2. El ejemplo de un hogar cristiano

Extraído del libro "Apuntes" sobre San Josemaría Escrivá de Balaguer, escrito por Salvador Bernal y editado por Rialp

Madrid, 1 de octubre de 1967, domingo. El Fundador del Opus Dei se reúne por la mañana con los padres de los alumnos de Tajamar (Vallecas). Les habla de ilusiones de juventud, de amor de Dios, de cariño, de trabajo, de hogares de familia, de esos hogares vuestros que yo bendigo con las dos manos, como bendigo el hogar ‑que ya se fue‑ de mis padres.

Monseñor Escrivá de Balaguer llevó siempre dentro del cora­zón aquel hogar, y agradeció especialmente a sus padres que hicieran posible su vocación. Aunque don José no llegó a conocer los planes que Dios reservaba a su hijo, sin embargo, con el ejemplo de su vida la Providencia divina formó al Fundador del Opus Dei, desde niño, para la misión que iba a confiarle en 1928.

Más de una vez se referiría a aquel hogar, que preparó la tierra donde fructificaría la semilla de la llamada de Dios: Nues­tro Señor fue preparando las cosas ‑apuntaba en 1970‑ para que mi vida fuese normal y corriente, sin nada llamativo.

Me hizo nacer en un hogar cristiano, como suelen ser los de mi país, de padres ejemplares que practicaban y vivían su fe, dejándome una libertad muy grande desde chico, y vigilándome al mismo tiempo con atención. Trataban de darme una forma­ción cristiana, y allí la adquirí más que en el colegio, aunque desde los tres años me llevaron a uno de religiosas, y desde los siete a otro de religiosos.

Ante todo, le enseñaron lo que es un hogar auténticamente cristiano: Se querían mucho ‑resumía en Chile el 4 de julio de 1974‑, y sufrieron mucho en la vida, porque el Señor me tenía que preparar a mí (...). Los vi siempre sonrientes. No se hacían arrumacos delante de nosotros, pero se palpaba el cariño. Y yo puedo decirlo ahora por los cinco continentes, con agrade­cimiento; y añadir, como me oísteis el otro día, que soy paterna­lista.

Pocos días antes, en Buenos Aires, le habían preguntado por qué repetía que bendice el amor humano con sus dos manos de sacerdote. Empezó citando unos textos de la Sagrada Escritura, y se extendió en la respuesta:

(...) Y yo no puedo menos de bendecir ese amor humano, que el Señor me ha pedido a mí que me lo niegue. Pero lo amo en los demás, en el amor de mis padres, en el vuestro, en el de los cón­yuges entre sí. Ahora, ¡quereos de verdad! Y como os aconsejo siempre: marido y mujer, pocas riñas. Más vale no enredar con la felicidad. Ceded vosotras un poquito. Él cederá también.

Desde luego, delante de los hijos, no riñáis jamás; que los niños se fijan en todo, y forman enseguida su juicio (...).

Suelo decir con mucha alegría que yo soy paternalista. Mirad­me bien, que os pareceré antediluviano. Soy paternalista, porque tengo un recuerdo maravilloso de mi padre y de mi madre. No les vi reñir nunca. Se querían mucho..., luego reñían: es evidente. Pero reñían cuando no estábamos los hijos delante. Y tam­poco se hacían simplezas; algún beso. Tened pudor delante de los hijos (...).

Aprendió así una gran lección: la del cariño, profundamente humano y sobrenatural. Pero no fue, ni mucho menos, la única. Buena parte de las virtudes humanas, sin las cuales un camino de santidad en medio del mundo sería ininteligible, las vivió desde niño el Fundador del Opus Dei en el hogar de sus padres.

Ellos le ayudaron, por ejemplo, a administrar la libertad y a respetar la de los demás, con su comprensión ante los errores, que corregían cuando era necesario. Nunca me imponían su vo­luntad, elogió muchas veces. Supieron hacerse amigos de sus hijos, como explicaba a un grupo numeroso de matrimonios en Buenos Aires en junio de 1974:

Me da mucha alegría decir que no recuerdo que mi padre me pegara más que en una ocasión. Era muy pequeñín, muy pe­queñín. Fue una de las pocas veces que me sentaba a la mesa con los mayores, en una de aquellas sillas altas. Debió de ser una tozudez mía. Yo soy muy tozudo, soy aragonés: y eso, llevado a lo sobrenatural, no tiene importancia; al contrario, es bueno, porque hay que insistir en la vida interior, ¿verdad? Total, que me dio un... ¿eh?

(Y hacía el gesto de dar un cachete).

No me volvió a tocar en la vida; nunca más: siempre me trató con dulzura, y me vino muy bien. Tengo un recuerdo encantador de mi padre, que se hizo amigo mío. Y por eso, yo aconsejo lo que he vivido: haceos amigos de vuestros hijos.

Otra manifestación práctica de cómo le enseñaron a adminis­trar su libertad era tenerle corto de dinero, cortísimo, pero libre. En cambio, su padre se preocupaba mucho por el bienestar de las personas que trabajaban a sus órdenes, y tenía con todos los necesitados un recio sentido de la caridad. Era muy limosnero, resumía el Fundador del Opus Dei, para indicar su modo de vivir la pobreza y la caridad cristianas.

De él recibió también un continuo ejemplo de laboriosidad. Le vio gastarse día tras día, incansablemente, con una sempiter­na sonrisa, primero en aquellos negocios de Barbastro, luego en Logroño, sin cesar en el empeño por el bien espiritual y material de su familia. Fue cumplidor, puntual. Nunca regateó esfuerzos en servicio de los demás y, al mismo tiempo, afrontó con temple y buen humor las contradicciones de la vida, también las grandes y difíciles de soportar. Siempre sereno, como quitando importancia a las cosas.

Los padres de Josemaría supieron rendirse generosamente a la voluntad de Dios. Llevaron sin una queja, como hemos visto, las pruebas que la Providencia divina permitió. El Espíritu Santo preparaba así, escondidamente, al Fundador del Opus Dei, que, andando los años, aceptaría humildemente:

Yo he hecho sufrir siempre mucho a los que tenía alrededor. No he provocado catástrofes, pero el Señor, para formarme a mí, que era el clavo ‑perdón, Señor‑, daba una en el clavo y ciento en la herradura. Y vi a mi padre como la personificación de Job. Le vi sufrir con alegría, sin manifestar el sufrimiento. Y vi una valentía que era una escuela para mí, porque después he sentido tantas veces que me faltaba la tierra y que se me venía el cielo encima, como si fuera a quedar aplastado entre dos planchas de hierro.

La vida de los Escrivá fue humanamente difícil. Dios quería que el Opus Dei naciera sin apoyos ni asideros terrenos, como reconocería, firmemente convencido, su Fundador:

Mi padre se arruinó totalmente, y cuando el Señor quiso que yo comenzara a trabajar en el Opus Dei, yo no tenía ni una virtud, ni una peseta; no tenía más que la gracia de Dios y buen humor. ¿Veis qué bueno fue esto? Ahora quiero más a mi padre, y doy gracias a Dios de que no le fuera nada bien en los negocios, porque así sé lo que es la pobreza; si no, no lo hubiera sabido.

Siento un orgullo santo: amo a mi padre con toda mi alma, y estoy seguro de que goza de un cielo muy alto porque supo llevar toda la humillación que supone quedarse en la calle, de una manera tan digna, tan maravillosa, tan cristiana.

De igual manera, la Providencia divina' se sirvió de esta familia para que Mons. Escrivá de Balaguer aprendiera, ya desde muy niño, a querer a Dios y a su Madre Santa María, y se en­caminara con toda normalidad por los senderos de la oración cristiana. El amor humano fue cauce del amor de Dios. El Fun­dador del Opus Dei lo subrayaría en infinidad de ocasiones, para hacer ver cómo debe ser el trato del alma enamorada con su Dios:

Cuando hay amor, me atrevería a afirmar que no hace falta ni siquiera hacer propósitos. Mi madre nunca hizo propósitos de quererme, ¡y hay que ver qué detalles de cariño tenía conmigo!

También ella fue un ejemplo vivo de laboriosidad, verdade­ramente decisivo para quien debía predicar los cristianos en su trabajo ordinario:

No recuerdo haberla visto nunca desocupada; siempre estaba atareada en alguna cosa: hacía una labor de punto, cosía o reco­sía prendas de ropa, leía... No tengo memoria de haber visto jamás a mi madre ociosa. Y no era una persona rara: era una persona corriente, amable (...) Era una buena madre de familia, de familia cristiana, y sabía aprovechar el tiempo.

El Fundador del Opus Dei solía poner, como criterio para vivir cristianamente desprendidos de los bienes materiales, usar­los como lo hace un padre de familia numerosa y pobre. Así lo hicieron sus padres: llevaron siempre su casa con espíritu de tra­bajo y detalles de buen orden. Cuando, a partir de un determina­do momento, tuvieron menos medios económicos, continuaron viviendo dignamente, con buen gusto, sin que se advirtieran las carencias, porque suplían con imaginación, cariño y picardía la falta de grandes cosas.

Pero desde siempre habían hecho notar a sus hijos la impor­tancia de hacer durar las cosas, para ahorrar gastos innecesarios; de pensar muy bien, con sentido común, cualquier compra, "sin alargar el brazo más que la manga"; de aprovechar hasta las cosas aparentemente menos aprovechables: "con los hilos que se tiran, el demonio hace una soga", enseñó doña Dolores a su hija Carmen cuando aprendía a coser en Barbastro...

Una anécdota compendia su señorío en la vida de familia. El postre tradicional del Viernes de Dolores eran crespillos, hojas de espinacas rebozadas con una crema de huevo, harina y leche, fritas en poco aceite y espolvoreadas con azúcar. Se servían abun­dantes, muy calientes, con mucho azúcar, en una fuente grande de porcelana, cubierta con una servilleta de hilo blanco. A doña Dolores le gustaban mucho los crespillos, pero comprendía que no los podía hacer servir con frecuencia: y eligió el día de su santo. Era un acontecimiento en la casa, que esperaban los hijos con mayor ilusión que los dulces más caros del mundo.