Quién va y quién viene

Un capítulo del libro "Opus Dei. Una investigación" de Vittorio Messori

Llegados a este punto, preveo la pregunta que yo mismo me planteé: ¿cómo se «prueba» la vocación, la llamada específica al Opus Dei? «¿Cómo se sabe que se ha recibido esta llamada? El modo más sencillo -y el más frecuente- sucede cuando una persona entra en relación de amistad con otras que ya pertenecen a la Prelatura, conoce su espíritu y, si es el caso, comienza a preguntarse si no sérá también su camino. Quienes juzgan si efectivamente hay "indicios" de vocación son los responsables locales del Opus Dei. En definitiva, es la Prelatura quien admite. Como sucede en cualquier organización voluntaria, el Opus Dei se reserva el derecho de admisión. Libertad por los dos lados: por parte de quien solicita ser aceptado, y por parte de la Prelatura de aceptarlo o no». Así dice un texto oficial.

Y en el caso de que haya «vocación» -o al menos indicios de «vocación»-, ¿quién puede llamar a la puerta para salir de dudas, y para que otros lo comprueben de modo objetivo, en la medida que esto es posible para los hombres?

La respuesta es muy sencilla: todos. Hombres y mujeres, solteros, casados o viudos, de cualquier condición social, nacionalidad, raza, con al menos dieciocho años pero sin límite de edad por arriba. Me contaron que no pocos han entrado en el Opus Dei con ochenta y con más años: «obreros de la última hora», según las categorías evangélicas, pero no por eso rechazados.

Bien sé que -más aquí que en otros temas- sospecharéis que he sido excesivamente benévolo a la hora de investigar la «leyenda negra» sobre esta «masonería blanca».

Permitidme, sin embargo, que señale un hecho objetivo, que he podido comprobar personalmente, aunque haya sido «desde fuera». Es cierto que podrían haberme inducido a error, seleccionando a las personas que me presentaban; pero son las estadísticas actualizadas sobre la institutión las que lo confirman. Esas estadísticas demuestran que no estamos ante un grupo exclusivo y elitista, en el que pueden entrar sólo ricos y poderosos; o, al menos, gente con posición desahogada y cierta relevancia social.

La sorpresa es grande al descubrir que -como declaró en varias ocasiones el Cardenal Jaime L. Sin, arzobispo de Manila- en esa zona deprimida como son las Filipinas, el Opus Dei es una de las instituciones católicas que no se limita a «ayudar» a los pobres, sino que hace mucho más: los cuentan entre sus miembros a pleno título. O cuando se descubre que el Opus Dei está bien implantado en las favelas y en las villas miseria de América Latina. O también cuando se observa al más de medio millón de peregrinos -en gran parte auténticos «proletarios», según las viejas categorías: es decir, de posición modesta- que cada año invade Torreciudad, «el» santuario del Opus Dei. Y no pocos de esos desfavorecidos romeros forman parte del Opus Dei.

Por otra parte, ya vimos que incluso el malévolo «The Economist» atribuyó a la Prelatura la nota mínima en cuanto a exclusivity: un miserable «uno» (calificación poco refinada para paladares elitistas), frente a los «cuatro» y «cinco» de algunos clubes y asociaciones.

Escuchemos de nuevo a Gómez Pérez, ensayista informado y todo lo objetivo que resulta posible a una persona existencialmente «comprometida»: «La curva profesional de los miembros responde a lo normal: una mayoría de personas con profesiones u oficios de los que se suele obtener una mediana renta; unos pocos de renta alta y algo más que unos pocos con menores rentas. Pero esa generalización, con ser muy amplia, no serviría, por ejemplo, para algunos países americanos, africanos o asiáticos, en peores condiciones de vida. Quizá se pueda decir que existe una inflación de profesiones intelectuales, sobre todo profesores. Respecto a la profesión, la idea central que basta para entender el resto, es que ninguna profesión honrada es obstáculo para pertenecer al Opus Dei. El hecho de estar situado socialmente más alto no confiere ningún tipo de privilegio a los miembros del Opus Dei en el seno de la institución. Para lo que se unen en la Prelatura -la vida interior y el apostolado- todos son radicalmente iguales: una misma vocación y unos mismos medios de formación».

En realidad, el porcentaje de intelectuales, más elevado que en los grupos humanos normales, no es un hecho estadístico casual: parece derivar de una atención particular hacia aquellos ambientes. Por decirlo con las palabras «oficiales» del texto de la Postulación que cité antes: «El fin para el que el Señor la suscitó es que la gente de todas las categorías sociales, comenzando por los intelectuales, para llegar después a todos...».

El punto 978 de Camino es significativo al respecto. Citando la frase de Jesús a sus discípulos («Venid detrás de mí, y os haré pescadores de hombres»), Escrivá comenta: «No sin misterio emplea el Señor estas palabras: a los hombres -como a los peces- hay que cogerlos por la cabeza».

En efecto, hoy es más superfluo que nunca señalar que a través de los intelectuales llega al resto de la sociedad la mayoría de las ideas y de los modos de comportamiento. Como ha escrito el cardenal Paul Poupard, presidente del Pontificio Consejo para la Cultura: «El beato Escrivá dedicó siempre la máxima atención a los que trabajaban con las ideas y a los que las transmiten, porque nunca como en nuestro siglo el problema de los problemas, para el cristianismo, es la relación del evangelio con la cultura, es la evangelización de las inteligencias».

Junto a esa estrategia, real, existe también una explicación práctica, ligada a la historia de la Obra, que comenzó con un grupo de jóvenes universitarios que siguieron a aquel extraño sacerdote. Las primeras «obras corporativas» en Madrid fueron una academia y una residencia para estudiantes, sobre todo de derecho y arquitectura. Y como en la institución se evangeliza «de igual a igual», difundiendo la propuesta cristiana, en primer lugar, en el círculo más estrecho de amistades (que normalmente comparten un mismo ambiente social y cultural), el «mensaje Opus Dei» penetró de modo prioritario en los millieux intelectuales, aunque con el tiempo se ha llegado a los demás ambientes. Apuntemos también que tampoco aquí se cumple la «leyenda»: son los profesores, los hombres de cultura (que de ordinario no gozan de una posición desahogada) quienes tienen cierta prevalencia en la Obra: no los «capitalistas», los profesionales ricos, los hombres de negocios, como se cree y se escribe.

Es también significativo que, por no salir de Roma, entre las «obras de la Obra» haya residencias de estudiantes universitarios (la mayor parte de origen modesto, como señalamos al hablar de Pamplona), pero también residencias para obreros y artesanos en formación; y que hay Centros tanto en los barrios acomodados como en los populares.

Una realidad como, por citar un ejemplo de los mil casos posibles, el Instituto rural Valle Grande, que es una de las más importantes entidades americanas en favor de los campesinos más pobres del Perú, y que está gestionada en gran parte por campesinos que -como tantos otros- pertenecen al Opus Dei.

«Recordad que de cien almas, nos interesan las cien. La del indio de los Andes tanto como la del hombre de negocios de Wall Street; la del ama de casa tanto como la del premio Nobel de astrofisica».

Esta indicación del fundador me pareció una de las más presentes en las actividades de la Prelatura. Así lo prueba también el hecho de que muchos ataques provengan de los que -tanto dentro como fuera de la Iglesia- les acusan de no hacer «opciones preferenciales» en el apostolado, de dirigirse a todos con la misma atención, sin excluir a priori a nadie; y sin pedir a nadie que trabaje en algo distinto de lo que hace, ya sea «capitalista» o «proletario». Rechazan así los esquemas demagógicos (carentes de cualquier justificación en el Nuevo Testamento, que está a años-luz de tabúes modernos como los marxistas), difundidos también en ambientes cristianos y que confunden la pobreza «económica» con la pobreza «evangélica».

Desde una perspectiva cristiana, no hay «pobres» más necesitados de ayuda espiritual que tantos ricos. La simple «pobreza» de bienes materiales no es salvífica por sí misma; todo depende no del rédito sino de la actitud del corazón. Sólo en las fábulas edificantes para gauchistes ingenuos, el que carece de medios económicos es siempre bueno, pacífico, altruista. Dice Peter Berglar: «tratar con caridad sólo a los "pobres" es una deformación del espíritu cristiano, desde el momento que los "ricos" -como sabemos por el evangelio- tienen una necesidad particular de la gracia de Dios para salvarse. Y, por consiguiente, están más necesitados de la caridad del prójimo».

Una perspectiva «humana, demasiado humana» (del tipo «clases hegemónicas», «clases inferiores») insidió la visión religiosa, que por el contrario todo lo juzga en términos de gracia y de pecado, de caridad y de egoísmo, de desprendimiento y de avaricia.

Con palabras de Oscar Cullmann: «el evangelio no llama a los pobres a la sublevación, sino a los ricos a la responsabilidad. Al recordar que todos, sea cual fuere su posición económica, necesitan el arrepentimiento y el perdón, la "revolución" de Jesús no es superficial como la de los ideólogos modernos: llega hasta el fondo, advierte que la sociedad no mejorará si cada uno -sea pobre o rico- no mejora personalmente». No olvidemos que un revolucionario, en sentido sociopolítico, es una persona que «quiere cambiarlo todo y a todos, salvo a sí mismo». Uno dispuesto siempre a recitar el mea culpa, pero golpeando el pecho de los demás.

A este propósito decía Escrivá: «Jesucristo en la cruz no extendió sólo el brazo derecho o el izquierdo: extendió los dos».

Pero no creáis que todos acepten esta universalidad de la salvación: algunos clericales «del brazo izquierdo» se lamentan (y algo más que lamentarse) porque querrían el monopolio de la atención para sus protegidos, excluyendo a los seguidores de los del «brazo derecho».

Lo contrario sucede también, y con más frecuencia de lo que podría creerse: no faltan los gritos de protesta y las acusaciones de los clericales del «brazo derecho», que cuando oyen hablar de un cristianismo que rechaza ser de algo propio de burgueses (o de aristócratas), olfatean inmediatamente demagogia, populismo, subversión.

Este fuego cruzado es, desde una perspectiva evangélica, una buena señal. Como dijo un antiguo Padre de la Iglesia: «Quien pretenda amar a todos, será salvado. Pero quien pretenda agradar a todos, no será salvado».