En el hogar de Escrivá y en los hospitales y chabolas de Madrid

"La fundación del Opus Dei". Libro escrito por John F. Coverdale, en el que narra la historia del Opus Dei hasta 1943.

Además de llevar la dirección espiritual de los miembros de la Obra y de otras personas, Escrivá organizó clases y tertulias informales. Tenían lugar en el piso de la calle Martínez Campos que había alquilado para su familia en diciembre de 1932. Al celebrar dichas reuniones en su casa, donde solían estar su madre, su hermana y su hermano, le resultaba fácil fomentar el espíritu de familia entre aquellos jóvenes. El Opus Dei se convertía, realmente, en una prolongación de su propia familia.

Esto constituía una pesada carga para su propia familia. La llegada de la pequeña tropa de estudiantes no sólo alteraba la paz y tranquilidad del hogar, sino que sus pobres provisiones solían desaparecer al convertirse en merienda de los invitados. “Los chicos de Josemaría se lo comen todo” se quejaba Santiago, de 14 años. Sin embargo la madre de Escrivá, doña Dolores, y su hermana, Carmen, recibían con alegría a los huéspedes y los trataban con tal cariño y afecto que los jóvenes miembros de la Obra, que se referían a Escrivá llamándole Padre, pronto empezaron a llamarlas Abuela y Tía Carmen.

Escrivá invitaba a los jóvenes de la Obra y a otros chicos que se reunían a su alrededor a visitar enfermos en los hospitales y a enseñar el catecismo en barriadas pobres de Madrid. El ambiente cada vez más violentamente anticlerical de los hospitales y chabolas donde daban la catequesis hacía que la tarea fuese dura, peligrosa en ocasiones: en mayo de 1933 un grupo de hombres atacó el colegio de religiosas donde Escrivá y los estudiantes daban catequesis los domingos, en el barrio de Los Pinos. Mientras los hombres echaban gasolina sobre las puertas, un grupo de mujeres les animaba gritando: “Que no quede una viva, son ocho; matadlas a todas” [1] . La policía llegó y dispersó a la muchedumbre antes de que causaran daños, pero sólo los estudiantes más valientes y generosos estuvieron dispuestos a continuar con la catequesis. En los hospitales los incidentes eran menos dramáticos, pero la suciedad y los olores nauseabundos ponían a prueba a los jóvenes, y los pusilánimes y poco generosos dejaban de acudir. El contacto con la miseria, la ignorancia y el sufrimiento enseñaba a los que perseveraban a vivir la caridad, a olvidar sus propias necesidades y a dedicarse a los demás.

Además de acompañar a los estudiantes a los hospitales, Escrivá dedicaba muchas horas a visitar enfermos y a administrarles los sacramentos. Su fe ardiente, su optimismo y buen humor llevaban alegría a aquellos que no tenían otras razones para ser felices. Una de las monjas que trabajaba en el Hospital del Rey recordaba que los pacientes le esperaban con alegría. Cuenta que “cuando venía a confesar y ayudar, con su palabra y su orientación, a nuestros enfermos les he visto esperarle con alegría y esperanza. Les he visto aceptar el dolor y la muerte con un fervor y una entrega, que daban devoción a quienes les rodeábamos” [2] . Otra monja recuerda que, gracias a la ayuda de Escrivá, “los enfermos que morían en el Hospital no tenían miedo a la muerte. La miraban cara a cara y hasta la recibían con alegría” [3] . Su alegría contagiosa hizo que algunas mujeres volvieran a preocuparse por su aspecto, como detalle de atención hacia las demás mujeres del pabellón, peinándose y volviendo a utilizar el maquillaje que habían abandonado en un momento de depresión y desánimo.

Escrivá era consciente de la hostilidad de parte del personal del hospital y del peligro de sufrir el mismo final que don José María Somoano. También corría el riesgo de contraer alguna enfermedad infecciosa al confesar a tantos pacientes tuberculosos. Sin embargo, se lanzó con buen ánimo a su tarea sacerdotal de cuidar a los enfermos y continuamente les urgía a rezar y ofrecer sus sufrimientos por sus intenciones.

[1] Andrés Vázquez de Prada. Ob. cit. p. 482-483

[2] Ibid. p. 437

[3] Ibid. p. 437