ocupándome de tus sacerdotes. A mitad de los ejer­cicios, a mediodía, les hice una plática: comenté la labor sobre­natural, el oficio inigualable que compete a la madre junto a su hijo sacerdote. Terminé, y quise quedarme recogido un momento en la capilla. Casi inmediatamente vino con la cara demudada el obispo administrador apostólico, que hacía también los ejerci­cios, y me dijo: don Álvaro le llama por teléfono. Padre, la Abuela ha muerto, oí a Álvaro.

Volví a la capilla, sin una lágrima. Entendí enseguida que el Señor mi Dios había hecho lo que más convenía: y después lloré, como llora un niño, rezando en voz alta ‑estaba solo con Él- ­aquella larga jaculatoria, que tantas veces os recomiendo: fiat, adimpleatur, laudetur... iustissima atque amabilissima voluntas Dei super omnia. Amen. Amen. Desde entonces, siempre he pen­sado que el Señor quiso de mí ese sacrificio, como muestra externa de mi cariño a los sacerdotes diocesanos, y que mi madre especialmente continúa intercediendo por esta labor.

Era el 22 de abril de 1941. Don Josemaría acudió al gober­nador civil de Lérida, al que conocía de Zaragoza, pues muchas veces le había acompañado a hacer catequesis por Casablanca:

‑Oye, Juan Antonio, se ha muerto mi madre. ¿Cómo podría yo llegar pronto a Madrid?

‑Ahora va el coche mío, con el chófer.

Llegó a Madrid a las tres de la mañana. El cadáver de su madre reposaba ante el altar del oratorio, convertido en capilla ardiente. Lloró como un niño, como un hijo pequeño que ha per­dido a su madre. A esa madre a la que no había podido acom­pañar a la hora de la muerte, porque el Señor le pidió ese sacri­ficio, por amor a los sacerdotes.

Distinta fue, en cambio, la muerte de su hermana Carmen. Pudo estar junto a ella, en Roma, cuando Dios se la llevó. Carmen había llegado a la Ciudad Eterna ya muy experimentada en las renuncias, en los detalles de entrega, y mantenía su buen humor y sencillez de siempre. También sencillamente, porque era Voluntad divina, supo acoger la realidad de la muerte con acep­tación serena y alegre. Después de una enfermedad muy penosa, que duró dos meses desde que se diagnosticó, sufrió una agonía de cuarenta y seis horas en la que nunca perdió la unión con Dios. Guiada por su hermano y por don Álvaro del Portillo, hizo de su agonía una oración continua: "Estamos todos contigo ‑le decía don Álvaro en los momentos anteriores a su muerte‑. Y sobre todo está Dios, que es quien te da la fuerza. Toda tu vida has estado trabajando por Dios, y ahora vas a encontrarte con Él".

Murió en la madrugada del 20 de junio de 1957, festividad del Corpus Christi. Poco tiempo antes, a mediados de abril, los médicos habían diagnosticado un cáncer sin curación posible. Recibió la noticia "como una persona santa del Opus Dei"; así dijo don Álvaro al Fundador de la Obra. Y desde ese momento, con paz y con alegría, comenzó a prepararse para bien morir. "Cuando supimos de su enfermedad ‑escribió años más tarde un socio de la Obra‑, la cuidamos como a nuestra madre, acompañándola y haciendo cuanto estaba en nuestra mano para que fueran más llevaderos esos días de vida que le quedaban". Se pidió a Dios el milagro: "Señor, si quieres, puedes". Ella re­zaba "para que se cumpliera la Voluntad de Dios". Y todos, con el corazón apretado, aceptaban lo que el Señor dispusiera, repi­tiendo: Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios sobre todas las cosas. Amén. Amén. La fe del Fundador del Opus Dei quedó confortada por una dedada de miel que recibió de Dios, y que dejó consignada ‑por tratarse de un hecho sobrenatural‑ en un documento que escribió y dejó en sobre cerrado, con la orden de que no se abriera hasta después de su muerte. Los socios de la Obra le oyeron aquellos días:

Se acabaron las lágrimas en el momento en que muro; ahora estoy contento, hijos míos, agradecido al Señor que se la ha lle­vado al cielo; con el gozo del Espíritu Santo. Me tenéis que dar la enhorabuena, porque ya está en el cielo. Estaba ilusionada con irse al cielo, ilusionadísima. Ya nos está encomendando.

Había cesado su dolor y el sufrimiento de los que con tanto cariño la habían acompañado. La expresión de paz que ilumina­ba su rostro era reflejo de su vida de entrega serena y sacrificada al servicio de Dios. Sus restos reposan hoy, muy cerca de los de su hermano Josemaría, en la cripta del oratorio de Santa María de la Paz, en la sede central del Opus Dei. Y es bien justo que sea así, porque ella ‑sin ser del Opus Dei‑ fue también cimiento auténtico de la Obra.