Una realidad religiosa

Un capítulo del libro "Opus Dei. Una investigación" de Vittorio Messori

Como ya hicimos para describir el nacimiento del Opus Dei, acudamos también a la calibrada fórmula oficial de la Postulación de la causa de beatificación para conocer el contenido de lo que el elegido vio (ver, lo repetimos, fue el verbo que empleó siempre para describir ese suceso): «Dios le pedía dedicar toda su vida a servir a la Iglesia a través de la promoción de esa realidad sobrenatural que más adelante se llamaría Opus Dei. El fin para el que Dios suscitó una realidad sobrenatural semejante es que personas de todas las categorías sociales -comenzando por los intelectuales, para llegar después a todos- con una llamada específica de Dios, y conscientes de la grandeza de la vocación cristiana, se esfuercen por buscar la santidad y ejercitar el apostolado entre los colegas y amigos, cada uno en su propio ambiente, profesión y trabajo, en medio del mundo, sin cambiar de estado».

Conviene prestar atención a todas y cada una de las palabras de este párrafo, y en particular a estas: «El fin para el que Dios suscitó una realidad sobrenatural semejante...».

Sólo cuando se parte de una profunda consideración sobre el alcance que tiene una afirmación de este tipo, se puede comprender qué es el Opus Dei, así como cualquier otra manifestación del catolicismo, de cualquier tiempo y lugar, comenzando por la misma Iglesia.

En efecto, parece que desde hace algunas décadas muchos «inteligentes» han olvidado algo tan elemental que parece de perogrullo: que la experiencia religiosa debe juzgar se según categorías religiosas.

Para juzgar las consecuencias sociales del Opus Dei, no es imprescindible tener fe. Pero si se pretende entender la esencia de esta institución, hay que esforzarse al menos por imaginar en qué puede consistir una experiencia espiritual, de fe.

Entendámonos: no pretendo, en modo alguno, salir en defensa de todos y de todo. No pocas de las desconfianzas, e incluso de las hostilidades, que rodean a tantas instituciones religiosas tienen su justificación. Para combatir y vencer la dureza del pecado y las limitaciones que acompañan la vida de cualquier hombre, ciertamente no basta con ser un «hombre de Iglesia».

Y, sin embargo, me parece que hay que admitir también que muchas otras desconfianzas y hostilidades (que pesan en particular, bien lo sabemos, sobre esta Obra) tienen su origen en el empleo de instrumentos interpretativos inadecuados. Más aún, completamente equivocados. Es como si quisiéramos hacer un café con una plancha, arreglar un ordenador con una garlopa, o construir un mueble con una azada.

Si lo consideran por un instante, se percatarán de que una realidad religiosa -más aún, que no quiere ser más que radical y esencialmente religiosa- como el Opus Dei acaba siempre, o casi, por ser analizada (y luego juzgada) según categorías políticas, económicas, sociológicas. Categorías importantes, ¿quién va a negarlo?, pero adecuadas sólo para explicar los fenómenos de la política, de la economía, de la sociedad, y los motivos que mueven a los hombres y mujeres que trabajan en ese ámbito.

Una realidad como la Obra de Escrivá tiene ciertamente una relevancia «política», al menos en el sentido etimológico de influencia en la polis (la ciudad), y esa influencia será cada vez mayor, conforme crezca el número de sus miembros. En realidad, la tendrá no la Obra en sí misma (veremos más adelante, cuando examinemos su estructura, por qué resulta impropio involucrar a la institución como tal), sino las personas religiosamente formadas por ella. No olvidemos que esa forma singular, o incluso única, de «religión» que es el cristianismo, tiene en su base la fe en la encarnación de Dios en la historia de los hombres. Por eso, nada de lo que es humano es ajeno al evangelio; ni, por consiguiente, es ajeno a quien pretenda vivirlo.

Las consecuencias sociopolíticas de la actividad del hombre de fe, por relevantes que sean, no son más que fall-out, consecuencias de la elección de fe. Esta es la causa invisible de los efectos visibles, y debe ser contemplada con las categorías adecuadas. O al menos, hay que tenerla en cuenta.

¿No fue el viejo Baruc Spinoza quien aconsejaba: «no hay que criticar o reírse de las acciones de los hombres, sino entenderlas»?

Lo que interesa entender aquí es en qué se fundan unos comportamientos que no nacen de motivaciones que son más que suficientes para explicar otro tipo de actividades.

En una sociedad anónima, los hombres se reúnen para conseguir fines económicos; en un partido, para alcanzar fines políticos; en una academia, en un club, en una asociación, en un equipo, para obtener fines culturales, recreativos, sociales, deportivos. Sus motivaciones son legítimas; más aún, con frecuencia beneméritas. Estas motivaciones dan razón del conjunto de la actividad, y explican y justifican esas reuniones de personas. Las categorías humanas (puramente humanas) bastan para juzgar tales manifestaciones humanas.

No ocurre lo mismo con una realidad religiosa -y muy en especial, una realidad cristiano-católica- como el Opus Dei.

Recordemos nuestro punto de partida: «El fin para el que Dios suscitó una realidad sobrenatural semejante...». Fijemos también nuestra atención en las demás palabras de la Postulación que preceden y siguen a la tentativa de delinear el contenido de la realidad «vista» por el joven don Josemaría: esas que definen al Opus Dei como «una específica llamada de Dios», precisamente a «buscar la santidad».

Sin embargo, aunque fuera con un alarde de desconfianza, podríamos llegar hasta el punto de sospechar del grupo dirigente de la Obra, de la «cúpula», de su establishment, e incluso de su mismo fundador. Podríamos hacerles sospechosos de un cinismo hipócrita y llamarles sepulcros blanqueados. Podríamos suponer que, ocultos bajo un manto de piedad, dan una cobertura religiosa a intereses humanos, metas terrenas, objetivos de poder y de riqueza.

Podríamos hacer todas estas suposiciones. Aunque, personalmente (y me atrevo a creer que cualquier persona con sentido común pensará igual que yo), no acabo de ver el atractivo que puede tener una búsqueda de dinero e influencia social, al tiempo que se vive durante medio siglo como lo hizo Josemaría Escrivá de Balaguer. Tampoco se comprende que puedan tener ese afán de riquezas personas que llevan la vida de los miembros de la nomenklatura opusdeísta que he conocido, tanto laicos como sacerdotes.

Desde luego, yo no sería capaz de vivir así por motivos meramente «terrenos». Y estoy seguro de que comparten mi postura quienes conocen la realidad de primera mano, no como la pintan algunos medios de comunicación.

Esta forma de vida puede resultar satisfactoria, e incluso una de las más felices. Escribía el fundador en el punto 1.006 de Forja: «Veo con meridiana claridad la fórmula, el secreto de la felicidad terrena y eternal: no conformarse solamente con la Voluntad de Dios, sino adherirse, identificarse, querer -en una palabra-, con un acto positivo de nuestra voluntad, la Voluntad divina. Este es el secreto infalible -insisto- del gozo y de la paz».

Por los testimonios que he podido escuchar de los interesados, ese «secreto de la felicidad» parece que funciona de veras. Pero sólo en las condiciones señaladas por Escrivá. Y no son condiciones «humanas»».

La conditio sine qua non es creer en una «voluntad de Dios»; no en una voluntad nuestra de pretender «alegría», «felicidad», «paz», según nuestros propios planes, sin perspectiva trascendente; planes que, más que proporcionarnos un paraíso en la tierra, nos hundirían en un purgatorio o incluso en un infierno cotidiano.

Pero abandonemos a su destino a ese grupo dirigente: allá ellos con su conciencia. Que se sospeche si se quiere de los «gnomos» del cuartel general de viale Bruno Buozzi, apiñados junto al Padre, que preside el Consejo general (masculino) y la Asesoría Central (femenino). Estos «gnomos», por otra parte, no son permanentes: a excepción del Prelado, no hay cargos vitalicios en el Opus Dei, ni existe la «carrera» interna; después de haber desempeñado un cargo de gobierno, se regresa a la profesión anterior, sin haber adquirido ventaja alguna, salvo la espiritual.

Pueden ponerse bajo sospecha también los que, en todos los continentes, gobiernan las «regiones», nombre con el que se designan las partes en que la Obra -«católica», es decir, universal, por vocación desde su nacimiento- divide el mundo.

Desconfiemos, como si no fueran más que personas sin escrúpulos, de ese grupo que maneja a los demás como marionetas, líderes de una especie de masonería de aspecto devoto, pero que en realidad pretende fines y operaciones muy poco «religiosas».

Pero, ¿y el resto? ¿Qué pensar de la inmensa mayoría de esos casi 80.000 hombres y mujeres? La mayoría de esta mayoría, entre otras cosas, no confirma para nada ese cliché consolidado.

Entre los documentos que proporciona la Prelatura (con la seguridad de que cualquier estudio directo de la realidad confirmará esos datos), hay estadísticas sobre el nivel de educación, de renta, de status social de los miembros. Sorprendentemente, hay un gran predominio de standard mediobajo: en muchas zonas del mundo -en España y en Hispanoamérica, por ejemplo-, el Opus Dei es una realidad predominantemente popular, en la que hay también muchos obreros y campesinos.

Hay bastantes casos como el de aquel taxista sudamericano que se quedó asombrado cuando, después de haber pedido la admisión al Opus Dei, descubrió que había también profesionales, empresarios, intelectuales. Por lo que había visto hasta entonces, suponía que la Prelatura estaba reservada para los taxistas y para otros trabajadores modestos como él.

Sean cuales sean los niveles socioeconómicos de los miembros, el hecho es que su elección, su compromiso, su vida, es incomprensible para quien no tenga en cuenta que la experiencia religiosa -auténticamente religiosa- no sólo existe, sino que es una de las energías más poderosas, capaz de mover montañas. Una fuerza «gratuita» y «renovable», que ha cambiado, cambia y seguirá cambiando la historia. Probablemente, este es su verdadero motor secreto, por mucho que lo niegen quienes están convencidos de que son más perspicaces que los «ingenuos», y por mucho que se empeñen en ignorarlo los que piensan que nadie «se la cuela», y que ellos «no se la tragan».

La burda vulgata marxista creía comprenderlo todo (la historia se ha encargado de mostrar de modo tajante y definitivo que no entendía gran cosa), reduciendo el obrar humano a su dimensión económica. La vulgata psicoanalista también se cree en posesión de la clave del misterio del hombre, y todo lo atribuye a oscuros impulsos sexuales. Cualquier ideología moderna lo ve todo en términos políticos, de «derechas» e «izquierdas», «conservadores» y «progresistas» enfrentados por sus intereses.

Es una deformación que ha acabado por contagiar también amplios sectores del mundo católico. Pienso que esta es la razón de tanta hostilidad no sólo «laica» sino también clerical (que con frecuencia es más tenaz e insidiosa) hacia una realidad que pretende ser sólo religiosa, como es el caso que nos ocupa.

En una entrevista que hice a Augusto del Noce un par de años antes de que falleciera, este agudo filósofo creyente me dijo: «Para el pensamiento católico de siempre, el esquema interpretativo tanto de la historia como de la actualidad era el de fe-increencia; religión-irreligión; devoción-impiedad; sacro profano; alto-bajo. Con la aceptación de las categorías de cierta modernidad, tantos hombres de la Iglesia adoptaron el nuevo esquema: progresista-conservador; derechaizquierda; reacción-revolución. De este modo, la interpretación religiosa de la historia ha sido sustituida por una interpretación política. Y las categorías tradicionales verdaderofalso y mal-bien, han desaparecido en favor de progresista (he aquí el nuevo santo: no se puede ser evangélico de veras si no se es "de izquierdas") y reaccionario (el pecador por excelencia: "de derechas" y por consiguiente "anticristiano", discípulo del Mal radical)».

El profesor Del Noce, marginado -por no decir perseguido- durante toda su vida por no pocos Church-intellectuals a causa de estos diagnósticos, prosiguió amargamente: «En la nueva lista de valores de ciertos clericales, el verdadero antagonista al que debe enfrentarse el cristiano no es el pagano, el blasfemo, el agnóstico. Es más, si se presentan como manifestaciones de "progresismo", son vistos como un noble "cristianismo anónimo", cuyas acusaciones han de ser escuchadas por los creyentes con actitud contrita, y atesorarlas como algo precioso. El enemigo verdadero es aquel que es etiquetado como "integrista", es decir, el católico que quiere tomarse la fe en serio, transformándola de sentimiento humanitario, de "valor común", en guía y punto de referencia para todas sus actividades».

Y concluía el filósofo: «Por esto, hay en la Iglesia tanta animadversión hacia los nuevos movimientos, que son vistos como "integristas" y por tanto dañinos, enemigos por excelencia de este neocristianismo que ha pasado de planteamientos religiosos a políticos, de categorías de fe a socioeconómicas».

Entre estos «movimientos», Augusto Del Noce colocaba en primer lugar al Opus Dei pues, aunque «técnicamente» no es un movimiento, pertenece al grupo de las nuevas realidades eclesiales.

Este análisis podría explicar el origen de tanta hostilidad, que nace probablemente de la indebida aplicación de categorías políticas a una realidad religiosa. (Ya vimos cómo la mención al franquismo y a los partidos de derechas fue suficiente para desprestigiar esta Obra católica a los ojos de los católicos compiladores del Dizionario storico del Cristianesimo).

Se trata de un error de perspectiva que proviene de fuera de la Iglesia, pero que ha penetrado ampliamente en ella. Evidentemente, no impide que la Obra sea aceptada (sería el colmo: el mismo Escrivá habló siempre de una «vocación» específica para pertenecer a la Obra), pero sí entorpece el esfuerzo por entender lo que realmente es el Opus Dei, en un plano anterior al de sus consecuencias sociales, políticas y económicas (ciertamente importantes, pero derivadas de lo anterior).

Esa realidad específicamente religiosa (al menos, en la conciencia de sus miembros: de ese modo la viven) va mucho más allá de esas etiquetas de «derecha» e «izquierda», de «progresista» y de «conservador», que son cada vez menos adecuadas incluso en el ámbito político.

Con mayor razón, esas etiquetas resultan inapropiadas cuando hablamos de temas de fe, y en concreto si pretendemos explicar los móviles de personas que «por específica llamada de Dios», se hacen «conscientes de la grandeza de la vocación cristiana» (palabras con las que la Prelatura solicitó a la Iglesia la elevación a los altares del fundador, para recibir así una nueva confirmación de la autenticidad cristiana de su carisma).