Sin sitio en Zaragoza

"La fundación del Opus Dei". Libro escrito por John F. Coverdale, en el que narra la historia del Opus Dei hasta 1943.

En 1920 Zaragoza era una gran diócesis sin escasez de clero. A los sacerdotes recién ordenados se les asignaba, ordinariamente, a parroquias grandes de la ciudad, donde podrían aprender de sacerdotes con experiencia. Tal encargo habría permitido a Escrivá permanecer con su familia y sacarla adelante dando clases particulares a estudiantes.

El día de su Primera Misa, sin embargo, Escrivá recibió el encargo de trasladarse a Perdiguera, un pueblo agrícola con menos de mil habitantes, situado en una de las zonas más atrasadas del norte de España. Perdiguera estaba a 20 kilómetros de Zaragoza, pero sólo se podía llegar allí en coche de línea tirado por mulas, así que Escrivá quedó apartado de su familia. El pueblo era tan pequeño que no tuvo oportunidad de obtener ningún ingreso fuera de los estipendios que recibiría por la celebración de sacramentos.

El párroco titular había caído enfermo y había dejado el pueblo, así que Escrivá se encontró solo en ese lugar donde no conocía a nadie. A pesar de que la parroquia tenía una rectoría, todavía estaba llena de los muebles del párroco titular y de sus pertenencias. Escrivá se alojó con una familia del pueblo. Su primera tarea fue limpiar la iglesia, que estaba muy sucia. Después, con ayuda del sacristán y de su hijo, emprendió la tarea de conocer a sus nuevos parroquianos. En el transcurso de las siguientes semanas visitó a casi todas las doscientas familias que formaban la parroquia, especialmente aquéllas donde había alguien enfermo y guardando cama.

A pesar de que había pocos asistentes, Escrivá cantaba Misa todos los días y oficiaba la Bendición con el Santísimo Sacramento cada tarde. Los jueves dirigía la Hora Santa. Cada tarde permanecía horas en el confesionario, leyendo su breviario y esperando a los penitentes. Sus horas de oración delante del Santísimo Sacramento y su negativa a pasar las tardes jugando a las cartas con “las fuerzas vivas” del pueblo pronto hicieron que algunos le llamaran “el místico” o “la rosa mística”, como alguno de sus compañeros de seminario había hecho.

Escrivá organizó las catequesis de primera comunión. Uno de los niños de la familia con la que se alojaba no podía asistir a las clases porque pasaba todo el día pastoreando las cabras de la familia. Escrivá le daba clases particulares por la tarde. Un día Escrivá le preguntó qué haría si fuera rico. “¿Qué es ser rico?”, dijo el chico. Cuando Escrivá le explicó que ser rico significaba tener mucho dinero, montones de ropa, vacas gordas y cabras de piel reluciente, los ojos del chico se encendieron y respondió: “Me comería ¡cada plato de sopas con vino (...) Al oír la respuesta, concluyó pensando para sus adentros: Josemaría, está hablando el Espíritu Santo. Porque todas las ambiciones de este mundo, por grandes que sean, no pasan de ser un prosaico plato de sopas, nada que valga realmente la pena” [1] .

Escrivá permaneció algo menos de dos meses en Perdiguera, y volvió a Zaragoza el 18 de mayo de 1925. A su regreso, sin embargo, encontró que no tenía nuevo destino. A pesar de sus repetidas peticiones de un nuevo encargo pastoral, los funcionarios de la diócesis no le hicieron caso. Si el cardenal Soldevilla, que le había nombrado prefecto del seminario, estuviera vivo, Escrivá no habría tenido problemas. Sin embargo, el cardenal había sido asesinado por un pistolero anarquista, en medio del clima de violencia política reinante en Zaragoza. Escrivá no pudo acercarse al sucesor de Soldevila, el obispo Doménech, y sus tíos usaron de su influencia en las oficinas diocesanas para impedir que le asignaran un nuevo encargo pastoral.

Para mantener a su familia, Escrivá comenzó a dar clases particulares a estudiantes. Si esto apenas era suficiente para mantenerse él mismo, cuánto menos para mantener a los suyos. Finalmente, en mayo de 1925, encontró un puesto a tiempo parcial como capellán de la iglesia de San Pedro Nolasco, que atendía la Compañía de Jesús y era conocida popularmente como iglesia del Sagrado Corazón. Esto le dio muchas oportunidades de ejercer su ministerio sacerdotal, pero no resolvió su problema económico. Las cinco pesetas que ganaba cada día en la iglesia no le alcanzaban a Escrivá para mantener a su familia. Además, su madre temía que le enviaran de vuelta a un pueblo distante. Armándose de valor, decidió pedir ayuda a su hermano, Carlos Albás. Éste no sólo se negó a ayudarla, sino que la echó de su casa. Evidentemente no había futuro para los Escrivá en Zaragoza.

Durante su primer año de sacerdocio, Escrivá se dedicó con todas sus fuerzas a la oración personal y a las tareas sacerdotales de la iglesia del Sagrado Corazón: oír confesiones, celebrar la Misa y enseñar el catecismo. Para conseguir llegar a fin de mes, daba clases particulares a tantos estudiantes que una vez se describió a sí mismo como un “profesor condenado a galeras”. Además, se dedicó seriamente a la carrera de Derecho. Durante el año académico 1924-1925, la muerte de su padre y su propia ordenación no le dejaron apenas tiempo para seguir esos estudios, y sólo logró matricularse en una asignatura. En el año 1925-26, sin embargo, se matriculó de ocho asignaturas, de forma que a finales de los exámenes de otoño sólo le quedaba una para completar su licenciatura.

Aunque Escrivá continuaba siendo un estudiante “no oficial”, que no estaba obligado a asistir a clases, pasaba tiempo en la universidad. Allí, los intereses culturales y cualidades personales que años atrás habían molestado a algunos seminaristas le hicieron un estudiante popular e incluso un líder. El hecho de que fuera sacerdote y acudiera con sotana a clase le podría haber separado de los demás estudiantes, pero su talante seguro, su carácter abiero y comunicativo, su sentido del humor y su optimismo le permitieron hacer buenos amigos entre sus compañeros de curso, algunos de los cuáles no eran creyentes. Solía quedar con otros alumnos para estudiar, preparar resúmenes o simplemente para charlar. También animó a algunos a acompañarle los domingos por la mañana a dar catequesis a los niños de los arrabales. Años más tarde, un universitario relató que Escrivá era un “romántico de Cristo: alguien enamorado de Él, un hombre con una fe completa en el Evangelio”. Estas cualidades le permitían establecer amistades estrechas no sólo con otros compañeros estudiantes, sino también con profesores mucho mayores que él.

En el otoño de 1925 sólo le quedaba una asignatura para terminar la carrera. En octubre empezó a enseñar Derecho Romano y Canónico en una academia privada, el Instituto Amado, que preparaba para oposiciones a recién licenciados y ofrecía clases de repaso a estudiantes de la Facultad. En enero de 1927 se presentó al último examen y recibió su título.

Escrivá todavía no tenía un puesto estable en la diócesis y había sido rechazado para varios. Fue entonces cuando su antiguo profesor de Derecho Romano, don José Pou de Foxá, que estaba bien relacionado en la diócesis de Zaragoza y comprendía los enredos de la política clerical, le advirtió de que no había sitio para él en la ciudad y que debía trasladarse a Madrid.

[1] Andrés Vázquez de Prada. ob. cit. p. 206