Sigue donde estás: "Labora et ora"

Un capítulo del libro "Opus Dei. Una investigación" de Vittorio Messori

Veamos qué hacen entonces estos hombres, estas mujeres -de cualquier nacionalidad, edad y condición social-, cuando descubren que la «llamada específica» a vivir en serio la «vocación cristiana» pasa a través de la adhesión al «método Opus Dei».

Para emprender el camino, lo único que necesitan estos hombres y mujeres es creer en la «visión» que tuvo el joven sacerdote español mientras realizaba sus ejercicios espirituales. En esa perspectiva de fe, emprender ese camino significa entrar a formar parte de un «proyecto» querido por Dios mismo. Para continuar adelante por ese camino cuentan, como veremos, con la ayuda eficaz de esa especie de «agencia de servicios espirituales» que es la Prelatura.

No recuerdo bien si fue Hugo von Hoffmannstahl, el poeta y dramaturgo austriaco, quien dijo: «el hombre de hoy parece capaz de entenderlo todo; todo, salvo lo que es demasiado sencillo».

Debo reconocer que yo mismo, «hombre de hoy», al comienzo de esta investigación no lo había entendido bien. Y cuando creí haberlo comprendido, me di cuenta de que probablemente, la razón de tantos equívocos estaba precisamente ahí: era -y es- demasiado sencillo.

Veamos si consigo que ustedes también lo entiendan, procediendo paso a paso y razonando en términos esquemáticos y elementales (lo cual servirá para confirmarme que he entendido bien).

El asunto es el siguiente: centenares de millones de personas (unos novecientos, según las estadísticas más actualizadas) han recibido el bautismo en la Iglesia Católica y forman parte objetivamente de ella. Es la comunidad religiosa más numerosa en absoluto: los católicos no sólo son casi el doble de todos los protestantes juntos, sino que superan también -aunque las proyecciones estadísticas parecen ir en su contra, a causa de su inflexión demográfica- a la suma de los musulmanes sunníes y chiles, y también a los indúes. Es al mismo tiempo la única comunidad presente prácticamente en todas las partes del mundo, aunque con distinta intensidad; al inicio de los años 90, parece que los únicos países sin católicos -salvo los transeúntes- eran Bahrain, Omán, las Islas Maldivas y Groenlandia.

En esa enorme masa, es bien sabido que no todos sacan provecho de ese «signo» sacramental, de esa «marca» indeleble de pertenencia que es el bautismo. Es más, muchos no lo aprecian o incluso lo rechazan. Otra parte -que quizá sea hoy la más numerosa- ni protesta ni se entusiasma: cree no tener tiempo ni posibilidades para tomar partido. Se comportan con indiferencia, y se limitan a acudir a la Iglesia para que les preste algún «servicio» -no se sabe si por convicción, por tradición o por superstición- con ocasión de los hitos fundamentales en la vida del hombre: el matrimonio, el bautizo de los hijos y los funerales, y en algunos casos la pintoresca Misa del Gallo (que «da ambiente de Navidad» y que «gusta tanto a los niños y nos recuerda cuando éramos niños») .

Pero entre esos centenares de millones, hay un buen grupo de cristianos para los que el bautismo no es algo irrelevante, sino que representa de veras lo que el Catecismo dice: estar insertado en ese «Cuerpo de Cristo» que -como afirmó San Pablo y desarrolló después la teología- es la Iglesia; significa entrar a formar parte de un «pueblo de Dios» que cree haber sido redimido en la cruz del Gólgota y llamado a la resurrección para la vida eterna; y por el que se reciben los derechos y se asumen los deberes del cristiano. Personas así, movidas por el deseo de ser consecuentes con su fe, han existido en todas las épocas, y tampoco faltan en la nuestra, piensen lo que piensen quienes no conocen por experiencia directa este <pueblo secreto».

A estas personas (y a través de ellas, a los indiferentes e incluso a los hostiles), don Josemaría anunció tenazmente desde finales de los años veinte (usaré mis propias palabras para expresar -si no he entendido mal- el núcleo de su predicación): «Dios mismo decidió que entendiera -aunque no sabría deciros por qué fui elegido precisamente yo; en cualquier caso, os aseguro que "vi" de verdad, y que estoy obligado a hablaros de ello- que ha llegado la hora de acabar con un cristianismo de primera y otro de segunda categoría. Por un lado, unos pocos "profesionales del evangelio" (curas, frailes, monjas, monjes e incluso algún que otro laico, pero "especial", de algún modo "consagrado"; y por el otro, la inmensa mayoría de amateurs del cristianismo, los de la liga de segunda división: los "simples" laicos, los fieles "corrientes"; es decir, vosotros. No: el evangelio, todo el evangelio, es para todos. Dios pide a todos que sean santos, que vivan el evangelio en su integridad. Ya sé que "santo" es una palabra ,que os asusta, porque ha estado demasiado ligada a los que salen en los calendarios y a los que son canonizados en San Pedro: es decir, a personas y a empresas extraordinarias, que consideráis fuera de vuestro alcance. Pero no es así, no puede serlo: os aseguro que el Dios de Jesucristo pide a cada cristiano que sea "perfecto", lo cual debe ser posible -con su gracia- para todos. De lo contrario, ¿por qué nos lo pediría? ¿Por qué los evangelios harían decir a Jesús, dirigiéndose a todos, sin excepción: "sed perfectos, como mi Padre celestial es perfecto"?».

Sigue hablando Escrivá: «además de "santo", cada uno de nosotros ha de ser "apóstol". Es decir, la invitación expresa a la esperanza cristiana, el anuncio a los hermanos y hermanas de ese evangelio que debemos esforzanos en vivir en su integridad, no es algo exclusivo para los "misioneros", para los "predicadores", para esos peculiares "profesionales de la fe" que antes mencionábamos. La búsqueda de la santidad (que es un presupuesto indispensable: nadie puede dar lo que no tiene) conduce necesariamente, como una exigencia espontánea, al deber de comunicar a los demás el secreto de esa alegría que experimentáis, si os convencéis en serio de que Dios es padre de todos y de que cada uno de nosotros es amado, y debe responder al amor con amor».

«Muy edificante»: era la respuesta habitual dentro de la Iglesia a esa llamada universal a la santidad, sobre todo en los decenios anteriores al Concilio Vaticano II. Fue esa asamblea conciliar la que hizo familiar -gracias también al mensaje difundido durante treinta años por el fundador del Opus Dei, aunque muchos parecen haberlo olvidado- conceptos por los que don Josemaría había sido tomado por loco, por fanático o por utópico, cuando no por hereje. (No faltaron denuncias en este sentido, con las consiguientes investigaciones eclesiásticas, suspicacias y obstáculos frecuentes y no de poca monta). «Muy bonito y edificante, pero ¿cómo llevarlo a la práctica? Santidad y apostolado, al menos en sentido "pleno", no pueden ser para todos, porque la inmensa mayoría de los cristianos tiene un trabajo, una familia, un conjunto de compromisos que le distraen, y muchas veces le superan, de modo que no se le puede pedir un esfuerzo espiritual excesivo. Se le puede y se le debe pedir que haga todo lo mejor posible, pero en su situación; quizá disminuyendo la presión de las preocupaciones diarias para dedicar más tiempo a las prácticas de piedad».

«Pero para una vida plenamente cristiana, para una verdadera búsqueda de la santidad, sería necesario algo que excede a estos cristianos: dejarlo todo, es decir, salir de su vida ordinaria, seguir no sólo los "preceptos" que obligan a todos los fieles, sino también los "consejos" evangélicos: la castidad consagrada, la pobreza de la vida en común, la obediencia a una regla y a unos superiores. Es decir, deberían subir a primera división, entrar en unos de esos que no por casualidad se llaman "institutos de perfección", hacerse religiosos: pero esto no está al alcance del cristiano normal. En cualquier caso, para decisiones de ese estilo no es suficiente el bautismo, se requiere una "vocación" especial que, por definición, no es ni puede ser para todos».

«Por lo que se refiere al apostolado, también conviene ser realistas. El anuncio del evangelio exige estudio, preparación, carisma, encargo oficial. No es sólo inoportuno: es incluso peligroso pedir a cualquier cristiano que sea "misionero". Unicuique suum (a cada uno lo suyo), y cada persona o cosa, en el lugar que le corresponde: los laicos tienen sobre todo el deber de ayudar -con sus oraciones y con sus limosnas- a los misioneros, a los párrocos, a los predicadores; es decir, a esos que en la Iglesia realizan ese servicio esencial y tan delicado, que no puede desempeñar cualquiera. Los demás tenemos que limitarnos a echar una mano a los "profesionales" de la evangelización, de la catequesis, de la pastoral».

Ante tales observaciones, don Josemaría replicaba: «El camino de la vocación "especial", religiosa -la que lleva al convento, al monasterio, al presbiterio, al yermo- lo considero bendito y necesario en la Iglesia. Frailes y monjas, miembros del clero, laicos consagrados, etc., son desde hace tantos siglos una presencia constante e indispensable, y lo seguirán siendo. Los votos de pobreza, castidad y obediencia del estado religioso tradicional son un valiosísimo "signo escatológico" para la Iglesia y para toda la humanidad: hacen presente ya desde ahora lo que serán las cosas al final de los tiempos».

«Pero esta minoría de bautizados y de bautizadas, a pesar de dar frutos tan abundantes y de ser necesaria, no tiene a los ojos de Dios el monopolio de la "perfección", de la santidad y del apostolado que de ésta se deriva necesariamente. Tengo el deber de anunciar que todos los cristianos pueden, deben, santificarse en la vida ordinaria, a través de las cosas ordinarias, sin cambiar de trabajo, ni dejar la familia, ni renunciar a las ocupaciones y preocupaciones corrientes de la persona corriente. Es decir, haciendo como las primeras generaciones de cristianos, que no se distinguían de sus contemporáneos paganos por nada externo. Se tomaron en serio la exhortación de San Pablo a los cristianos de Corinto, que el apóstol repitió tres veces para que quedara bien grabada: "que cada uno permanezca en la condición que le ha confiado el Señor, en el modo como Dios le ha llamado". Este es el mensaje del Opus Dei: hacerse -todos- santos y apóstoles permaneciendo cada uno en su sitio, con el mismo trabajo y en las mismas ocupaciones, sin dejar la familia o sin renunciar a crear una, si se tiene esa verdadera "vocación" al matrimonio (sí, lo repito, "vocación"; y no es metáfora, sino en sentido pleno, como la vocación a la virginidad) que Dios da a la inmensa mayoría de los hombres y de las mujeres».

Para entenderlo mejor, escuchemos cómo lo explica el futuro beato en esta especie de «manifiesto» -una de las muchas formas en las que expresó la misma idea a lo largo de cincuenta años-, tomado de una de sus homilías: «nuestra espiritualidad secular, laical, se dirige a cristianos de toda condición que, estando en el mundo, o mejor, perteneciendo al mundo -son laicos corrientes- aspiran, por vocación divina, a la perfección cristiana. Nuestra llamada hace que precisamente nuestra condición secular, nuestro trabajo ordinario, nuestra situación en el mundo, sean nuestro único camino para la santificación y el apostolado».

A continuación precisaba: «No hemos asumido una profesión laica, "civil", para disfrazar un trabajo apostólico: es la misma ocupación que tendríamos si no fuéramos del Opus Dei, la misma que si tuviéramos la desgracia de abandonar nuestra "vocación". Y concluía: "Nosotros, hijos míos, somos gente de la calle. Y cuando trabajamos en asuntos temporales lo hacemos no porque no podemos dejarlos para dedicarnos sólo a las prácticas religiosas, sino porque ése es nuestro sitio, ése es el lugar donde encontramos a Cristo, el lugar donde nuestra vocación nos ha encontrado y nos deja"».

Don Josemaría captó en la «visión» del 2 de octubre de 1928 lo que definía como una «verdad vieja como el evangelio, y como el evangelio nueva»: el valor de eternidad de los quehaceres diarios, aparentemente tan efímeros y con frecuencia intrascendentes desde un punto de vista terreno; la santificación «desde dentro» del mundo sin salir de él (la aplicación plena de la imagen evangélica de la levadura que actúa sobre la masa desde dentro, formando parte de ella), a través del trabajo: de cualquier trabajo, desde el más humilde al más elevado, siempre que sea «honrado». Y la casi totalidad de los infinitos trabajos de los hombres son honrados, si los consideramos sin moralismos estrechos ni radicalismos utópicos. Son escasos -al menos desde la perspectiva del Opus Dei, que participa del «optimismo cristiano» y de un pragmatismo que pone su confianza en el hombre y en el mundo- los trabajos que la vocación a la Prelatura llevaría a abandonar por no ser honrados.

El clima de liberación que nos ha traído el evangelio no sólo descarga al hombre del peso de los centenares de preceptos (cosas que hay que hacer y cosas que hay que evitar) de la Ley hebrea, sino que desactiva y anula la lista de trabajos «despreciables», «deshonrosos» y «religiosamente peligrosos». Como observó Joachim Jeremias, el gran biblista alemán, en su Jerusalem en el tiempo de jesús: «La primera impresión que se tiene, al ojear los elencos de los rabinos, es que queda muy poco espacio para trabajos dignos, tan grande es el número de las actividades consideradas deshonrosas en Israel». Entre estas últimas aparecen: mulero, cuidador de camellos, marinero, pastor, vinatero, carnicero, curtidor, herrero, joyero, cantero, vendedor ambulante, sastre, recaudador de impuestos, e incluso -según algunos «maestros de la Ley»- médico y barbero... Aunque no se note a simple vista, nos hallamos ante la recuperación de la dignidad -más aun: de la santidad- de cualquier trabajo, plenamente fiel al «todo os resulta lícito» del Nuevo Testamento. He aquí un elemento liberador del hombre de no poca categoría.

Rafael Gómez Pérez escribe: «No hay en el espíritu del Opus Dei profesiones prohibidas, a no ser las que se autoexcluyen al colocarse fuera de la moral cristiana y aun de la moral natural. No están prohibidas las profesiones comerciales y mercantiles, ni las políticas, a pesar de los tópicos corrientes sobre las dificultades de desempeñar con eficacia ese tipo de profesiones y ser, a la vez, honrado. Según el espíritu del Opus Dei, se trata no sólo de ser honrado en esa como en las demás profesiones, sino además de vivirlas con sentido sobrenatural».

En torno al trabajo -que es como el centro vitalgiran los intereses legítimos y las pasiones personales y sociales del hombre de hoy y de mañana. Por este motivo, el mensaje de Escrivá se ha revelado tan eficaz y tan capaz de ampliar horizontes para el futuro. Una propuesta quizá aparentemente nueva, pero que en realidad es vieja, tan vieja como el primer libro de la Biblia, el Génesis, donde se lee: «El Señor tomó al hombre y lo puso en el jardín del Edén, para que lo cultivase y lo guardase» (2, 15).

En ese versículo se encuentra algo de importancia decisiva. La teología cristiana, sin embargo, lo ha pasado por alto o no lo ha subrayado convenientemente (o quizá lo ha olvidado, o incluso borrado, bajo los efectos de factores internos y externos en la Iglesia). En efecto, esas palabras del segundo capítulo del primer libro de la Escritura judeo-cristiana se sitúan antes de la caída de los primeros padres, preceden al pecado original de Adán y Eva. Según ese mismo texto sagrado, «el trabajo aparece como una exigencia de la naturaleza del ser humano. Sólo su lado penoso y fatigoso puede ser considerado como un castigo del pecado original, pero no el trabajo en sí mismo, que es algo bueno y noble» (Dominique Le Tourneau, sacerdote de la Prelatura y colaborador durante años del fundador).

No es casualidad, apuntaba también Escrivá, que Jesús de Nazaret lo haya confirmado con su vida: la mayor parte de su existencia no estuvo dedicada a la predicación, sino a su diaria, oscura y paciente profesión de carpintero en un pueblo de Galilea.

Escrivá recordaba a menudo que «el trabajo es el medio con el que el hombre participa en la obra divina de la Creación. Dios ha querido que su obra se perfeccionase cada día por la actividad de las manos del hombre. El cual, en el trabajo, es llamado a ser co-creador». Por eso, el nombre de «Opus Dei», de acuerdo con la interpretación que hacía el fundador, no significa que la Obra fuera «de Dios» -en el sentido de atribuirle una especie de delirante copyright o por lo menos una predilección especial- sino que debía entenderse como operatio Dei, «trabajo de Dios»: ese «trabajo» al que cada hombre y cada mujer está llamado a cooperar.

¿Les parece que estas ideas son verdades de perogrullo para un cristiano? En ese caso, se ve que son gente preparada, porque muchos -durante siglos, en la misma Iglesiano vieron las cosas del mismo modo. Aunque también hay que reconocer que no se daban las condiciones sociales y quizá tampoco las religiosas, para llegar a esa conclusión.

De todos modos, la historia de la espiritualidad, como cualquier otra historia, non facit saltus (no procede a saltos), y el mismo Escrivá, con la honradez de los santos, reconocía que lo que se le había hecho entender, con tanta claridad, acerca del valor salvífico de la vida cotidiana -de la que el trabajo constituye una parte importante-, había llegado en el momento oportuno, había encontrado las condiciones adecuadas para ser entendido y puesto en práctica. Era el resultado de siglos de experiencias y de reflexiones sobre las propuestas del evangelio.

También conviene recordar que muchos teólogos y autores espirituales confundieron la fatiga del trabajo con el mismo trabajo, considerando a éste como una «condena», una «expiación de las culpas», y no una componente esencial de los planes de Dios al crear el mundo y al colocar allí a sus moradores. Es decir, el trabajo no fue considerado como un bien en sí mismo sino, en todo caso, como un bien para la vida espiritual: es decir, como un medio ascético para combatir el ocio, padre de todos los vicios. Había que practicarlo en la medida en que sirve para vencer la acedia y la pereza (ese «pecado capital»), con todo su cortejo de tentaciones.

Semejante concepción «instrumental» del trabajo llegó hasta el extremo en el célebre sucedido de Pablo el ermitaño (anécdota quizá legendaria, que no debe generalizarse ni exagerarse: la actividad de los monjes tuvo también importantes efectos sociales y económicos en el cultivo de la tierra, en la artesanía, etc.). Pablo el ermitaño, que vivió en Egipto entre el siglo III y el IV, aunque no necesitaba trabajar para sostenerse ni para dar limosna -se alimentaba con los frutos de una pequeña huerta y vivía en lugares deshabitados-, se impuso la obligación de confeccionar cestas de mimbre para no permanecer ocioso. Y al final de cada mes, hacía un montón con todas las cestas y las quemaba.

Un ejército de maestros de espiritualidad ha denostado las «preocupaciones del siglo» -y en particular el trabajocomo un obstáculo para la contemplación, para la reflexión sobre los misterios de Dios, para las prácticas de piedad.

Después, en el corazón del Medievo, nacieron esas órdenes religiosas que fueron llamadas, significativamente, «mendicantes». Como dice un historiador: «La polémica que surgió entre esas órdenes mendicantes y el clero secular condujo a los primeros a defender la posibilidad de santificarse sin trabajar: para ganarse la vida podía bastar la limosna. Sus teólogos afirman el carácter no obligatorio de la actividad manual; ciertamente no por pereza, sino para dar testimonio de pobreza y de abandono en la Providencia».

Pero la historia, según la exhortación profundamente «cristiana» del laicista Benedetto Croce, «no debe ser nunca justiciera, sino justificadora». No hay que olvidar que «la estructura social de aquellos siglos y gran parte de los siguientes (primero feudales, y luego marcados por la división en estamentos), durante los cuales los individuos no importan en cuanto tales, sino como miembros de las categorías que constituyen la sociedad civil, hacía especialmente difícil la percepción del valor santificante del trabajo personal de cada uno. Es una sociedad jerárquica, con una continuidad de honores, prestigio y bienes basada, sobre todo, en la transmisión hereditaria. De aquí que se formase una mentalidad que consideraba el trabajo algo así como una deshonra, o al menos carente de valor profundo. Y viceversa, el mensaje sobre la santificación del trabajo es mucho más fácilmente comprensible en una época como la nuestra, que ha colocado la competencia profesional de los individuos como fundamento de la organización social».

Este análisis de José Luis Illanes, un conocido teólogo del Opus Dei, demuestra que, para anunciar un mensaje, no es preciso caer en la injusticia de «condenar» el pasado, juzgándolo -según el uso tan frecuente hoy día, pero radicalmente antihistórico- desde la sensibilidad y las conquistas del presente.

En cualquier caso, no crean que la Reforma protestante mejoró la situación: más bien la agravó, a pesar del tópico muy extendido en el hombre de la calle, al que han llegado los ecos divulgativos de las tesis de Max Weber.

Así lo explica el ya citado Le Tourneau: «La actitud de Lutero, que da origen al protestantismo y a la escisión con Roma en el siglo XVI, retrasará considerablemente el descubrimiento del valor santificador del trabajo, ya que la concepción protestante del pecado original como corrupción radical de la naturaleza humana y la negación de toda utilidad salvífica de las obras humanas, incluso realizadas en estado de gracia, se oponen frontalmente a ello».

Si el protestante piadoso se dedicó con tanto ahínco al comercio y a la industria, no fue porque estuviera convencido de que la actividad humana tuviese algún valor a los ojos de Dios. Todo lo contrario: ese «gusano» que es el hombre -aplastado por la condena divina y sin el consuelo de una Iglesia que se le presente como el cauce materno del perdón de Cristo- no puede alegar a su favor ni siquiera el más ardiente celo. Se trabajaba mucho en el mundo protestante: pero no con la alegría del que está convencido de que cumple con la voluntad de Dios y colabora con su creación, sino con la angustia de quien desea aflojar su atadura al agujero negro de la predestinación. Al que le toca, le toca, parece decir esta teología: unos nacen predestinados ab aeterno al Paraíso, a la alegría sin límite; y otros predestinados al infierno, a tormentos sin fin. Una suerte establecida por un Dios inexcrutable; un destino inamovible para el hombre que, por mucho que ponga buena voluntad, no es capaz sino de «desagradar a Dios», haga lo que haga. Ni siquiera quien sea heroicamente fiel al evangelio puede esperar conseguir «mérito» alguno: es más, ese concepto, esa misma palabra, es una blasfemia -para los teólogos de la Reforma- ante el Eterno.

Sólo queda un camino por recorrer, y ni siquiera para cambiar la propia suerte, que está ya decidida de una vez para siempre, sino únicamente para conocerla: abalanzarse con todas las fuerzas a trabajar, con la esperanza de triunfar, de ganar dinero y prestigio, de alcanzar el éxito. Porque Dios indica en esta vida quiénes están predestinados a la salvación concediéndoles buenos resultados en sus actividades. Al que triunfa en su actividad humana le espera el Cielo; el que fracasa, no sólo fracasa aquí, sino también en la eternidad: el Dios-Patrón le ha incluido en la lista de los que acabarán en el infierno para siempre. Quien no ve coronado su trabajo con el éxito no es más que un desgraciado en esta vida y está destinado a serlo por todos los siglos. Quizá tenga razón mi amigo Léo Moulin -prestigioso historiador y sociólogo, agnóstico, de la universidad de Bruselas- cuando sostiene que, si se bebe tanto, y tan «fuerte» (esos ríos de whisky en las películas americanas, sean o no de vaqueros) en las culturas configuradas por el protestantismo, es para intentar alejar de uno la sombra inquietante, presente al menos en el inconsciente, de un «juicio de Dios» ya pronunciado desde el principio e inamovible para siempre.

Ninguno de esos planteamientos sobre el trabajo son correctos. Más aún, los frutos que ha dado la óptica protestante han marcado la historia y llegan hasta nosotros. Así lo explica Le Tourneau: «el dualismo teorizado por Lutero y Calvino -por un lado, la justificación por medio de la «sola fe» y la predestinación, y por otro el trabajo, carente de todo valor salvífico ante Dios- dio origen a que se desarrollase posteriormente una separación entre pietismo, devocionalismo individualista y humanismo sin raíces religiosas, que aún caracteriza la cultura de algunos países del norte de Europa y de Norteamérica».

La Iglesia católica, por su parte, tampoco se mostró partidaria del trabajo durante siglos. Al menos para los laicos, es decir, para la inmensa mayoría de los cristianos. Para los «llamados», para los «consagrados», para los religiosos, esa concepción del trabajo, a pesar de ser insuficiente, puede no estar equivocada, y mostrarse totalmente adecuada para su vocacion.

No se equivoca, por ejemplo, el autor de la célebre Imitación de Cristo, cuando pone en guardia frente a la «disipación» espiritual que acompaña a la actividad humana, y exhorta a la fuga mundi. Así, en su primer libro escribe: «Comer, beber, vigilar, dormir, descansar, trabajar y padecer las demás necesidades de la naturaleza: todo esto no es sino miseria, para el alma devota que quiera ser del todo libre y desligada de cualquier pecado». No se equivoca, porque se trata de un texto de formación monástica, de una espiritualidad para los claustros no sólo del Medievo, sino de todos los tiempos. Porque la Iglesia -el mismo Escrivá lo afirmó con frecuencia, con claridad- siempre necesitará estas vocaciones «especiales».

«Nosotros no nacemos -dirá el beato- en oposición a la espiritualidad de los religiosos. El nuestro es un brote distinto del perenne tronco del evangelio».

Escrivá tiene la clara y serena conciencia de que la dinámica del cristianismo auténtico está regida por la «ley del et-et»: Dios ha querido que convivan en la Iglesia -no sólo por utilidad, sino de modo indispensable- distintas vocaciones y carismas, sin que unos excluyan a otros. También desde este punto de vista, su actitud es ajena al exclusivismo obsesivo, al radicalismo maniático que excluye cualquier punto de vista que no coincida con el propio; a lo que, en definitiva, revele los delirios de quien se siente «elegido del Señor», único caudillo autorizado por el Cielo.

Se cumple así la advertencia del mismo Cristo, que dijo: «en la casa del Padre hay muchas moradas». Cada uno está llamado a uno de los numerosos modos concretos posibles: todos son igualmente legítimos. De esto se desprende también la decisión del Opus Dei de no reaccionar en modo alguno a los ataques y a las críticas que tuvo que sufrir procedentes de órdenes y congregaciones religiosas.

El error de tanta espiritualidad católica, si es que hubo error, fue el de intentar extender a todos los bautizados una espiritualidad legítima en sí misma, pero que Dios ha querido para pocos: para los pocos que llama al claustro.

Ciertamente, muchos cristianos a lo largo de la historia vieron el problema e intentaron darle remedio. Pero parece cierto lo que observó el patriarca de Venecia, el cardenal Albino Luciani (futuro Juan Pablo 1): «autores beneméritos habían enseñado a los fieles una "espiritualidad de los laicos" [casi sempre una "versión reducida", adaptada y menos exigente que la de los "perfectos", los religiosos y los eclesiásticos], mientras que Escrivá ofrece una "espiritualidad laical"». Es decir, verdaderamente autónoma, «distinta» de la clerical, que tiene su valor y su vigencia para quien sea llamado a ese estado, pero que no puede ser el modelo único en el que deben inspirarse los cristianos corrientes.

Escrivá dice a estos últimos que, como exige el evangelio, no deben esforzarse por ser perfectos a pesar de su profesión o de su oficio; sino por medio de él, gracias a él, por muy mundanos que parezcan; porque no hay -o casi- trabajo alguno que no pueda ser santificado y en el cual no se pueda uno santificar.

Permanecer donde se está y allí «buscar la santidad y ejercer el apostolado entre los colegas y amigos, cada uno en su propio ambiente, en su profesión y trabajo, sin cambiar de estado». Y también: «no te digo que puedas santificarte a pesar de ser un laico corriente, un simple bautizado que vive y trabaja en el mundo. Lo que yo te digo es que tu puedes -debes- santificarte precisamente porque eres laico».

Así se entiende el lema con el que el beato sintetizó el .contenido principal de lo que había «visto»: «santificar el trabajo, santificarse en el trabajo». Y a continuación, «santificar a los demás con el trabajo», que es la actividad misionera, apostólica.

Como afirman los expertos, aunque creo que cualquiera que reflexione un poco lo confirmará, nos encontramos mucho más allá de la tradicional espiritualidad «para los laicos». Esta espiritualidad había desarrollado, para cada cristiano, una teoría sobre «los deberes del propio estado» (donde se incluyen también las obligaciones de la profesión). Este «estado», sin embargo, se limitaba a una parte del hombre, al que se miraba sobre todo en función de sus deberes, sin crear una auténtica «espiritualidad» o «teología del trabajo». El ejercicio de una profesión se entendía como una dura necesidad para vivir y para desarrollar las virtudes requeridas para atravesar este «valle de lágrimas» y salvarse.

En cambio, en Escrivá hallamos una propuesta de «unidad de vida»: no sólo se supera sino que se destruye la «doble vida», la tradicional esquizofrenia bien conocida por tantas generaciones católicas, incluso recientes: los laicos divididos entre el deseo de «perfección», que parece exigir el abandono del mundo, y la necesidad de permanecer en el mundo por causa de los deberes familiares y profesionales.

No hay que salir del mundo -anuncia el Opus Dei-, porque el cristiano es «del mundo», él mismo es «mundo», y por eso al mundo hay que salvarlo desde dentro, no desde fuera. Como decía antes: es la levadura que está dentro de la masa, que se hace masa y la fermenta desde dentro.

Los religiosos más «abiertos» teorizaban con la mejor de las intenciones, durante las últimas décadas -y algunos aún lo siguen haciendo- sobre la necesidad de ir «hacia» el mundo, de «acercarse» o de «unirse» a los que trabajan. Cosas buenísimas, observa Escrivá, pero que presuponen una dinámica desde fuera hacia dentro, propia de quien ha recibido una vocación de separación del mundo. No sucede así para la vocación al Opus Dei: se permanece donde se está, no se sale de él ni siquiera en sentido psicológico: allí uno se santifica y santifica a los demás.

«El Opus Dei no es el último estadio, el más avanzado, de la mundanización, de la desacralización de los frailes, de las monjas, de los clérigos. No tenemos que esforzarnos para «ser como los otros», porque esos «otros» son laicos como nosotros, necesitados tan sólo de ser ayudados a descubrir que su vida ordinaria puede ser el lugar donde se forje la felicidad eterna de cada uno». Estas palabras, naturalmente, son del beato Escrivá.

Para comprenderlo mejor transcribo otro pasaje significativo (también por la fecha, pues es del mítico 1968): «Espero que llegue un momento en el que la frase los católicos penetran en los ambientes sociales se deje de decir, y que todos se den cuenta de que es una expresión clerical. En cualquier caso, no se aplica para nada al apostolado del Opus Dei.' Los miembros de la Obra no tienen necesidad de penetrar en las estructuras temporales, por el simple hecho de que son ciudadanos corrientes, iguales a los demás, y por tanto ya estaban allí».

Así, por ejemplo, un abogado, un obrero, no son «miembros del Opus Dei que trabajan como abogado o como obrero», sino «un abogado, un obrero que, para lo que se refiere a su formación espiritual, son miembros del Opus Dei».

Traigo otras palabras textuales (comprenderán que acumule varias citas, pues me parece que se trata de un punto capital): «quien pensase que la vida espiritual se construye de espaldas al trabajo, no comprendería nuestra vocación: para nosotros, el trabajo es el medio específico de santificación. Nuestra vida interior -de contemplativos en medio del mundo- mana y adquiere vigor en la vida exterior de trabajo de cada uno».

Si no yerro al interpretar esta espiritualidad, al célebre precepto de San Benito a sus monjes se le podría dar la vuelta: más que «ora et labora» (un trabajo que se superpone a la oración, un tiempo dedicado al esfuerzo manual o intelectual que se inserta entre el rezo en el coro o en la iglesia de las distintas horas del breviario), sería un «labora et ora» (la oficina, la fábrica, el coche, la calle, el hogar, se convierten en iglesia, en lugar de oración). «El trabajo exterior no debe provocar una interrupción en la oración, del mismo modo como el latido del corazón no distrae la atención que dedicamos a nuestros quehaceres, sean los que sean»: es otro de sus consejos.

¿Pero no podría conducir todo esto a un activismo buscado como fin en sí mismo? Escrivá insiste en que «la vocación específica del Opus Dei nos lleva a convertir lo ordinario, lo corriente -que para la inmensa mayoría de las personas suele ser el trabajo profesional- en un camino de encuentro con Dios. Con ese Dios de Cristo del cual, en esta perspectiva, todo parte y al que todo debe tender y al cual el mundo en su totalidad debe ser reconducido desde dentro, por hombres que sean enteramente del mundo, vivan en el mundo, y al mismo tiempo no sean "mundanos"». El esfuerzo profesional mismo, insiste, debe convertirse en un lugar de «contemplación»: «No se trata de alternar momentos de trabajo con momentos de oración, sino -además de dedicar cada día un tiempo fijo a la oración-, de transformar las horas de trabajo, por muy intensas que sean, en horas de contemplación: "contemplativos en medio del mundo"».

En este sentido, Camino aporta reflexiones muy ilustrativas. Su redacción tiene en cuenta las posibles desviaciones. Así, el punto 81 afirma: «la acción no vale nada sin la oración». Y el punto siguiente: «Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en "tercer lugar", acción».

Uno de los documentos que he recabado sobre la historia de la institución dice así: «Desde los comienzos del Opus Dei, ha sido continua la insistencia en la oración. Tanto cuando era común entre los católicos menospreciar la acción apostólica, como cuando (como es ahora especialmente frecuente) la oración personal es tachada de "intimismo", usando el término en sentido peyorativo. En el espíritu de la Obra está claramente marcado -siguiendo la doctrina de la Iglesia, y la experiencia de cualquier espiritualidad verdadera- que la oración es lo primero».

Por consiguiente, estamos ante gente «del mundo», y que permanece en el «mundo». Pero permanecen con una especial actitud espiritual, como advierte el documento que cité anteriormente: «Referirse al Opus Dei sin hacer mención explícita a la dedicación a la oración en medio del trabajo cotidiano y a la normalidad de la vida es negar su esencia. Todo -se dice todo- en la Obra se dirige a facilitar a los miembros el encuentro con Dios a través de una vida de continua oracion».

Al menos, este es su programa, en neto contraste con las acusaciones y a las sospechas de activismo, de eficacismo, de «managerismo», que han lanzado contra Escrivá y los suyos desde fuera de la Iglesia y también desde dentro.