Nuevos fieles del Opus Dei

"La fundación del Opus Dei". Libro escrito por John F. Coverdale, en el que narra la historia del Opus Dei hasta 1943.

Un día de finales de enero de 1935, Pedro Casciaro, murciano, estudiante de Arquitectura, fue a DYA invitado por un amigo. Casciaro no tenía ningún interés en conocer a Escrivá ni a ningún “alzacuellos”, como solía llamar a los sacerdotes. Estaba bautizado y había recibido una instrucción religiosa elemental de labios de su madre. Sin embargo, compartía la actitud de su padre, quien acompañaba a su esposa los domingos a Misa, pero no quería tener nada que ver con el clero. Casciaro aceptó ir a DYA, principalmente por curiosidad y con el firme propósito de no hablar de nada personal con Escrivá.

Le sorprendió agradablemente el buen gusto de la decoración de la academia y su aire cálido y acogedor. Se sintió completamente desarmado por la alegría y buen humor contagioso de Escrivá y por el interés que el joven sacerdote mostró por él. Después de unos minutos, se encontró vaciando su alma y, al final de la conversación, le pidió que fuera su director espiritual, aunque apenas tenía una ligera idea de qué era un director espiritual.

Con el paso de los meses, Escrivá animó a Casciaro a practicar las virtudes humanas y a adquirir una vida interior de oración y sacrificio. También necesitaba remediar las serias lagunas que tenía sobre la Iglesia y sus enseñanzas. Por ejemplo, en su primera visita al oratorio de DYA, Casciaro ni siquiera se había dado cuenta de que no había sagrario. Cuando el Padre se lo hizo notar, Casciaro preguntó si el Santísimo Sacramento se solía guardar por la noche en las iglesias.

Casciaro empezó a asistir a los círculos que daba el Padre. En sus memorias lo recuerda: “Semana tras semana, sábado tras sábado, Círculo tras Círculo, nos iba moviendo a realizar un intenso apostolado con nuestros compañeros, nos enseñaba a amar a Dios y nos alentaba a llevar una profunda vida cristiana. Era patente que lo que nos decía no procedía sólo del estudio o de su profundo conocimiento de las almas, sino, sobre todo, de su profunda vida interior y de su oración. (...) El Padre aludía con frecuencia en aquellas charlas al ‘fuego del amor de Dios’: nos decía que teníamos que pegar este fuego a todas las almas, con nuestro ejemplo y nuestra palabra, sin respetos humanos; y nos preguntaba si no tendríamos entre nuestros amigos algunos que pudieran entender la labor de formación que se llevaba a cabo en la residencia” [1] .

Entre las cosas que llamaban la atención a Casciaro sobre el Padre estaban “su alegría, su buen humor constante, su don de gentes verdaderamente excepcional y su profundo amor a la libertad” [2] . Esto último era especialmente importante para Casciaro: “Yo era muy independiente. Esa independencia era un fruto natural de mi carácter y del clima de gran libertad en el que había sido educado. Quizá por eso, ese amor a la libertad de las conciencias que enseñaba el Padre me agradó especialmente. Nos recordaba siempre que el amor a la libertad consiste, antes que nada, en defender la libertad de los demás.

El Padre me fue mostrando las exigencias de la vida cristiana sin encorsetarla, sin asfixiarla en normas rígidas, o en cuadrículas mentales predeterminadas. Me ayudó a llevar una vida de piedad cada vez más intensa sin recortar nunca, ni ahogar -al contrario, las potenció- ninguna de mis legítimas aspiraciones humanas” [3] .

Se aproximaban las vacaciones de verano y Casciaro había hecho importantes progresos en su vida interior. Intentaba ayudar a sus amigos y compañeros a vivir una vida más cristiana. Ni Escrivá ni nadie de DYA le había sugerido la posibilidad de pertenecer a la Obra; ni siquiera le habían explicado que algunos de aquellos jóvenes dedicaban sus vidas a Dios en celibato apostólico. Casciaro se sentía satisfecho con el progreso que había hecho y no pensaba nada más. Estimaba que había “llegado al tope, al ‘techo’ espiritual más alto al que podía aspirar...” [4] .

Durante el largo y ocioso verano, pasado con su familia en la provincia de Alicante, la hoja informativa que recibía de DYA y algunas notas sueltas del Padre le ayudaron a mantener una cierta vida de piedad. En la hoja del mes de agosto se leía: “Seguid perseverantes en la oración y en el estudio: así es seguro que, dentro del próximo curso, el Señor dará a nuestro apostolado un impulso que supere nuestras esperanzas. No olvidéis que hay mucho por hacer... y que sería penoso oír a Jesús, diciendo como el paralítico de la piscina probática: ‘Non habeo hominem!’. No encuentro hombres capaces de ayudarme...” [5] .

Casciaro empleó parte de su tiempo de verano en estudiar inglés para poder extender el apostolado a otros países: “Yo, a pesar de no ser del Opus Dei, ya me sentía parte, de alguna manera, no de un pequeño grupo circunstancial, sino de una labor apostólica naciente que duraría siempre. El Padre nos hacía partícipes de su ansia universal de apostolado y nos hacía rezar por esa futura expansión. Sabíamos que el aprendizaje de esos idiomas -alemán, ruso...- al que nos urgía tanto, tenía una poderosísima razón apostólica: había que extender el Opus Dei por los cuatro puntos cardinales” [6] .

Cuando Casciaro volvió a Madrid en septiembre, notó que su compañero, estudiante de Arquitectura que le había llevado a DYA y que había pasado todo el verano en Madrid, parecía pensativo. Cuando le preguntó qué sucedía, la respuesta fue que estaba intentando aclarar si Dios le pedía que fuera miembro del Opus Dei.

Casciaro inmediatamente empezó a preguntarse si Dios le llamaba al Opus Dei. Cuando suscitó la cuestión por primera vez, Escrivá le aconsejó que reconstruyera su vida de oración y sacrificio que había dejado enfriarse durante el verano, y que se esforzara seriamente en los estudios, dejando sus preocupaciones vocacionales en manos de Dios.

A comienzos del año académico, otro estudiante de Arquitectura, Francisco Botella, quien como Casciaro combinaba esos estudios con la licenciatura en Ciencias Exactas, le pidió que le presentara al Padre. Poco después, Botella empezó a asistir a círculos en DYA y a tener dirección espiritual con Escrivá.

El día de retiro mensual de noviembre tuvo como tema central la vocación. Escrivá utilizó para la primera meditación el pasaje del evangelio del joven rico a quien Cristo invitó a seguirle, pero que se fue triste porque no quiso abandonar sus posesiones. Botella recuerda que el Padre habló sobre sacrificio, la Cruz del Señor y la mortificación y animó a los estudiantes a buscar apoyo y fortaleza en Nuestra Señora.

Después del día de retiro, Casciaro pidió a Escrivá pertenecer al Opus Dei, pero éste le aconsejó que esperara un mes o algo así y que mientras tanto profundizara su vida espiritual. Casciaro no quería esperar tanto y regateó con el Padre hasta llegar a nueve días. Escrivá le aconsejó que hiciera una novena al Espíritu Santo en la que pidiera luz para discernir la Voluntad de Dios. Pero nueve días seguían siendo demasiado tiempo para Pedro, quien finalmente logró que Escrivá aceptara una espera de sólo tres días, durante los cuales el Padre le urgió: “Encomiéndate al Espíritu Santo y obra en libertad, porque donde está el Espíritu del Señor allí hay libertad” [7] . Después de los tres días escribió una carta al Padre para pedirle la admisión al Opus Dei.

En los días de espera, Casciaro había preguntado a su amigo Botella qué pensaba de su deseo de incorporarse al Opus Dei. Botella, que desde hacía tiempo tenía la sensación de que Dios le pedía algo, no le dio ningún consejo, pero unos días después él mismo pidió ser admitido en el Opus Dei.

En julio, unos meses antes que Casciaro y Botella, había pedido la admisión Álvaro del Portillo, estudiante de Ingeniería de Caminos. Del Portillo era un joven apuesto y atlético, de familia acomodada y aficionado a los toros. Escrivá rezaba por él desde 1931 cuando una tía suya, voluntaria en el Patronato de Enfermos, le habló de su sobrino Álvaro cuando Escrivá le preguntó si conocía a buenos estudiantes que pudieran interesarse en las actividades apostólicas que pensaba organizar.

Al contrario que Casciaro, del Portillo había recibido una esmerada educación religiosa e iba a Misa y rezaba el Rosario casi a diario, aunque manifestaba poco interés por las asociaciones religiosas de estudiantes, altamente politizadas y muy abundantes en Madrid durante esos años. En el año académico 1933-34, del Portillo y otros estudiantes participaban en las actividades de la Conferencia de San Vicente de Paúl en Vallecas, barriada extremadamente pobre en las afueras del Madrid de entonces. Allá acudían regularmente para enseñar catecismo a los niños e intentar aliviar los sufrimientos de los pobres y enfermos.

Algunos trabajadores socialistas y anarquistas que vivían en el barrio detestaban esas visitas y decidieron dar una lección a los estudiantes. El domingo 4 de febrero de 1934, el grupo de jóvenes que iba calle abajo por la vía principal de Vallecas notó que en los balcones de las casas había mucha más gente que de costumbre. Parecían esperar que sucediera algo. Pronto descubrieron de qué se trataba: un grupo de quince o veinte hombres les atacó brutalmente. A uno le arrancaron la oreja, a Álvaro le golpearon en la cabeza con una llave inglesa y le hicieron una gran brecha. Los estudiantes lograron escapar lanzándose a la estación de metro vecina y cogiendo un tren a punto de salir.

El médico de urgencias que prestó a del Portillo los primeros auxilios fue negligente y la herida se infectó. Tuvieron que pasar tres meses antes de que Álvaro se recuperara del todo de aquel ataque.

Otro estudiante que también acudía a las Conferencias de San Vicente de Paúl presentó a del Portillo a Escrivá en febrero de 1935. Su primera entrevista sólo duro unos minutos, pero antes de que concluyera quedaron citados para verse unos días después. Cuando del Portillo llegó para la cita, Escrivá no estaba y no había dejado mensaje.

No se volvieron a ver hasta comienzos del verano. Del Portillo estaba a punto de marcharse de vacaciones de verano y decidió despedirse de Escrivá antes de viajar. Esta vez pudieron hablar largo y tendido. Escrivá le sugirió que retrasara su salida un día para asistir al retiro que tendría lugar al día siguiente en la residencia. Del Portillo no sabía en qué consistía un día de retiro y no tenía ganas de asistir, pero accedió. Aunque sólo habían hablado una vez con profundidad, Escrivá vio que del Portillo podía entender el Opus Dei. Durante el día de retiro uno de los miembros de la Obra le explicó la vocación al Opus Dei, y él, inmediatamente, pidió la admisión. Era el 7 de julio de 1935.

Hasta ese día el procedimiento para pertenecer a la Obra había sido comunicar verbalmente a Escrivá el deseo de ser admitido. En esta ocasión, sin embargo, Escrivá indicó a del Portillo que le escribiera una breve carta. A partir de entonces, éste sería el procedimiento para pedir la admisión en el Opus Dei. La carta de Álvaro era corta e iba al grano, no decía más que que él había conocido el espíritu de la Obra y quería formar parte de ella.

Para aprender más sobre su vocación, del Portillo decidió quedarse en Madrid durante el verano. Para atenderle, Escrivá anuló sus planes de pasar unos días en casa del vicario general de Madrid. Tras un año de intensísimo trabajo, el Padre necesitaba un descanso. Además de sus deberes como rector de Santa Isabel y de visitar a los enfermos, llevaba el peso del apostolado del Opus Dei. Predicaba meditaciones y días de retiro, daba círculos y atendía espiritualmente a muchos y trabajaba continuamente para fomentar el espíritu de familia en la residencia. Visitaba a gente para pedirle dinero para DYA. Sustituía a un profesor enfermo, lavaba los platos, barría los suelos. Además, escribía largas cartas personales, instrucciones internas para los miembros de la Obra y libros para el gran público. A comienzos de verano estaba tan agotado -y se le notaba- que el vicario general se empeñó en que se tomara unos días de descanso, pero él decidió quedarse para dar a del Portillo la primera formación sobre el espíritu del Opus Dei.

Como del Portillo no había asistido a los círculos que se habían dado a lo largo del año, se los repetiría durante el verano. Años depués, del Portillo recordaba: “Me explicó el espíritu de la Obra y me aconsejó que rezara muchas jaculatorias, comuniones espirituales..., y ofreciese abundantes mortificaciones pequeñas a lo largo del día. Al hablarme de las jaculatorias, me comentó: hay autores espirituales que recomiendan contar las que se dicen durante la jornada, y sugieren usar judías, garbanzos o algo por el estilo; meterlas en un bolsillo, e irlas pasando al otro cada vez que se levanta el corazón a Dios, con una de esas oraciones. Así pueden saber cuántas han dicho exactamente, y ver si ese día han progresado o no. El Padre añadió: yo no te lo recomiendo, porque existe también el peligro de la vanidad o soberbia. Más vale que lleve la contabilidad tu Ángel Custodio” [8] .

A las pocas semanas se incorporó al círculo José María Hernández de Garnica. Había acudido regularmente a DYA desde su primera visita en otoño de 1934. Durante el año había asistido a círculos y recibido dirección espiritual del Padre. El 28 de julio pidió la admisión en el Opus Dei.

A finales del curso 1934-35 DYA había superado las dificultades del inicio. Se habían ocupado todas las plazas de la residencia. La academia contaba con un total de 125 alumnos inscritos en diversas asignaturas. El local estaba abarrotado y encontrar una habitación libre donde dar un círculo o, sencillamente, donde hablar en privado constituía un reto. Escrivá solía impartir la dirección espiritual paseando por Madrid, no tanto porque le gustara caminar, sino porque no tenía sitio donde meterse en DYA.

Aunque aún estaba cercano el desastre del año anterior, decidió ampliar DYA. No quedaban más pisos disponibles en el edificio, pero encontraron uno en el bloque contiguo. De nuevo la menguada herencia de la familia Escrivá sirvió para alquilar el apartamento del número 48 de la calle Ferraz. En septiembre de 1935 trasladaron allá la academia y dejaron para residencia todo el antiguo local.

* * *

A finales de 1935, el Opus Dei parecía madurar. Más importante que el éxito de DYA era el hecho de que el número de fieles del Opus Dei crecía despacio, pero firmemente. Entre los estudiantes y jóvenes profesionales que pertenecían a la Obra había un núcleo sólido que entendía bien lo que Dios quería de ellos. Eran hombres de talento y carácter, muchos de los cuales serían punteros en sus profesiones. Tenían gran fe en Dios y en la Obra y estaban dispuestos a sacrificarse por cumplir su misión. Se estaban convirtiendo rápidamente en hombres de oración, en “contemplativos en medio del mundo”. Escrivá planeaba ya la expansión del Opus Dei fuera de Madrid y a otros países.

[1] Pedro Casciaro. SOÑAD Y OS QUEDARÉIS CORTOS. Ediciones Rialp. Madrid 1994. p. 32

[2] Ibid. p. 33

[3] Ibid. p. 33

[4] Ibid. p. 34

[5] Ibid. p. 38

[6] Ibid. p. 39

[7] Ibid. p. 46

[8] AGP P01 1985 p. 833