"Un fundador sin fundamento"

Un capítulo del libro "Opus Dei. Una investigación" de Vittorio Messori

Hasta el momento, no hemos hablado más que del presente. De un presente en el que el Opus Dei puede acelerar sus motores (aunque con la discreción que conocemos) y continuar creciendo en la Iglesia, día tras día, vestido ya con un traje a la medida, e incluido -como Prelatura- en la misma estructura jerárquica católica, con la fuerza de contar con decenas de millares de miembros.

¿Pero cómo nació todo esto? ¿De dónde viene? ¿Cómo se pensó y después se llevó a cabo el proyecto para crear semejante red que extendió y extiende cada vez más sus tentáculos (la «Mafia») en todos los continentes, desde su centro en Roma, en el sólido edificio del Parioli?

Cuando se intenta entender qué es el Opus Dei, una de las mayores sorpresas consiste en descubrir que en rigor (según dicen los interesados) ningún hombre lo habría fundado ni proyectado.

El Opus Dei «ya estaba» pensado y querido ab aeterno por Dios. El mismo -en sus inexcrutables designioshabría decidido escoger como instrumento para que pusiera en marcha esa «idea celestial» a un desconocido curilla español de 26 años, que puso a disposición de Dios su esfuerzo, su sacrificio, su oración, su inteligencia, en una palabra, su disponibilidad total a partir de una fecha precisa: la mariana del 2 de octubre de 1928.

Para quien no conozca -o no recuerde- la dialéctica cristiana, y en particular la católica, antes de seguir adelante conviene dar alguna explicación que ayude a entender -no he dicho aceptar- las pretensiones de esta Obra. De lo contrario, ¿qué clase de informe sería el mío, si los hechos no estuvieran encuadrados en el décor que los justifica?

Para un cristiano, el Dios de la Biblia no desea actuar en solitario: quiere, porque le da la gana, necesitar de los hombres para realizar su voluntad en el mundo.

Toda la Escritura -tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento- no es sino la «historia de una salvación» que el Creador propone y realiza no sin sus criaturas, sino con ellas. Habría podido hacerlo todo El solo, con un metafórico chasquido de sus dedos omnipotentes. Pero -por citar dos nombres decisivos, de los cuales deriva lo demás- decidió, en primer lugar, «trabajar» con el pastor Abraham, para transmitir su revelación sirviéndose, para empezar, del pueblo de Israel; y después, «trabajar» con el pescador Simón, para que fuese la «piedra» sobre la que edificaría la ekklesía, es decir, el lugar de reunión de los llamados al nuevo Israel, ya no limitado a un pueblo sino abierto a todos.

Desde la perspectiva católica, la historia de los santos no es sino la historia de aquellos que aceptaron ser colaboradores, antes que instrumentos, de Dios; que supieron decir que sí, en serio, a la misteriosa y gratuita propuesta de partnership. Distinta es la orientación de las infinitas denominaciones en las que se ha fragmentado la Reforma protestante, pesimista sobre el hombre y sobre su capacidad, que atribuyen todo a un Dios que aparece como «solitario», insondable, impasible, casi como el Alá mahometano. Por eso, la Iglesia católica propone a esos «santos» como ejemplo para todos sus fieles, porque cada uno -a su nivel y de acuerdo con sus posibilidades- es llamado a trabajar también él con Dios, que le llama a asociarse en su proyecto para el mundo.

Así, el «pronombre personal» católico no es el «Yo» de Dios ni el «yo» del hombre, sino un «nosotros». Y esto no por méritos humanos, sino por la libre e indescifrable estrategia divina.

Esa es la única razón: Dios podía, pero no quiso actuar solo. Corresponde al creyente discernir esta estrategia y adecuarse a ella, aceptando las consecuencias -así al menos lo asegura la Iglesia- con tanto esfuerzo como alegría.

Es verdad que en este plan misterioso hay cimas sobresalientes, vistosas, porque la «colaboración» se propone a todos, pero para algunos esta colaboración consiste precisamente en mover a otros hombres, en marcar el destino de muchos.

Es el caso de los fundadores y las fundadoras de órdenes, congregaciones, institutos, compañías, comunidades religiosas, que caracterizan a la Iglesia casi desde sus orígenes.

En mi biblioteca, donde escribo estas líneas, descansa -al alcance de la mano, en las estanterías reservadas para los instrumentos de uso frecuente y rápido- el DIP, como lo llamamos los que nos obstinamos en interesarnos por estos asuntos. Es el Diccionario de los Institutos de Perfección, una obra vastísima que intenta inventariar y describir todas las manifestaciones de la vida religiosa «organizada», en la mayoría de los casos en forma comunitaria, que se han dado a lo largo de la historia de la Iglesia. Son gruesos volúmenes con formato de enciclopedia, de más de mil páginas cada tomo. Tras veinte años de trabajo ininterrumpido, el equipo internacional que lo elabora, coordinado por las Ediciones San Pablo, ha publicado 8 volúmenes, y aún no ha terminado la letra «s». La redacción ha advertido ya que, cuando se llegue a la «z», será preciso preparar otros volúmenes para incluir a los institutos de perfección surgidos mientras tanto, y para corregir los errores cometidos a pesar de los decenios de investigaciones y la movilización de los mayores expertos de todo el mundo. Tantas son las ramificaciones del Arca de Noé, o si lo prefieren, la exuberante y casi insondable selva a la que llaman Iglesia...

La decisión de tomarse en serio la fe, hasta sus últimas consecuencias, se ha organizado a lo largo de los siglos (y aún se organiza y se organizará: la aventura católica continúa) en innumerables «institutos». Y en el origen de cada uno de ellos se encuentra (para quien cree, naturalmente) la propuesta, la iluminación, la asistencia divina.

La colaboración de quien es llamado a promover estas tareas suele comenzar por el «descubrimiento» de una necesidad en la sociedad y en la Iglesia del momento. Son circunstancias que exigen la intervención de la caridad, por medio de la fe, la esperanza, la voluntad, la energía y las manos de creyentes. Y quien se percata de esa necesidad, pone manos a la obra y convoca a otros hombres y mujeres de buena voluntad para que colaboren en ese proyeccto espiritual y benéfico.

Así nacieron las fundaciones dedicadas a los jóvenes y a los ancianos, a los pobres y a los enfermos, a los ignorantes y a los obreros... Según las necesidades de cada momento, todo cristiano (y en particular el que, misteriosa pero explícitamente, recibe esta llamada) sabe que debe tomar cartas en el asunto, por amor a Dios y a los hombres.

A pesar de estar inspirado por las Alturas, el fundador o la fundadora -una vez identificada la necesidad que quiere colmar- elabora un plan, hace proyectos, se organiza para llevarlos a la práctica fiándose más (si son verdaderos «santos») de la ayuda de Dios que de sus fuerzas, pero sin ahorrarse fatigas: es más, agotándose hasta lo inverosímil. «Siervos inútiles», según la paradoja evangélica; y, sin embargo, indispensables al mismo tiempo para una Omnipotencia que quiere servirse de la debilidad. Necesarios para un Cielo que quiere trabajar en joint venture con la tierra.

Así se enmarca, más o menos, el asunto.

En el caso del Opus Dei, a tenor de la conciencia que tuvo el mismo interesado, don Josemaría Escrivá, y el convencimiento que transmitió a los que le siguieron y le siguen en el Opus Dei, las cosas no sucedieron de ese modo. No, al menos, en lo referente a un «plan», a un «proyecto de fundación», a una «estrategia de actuación» elaborados por quien estaba llamado a colaborar con Dios.

«Soy un fundador sin fundamento», repitió muchas veces el futuro beato. Esta frase no expresa sólo la habitual humildad de los santos, pues en otro momento añade: «Yo no quería ser fundador de nada, y menos aún de lo que luego se llamó Opus Dei».

Precisamente, en esta «sorpresa» del protagonista humano está la fuerza casi irresistible de esta aventura, que según el propio Escrivá «no nació porque hubiera hecho estudios o encuestas; porque -en definitiva- me hubiese dado cuenta de que había que dar una solución a algunos problemas de la Iglesia española, o de la universal de aquella época. No, yo no he proyectado ni programado nada».

Los del Opus Dei aportan la siguiente versión de los hechos. Cuando empezó todo, en 1928, el joven don Josemaría Escrivá era sacerdote desde hacía tres años. Poco antes se había trasladado a Madrid para completar sus estudios de Derecho, con el permiso del arzobispo de Zaragoza, la capital histórica de Aragón. Barbastro, la ciudad natal del fundador del Opus Dei se encuentra en esta región. Es una ciudad de siete mil habitantes que mira a los Pirineos (para que el lector no español se haga una idea, está más o menos a la misma altura de Lourdes, o un poquito más al este).

Tras unos primeros encargos en parroquias rurales, se instala en la capital de España. Para mantenerse y para ayudar a su madre viuda, a su hermana mayor y su hermano aún niño, imparte algunas clases y acepta ser capellán del Patronato de enfermos, una institución benéfica madrileña.

Entre los enfermos, confirma con los hechos su voluntad de tomarse en serio su misión de sacerdote, dedicándose del todo a la catequesis, a la administración de sacramentos, a la asistencia no sólo a los enfermos del Patronato sino también a los miserables de los barrios periféricos de Madrid.

No es más que un joven sacerdote, uno de tantos en una España que tiene incluso demasiados, si hemos de hacer caso a las protestas de las turbulentas izquierdas: anárquicos, socialistas, comunistas, radicales. En resumen, los mismos que, pocos años después, protagonizarán la más sangrienta de las guerras civiles modernas, en la que cometieron tales excesos que no se explican por un simple anticlericalismo, sino por un verdadero odio a la religión, como el fusilamiento en la calle pública de las estatuas de los santos o el uso obsceno de las hostias consagradas.

Como señala un historiador imparcial, «la persecución religiosa que tuvo lugar en España, principalmente durante la primera parte de la guerra, no tiene precedentes en ningua otra página de la historia de Europa, a menos que nos remontemos a los dos primeros siglos de la historia de la Iglesia. El sólo hecho de ser creyente bastaba para ser eliminado».

Así lo refleja la fuerza desnuda de los números. En 1934, se produjo un levantamiento en Asturias, prólogo de la gran tragedia; sólo en la primera semana, fueros asesinados 12 sacerdotes, 7 seminaristas, 18 religiosos. Y 58 iglesias fueron incendiadas.

Desde julio de 1936, cuando comenzó la guerra civil, la matanza se extendió por todas las provincias controladas por el gobierno de las izquierdas. Se recurrió a los procedimientos más atroces (sin excluir la crucifixión, la quema con gasolina, el ahogamiento a base de impedir la respiración metiendo una cruz en la garganta, y -para las religiosas- la violación en masa hasta la muerte). Fueron asesinados 4.184 sacerdotes diocesanos, 2.365 religiosos, 283 religiosas, 13 obispos, además de un número indeterminado de millares de «conocidos católicos». Precisamente en Barbastro, la ciudad de don Josemaría, se asesinó al 88% del clero. Son datos ignorados -o censurados- incluso por muchos católicos: esos que, como ya hemos visto, sólo se indignan contra el franquismo y sus «asistentes clericales», verdaderos o presuntos.

De todos modos, en aquel 1928 en el que aún no ha explotado la situación, el joven don José María (más tarde, por devoción, unirá los dos nombres en uno, Josemaría, por lo que ésta es la grafía exacta) no es más que uno de tantos sacerdotes españoles, particularmente piadoso, coherente con una vocación auténtica.

No le ha llevado al estado sacerdotal la «tendencia sociológica» según la cual, desde hacía siglos, en toda familia cristiana uno al menos de los hijos solía hacerse religioso o sacerdote, y una hija, monja. Es una elección convencida, para seguir una llamada que recibe, parece ser, hacia los dieciséis años, de un modo singular que se recuerda con emoción dentro de la Obra, como he podido escuchar.

Dejemos la palabra a uno de los más recientes y completos biógrafos, el alemán Peter Berglar: «una mañana especialmente fría del invierno de 1917-18, seguramente entre Navidad y Reyes -desconocemos la fecha exacta-, vio en Logroño las huellas de las pisadas de un carmelita descalzo en la nieve (...). No significaban nada que se pueda comprender con la razón o bajo un punto de vista utilitario (...). Las personas "prudentes" saben de muchas "locuras" de este tipo (...). En cualquier caso, bajo la impresión de aquel descubrimiento, su vocación al sacerdocio, que hasta el momento desconocía, comenzó a desvelarse...».

Desde entonces, era sacerdote con la certeza de su vocación. Pero, ¿para qué? ¿En qué dirección debe desarrollar su celo religioso? ¿Párroco? ¿Profesor? ¿Capellán? ¿Dedicarse a la curia?

Trabajando y rezando, espera a que Dios se lo haga entender, a través de los sucesos de la vida, «casuales» en apariencia, por los que la Providencia habla habitualmente, sin esperar revelaciones místicas.

Se trata de un joven piadoso y sereno; que reza mucho, pero que está, al mismo tiempo, en los detalles concretos: es decir, todo lo contrario de un visionario, de esas personas «que oyen voces». No es casualidad que, antes de decidirse por el seminario, le atrajeran estudios técnicos como la arquitectura o la ingeniería: una pasión que no abandonará y que pondrá en práctica, por ejemplo, durante la construcción de la sede central de la Obra en Roma y del gran santuario mariano de Torreciudad, cercano a su Barbastro. Tampoco fue casual que el cardenal arzobispo de Zaragoza, al ver sus dotes de organizador tranquilo y de líder natural, le nombrase, con sólo veinte años, inspector interno del seminario diocesano: un nombramiento de «superior» tan precoz que tuvieron que adelantarle las órdenes menores. Era, en definitiva, una persona poco común.

En ese clima marcado no precisamente por excitaciones místicas llega el 2 de octubre de 1928. Los miembros del Opus Dei de todo el mundo celebran esa fecha desde entonces festivamente. No como el aniversario de una fundación, sino fundamentalmente como la revelación del proyecto que aquel día Dios decidió poner en marcha: un «instrumento de santificación» surgido de las profundidades insondables de la eternidad, y destinado a durar tanto como la Iglesia, hasta el final de los tiempos, ese instante en que la fe espera la nueva venida de Cristo victorioso y glorioso.

La Obra no duda de que tendrá esta duración, pues el beato afirmó en varias ocasiones que la presencia (y la expansión) continuarían «mientras hubiese hombres sobre la tierra», porque (y aquí anticipamos la finalidad de la Institución), «por mucho que cambien las formas técnicas de la producción, los hombres tendrán siempre un trabajo que poder ofrecer a Dios, que poder santificar». Más aún: «No somos una organización nacida en circunstancias particulares de una época determinada». Por consiguiente, «el Opus Dei conservará siempre su razón de ser». (El joven numerario que me acompañaba por los pasillos de la sede central, y al que manifesté mi admiración por la solidez de los materiales de toda esa construcción, me replicó: «Es cierto; pero para ahorrar. Todo esto debe durar siglos»).

¿Qué sucedió entonces aquel día decisivo? Para saberlo, acudamos a las palabras, muy medidas, que son de algún modo oficiales en la Obra y que han sido reconocidas como auténticas por la Iglesia en su decreto de beatificación, promulgado por el papa 64 años después de aquel hecho. Así lo narra el Postulador de la Causa: «el 2 de octubre de 1928, el siervo de Dios don Josemaría participaba en unos Ejercicios espirituales en la casa de los padres misioneros de San Vicente de Paúl, situada en la madrileña calle García de Paredes. Mientras se encontraba recogido en su habitación, Dios se dignó iluminarlo: y vio el Opus Dei, tal como el Señor lo quería y como sería a lo largo de los siglos».

Volvamos a Peter Berglar, el biógrafo alemán de Escrivá: «Monseñor Escrivá de Balaguer afirmó siempre, sin sombra de duda, que el Opus Dei no lo había inventado él, que no lo había fundado como consecuencia de una serie de elucubraciones, análisis, discusiones y experiencias, que no era en absoluto el resultado de intenciones buenas o piadosas. Dejó entrever claramente que el "fundador" era Dios mismo y que la transmisión a aquel "joven sacerdote" de aquel encargo había sido un hecho sobrenatural, una gracia divina».

Una «gracia» de las que asustan; en efecto, amedrentó al destinatario, que de algún modo intentó escabullirse. Más tarde dirá que se sometió «de mala gana», porque «no me gustaba ser fundador de nada».

Deseando obedecer a Dios y por consiguiente a la misión (más aterradora que entusiasmante, al menos en esos primeros tiempos) que se le había puesto sobre los hombros, buscó una especie de escapatoria: comenzó a informarse para saber si en algún lugar existía ya algo que correspondiese a lo que había «visto», para asociarse y -como escribió«ponerse en último lugar, para servir».

No hubo nada que hacer: la «cosa» todavía no existía, y le tocaba precisamente a él aceptar el papel de instrumento, para hacer pasar la voluntad divina de la potencia al acto. Pero aún muchos años más tarde, se le escuchó decir: «me gustaría no ser de la Obra, para pedir la admisión y ser el último». Es decir, seguir a otro cualquiera llamado en su lugar.

En aquel otoño de 1928, si se echaba una mirada alrededor, no se daban los presupuestos para una obra como la que «había visto», con esas dimensiones tan amplias y destinada a permanecer en el tiempo. «Tenía veintiséis años, y no poseía más que gracia de Dios y buen humor»: así sintetizó el «equipaje» del que disponía.

Un buen humor que, verdaderamente, iba a necesitar, pues dieciséis meses más tarde recibió otra sorpresa, o más bien un auténtico mazazo. «Esta Obra a la que se me ha pedido dar la vida será sólo para hombres: nunca habrá mujeres, ni de broma, en el Opus Dei». Así había escrito a principios del mes de febrero de 1930 a uno de los pocos amigos a los que había abierto el corazón.

Y, sin embargo, pocos días después, el 14 de febrero de ese mismo 1930, mientras celebraba misa en el pequeño oratorio privado de la anciana marquesa de Onteiro, «vio de nuevo» el Opus Dei del mismo modo misterioso que aquel 2 de octubre, pero esta vez compuesto por hombres y mujeres.

Un problema más, y no de poca monta. Por lo que a él se refería, de buena gana lo habría evitado. Sobre todo, por la dificultad del «reclutamiento» entre las mujeres por parte de un sacerdote con sólo 28 años, en una España y en una Iglesia de los años treinta. Pero, también, por problemas organizativos: era preciso encontrar una fórmula institucional y un modo concreto para asegurar la unidad y al mismo tiempo la separación que la prudencia, la conveniencia y las leyes canónicas exigían. Fórmula y modo que, una vez puestos en práctica, sintetizó así el Beato: «El Opus Dei consta de dos secciones diversas, totalmente separadas, como dos obras distintas, una masculina y otra femenina; sin interferencia alguna, ni de gobierno, ni de régimen económico, ni de apostolado, ni de hecho».

Y añadía un ejemplo, para que quedase más claro: «en la Obra, las dos secciones son como dos borricos que tiran del mismo carro, en la misma dirección». Usaba con frecuencia la imagen del borrico, ese burro paciente que hace girar la noria para sacar agua del pozo, como ejemplo para los suyos; del mismo modo que comparaba a sus hijas con los patos, que aprenden a nadar en cuanto se les echa al agua. Por esa razón, se encuentra con frecuencia figuras de burros y de patos en los Centros de hombres y de mujeres, respectivamente. Lo preciso porque, según ciertas investigaciones -como la del «The Economist», citada más arriba- esas imágenes serían «una señal oculta de reconocimiento», como ciertos signos geométricos, baldosas a cuadros, las dos columnas, la escuadra con el compás para los masones...

La sección masculina y la femenina no son, por tanto, dos fuerzas divergentes, sino dos energías que, actuando en paralelo, se suman. Están unidas en la persona del Prelado, que es el Padre tanto para los hombres como para las muj eres.

Como la inmensa mayoría de los miembros del Opus Dei están casados, está claro que para ellos la relación hombre-mujer es la propia de una familia profundamente cristiana. En cambio, los numerarios y los agregados se comprometen a vivir el celibato. Hay casi tantos hombres como mujeres, con un ligero predominio femenino, unas 38.500 mujeres frente a los 38.000 varones, según los datos de finales de 1993 (a estos datos hay que añadir los 1.500 sacerdotes, todos ellos -obviamente- hombres).

La severidad de las normas de la Institución para que exista colaboración sin interferencias -más aún, sin contacto alguno (salvo el regulado claramente)- ha suscitado las ironías de muchos, también en ambientes clericales.

Como en todo, caben distintas intepretaciones. Lo que para algunos puede ser «beatería superada», otros pueden entenderlo como «prudencia» y «realismo», necesarios para no hacer más difícil de lo que ya es hoy día (al menos, desde el punto de vista humano) vivir la castidad.

Además, hay que considerar el alto concepto que el beato tenía del matrimonio, que presentó siempre como «una verdadera vocación, un gran signo cristiano». Por tanto, la «protección» de la otra vocación que es el celibato no parece que pueda ser clasificada superficialmente como debida a la «típica sexofobia católica», ni mucho menos como misoginia, como querrían ciertos críticos.

Volveremos a este asunto. Ahora interesa regresar a ese «descubrimiento» durante la misa en casa de la anciana marquesa, a esa visión de «la otra mitad del Cielo», que hizo más gravosa la carga del joven cura.

Tanto es así que un día llegó a exclamar, como haciendo balance: «la fundación del Opus Dei tuvo lugar sin mí». No pensaba en la Obra, no había hecho plan o proyecto alguno, ni tampoco pretendía solucionar necesidad alguna de la Iglesia española o universal cuando -inesperadamente- «vio», aquel 2 de octubre de 1928, lo que estaba llamado a dar vida. Pero añadía: «La sección femenina nació contra mi opinión personal». Aquel 14 de febrero de 1930, más como una imposición que como una proposición, fue «obligado» a aceptar esa parte, pues originalmente no pensaba, «ni de broma», en incluir a mujeres en el proyecto que Dios le había puesto delante.

En cualquier caso, después del 2 de octubre de 1928 y más aún a partir de febrero de 1930, la vida de Josemaría Escrivá de Balaguer no es sino la historia de un jardinero al que se ha entregado una semilla y dedica todos sus cuidados, todo su tiempo, todas sus energías -toda su vida, en suma- para hacer crecer la planta. El 2 de octubre es el día en que la liturgia celebra la fiesta en honor de los Santos Angeles custodios: por eso, estos traits d'union entre el Cielo y la tierra que, por la fe, son las criaturas angélicas, abundantes en el Antiguo y en el Nuevo, tienen un puesto importante en la espiritualidad del Opus Dei.

A la vista de cómo sucedieron las cosas (al menos, tal y como se cuenta y se cree en la Obra), también los ajenos podemos entender mejor el porqué de esa «presencia» de Escrivá entre los suyos, esa insistencia en citar sus palabras, ese llamarlo «nuestro Padre», que señalaba al principio y que, para quien está al margen, suena como retórica y manifestación del culto a la personalidad.

El hecho es que ese sacerdote y esta institución no son en modo alguno separables: Escrivá es el Opus Dei. Ciertamente, no en el sentido de que sea «suyo» (en pocas instituciones que han surgido en la Iglesia esta expresión resulta más impropia, tanto que en este caso parece incluso inadecuado hablar de un «fundador»). Escrivá es el Opus Dei en el sentido de que, volviendo a la imagen de antes, el jardinero y la simiente que se le ha confiado forman una sola cosa.

Por esa razón, la vida de ese sacerdote, a diferencia de la existencia terrena de tantos colegas suyos en la santidad, es a primera vista poco apasionante: sin grandes acontecimientos visibles desde fuera, «monótona» en el sentido etimológico del término: con un solo «tono», porque aspiraba a un único fin. Es la historia (en gran parte interior, y por tanto inaccesible) del esfuerzo, sin reservarse nada, de un hombre que pretende transformarse en un instrumento cada vez más dúctil, dócil, diligente, para hacer visible en la historia un proyecto concebido desde la eternidad y puesto sobre sus hombros. Este proyecto, en efecto, cayó sobre él como una cruz, ante la cual instintivamente (como prueba de su «normalidad») se retrajo. Pero practicó a continuación, y con fruto, lo que más tarde aconsejó a los suyos: «¿No es cierto que, en cuanto dejas de tener miedo a la cruz, a lo que la gente llama "cruz", cuando pones tu voluntad en aceptar la voluntad divina, eres feliz, y desaparecen todas las preocupaciones, todos los sufrimientos físicos y morales?».

Precisamente, a causa de lo que se acaba de decir, no voy ni siquiera a esbozar las líneas maestras de una biografía, que coincidiría con la historia de la primera fase -la que va desde la semilla hasta el árbol joven- de una Obra que la colma y explica por entero. Intentar informar de modo sintético y objetivo sobre el Opus Dei -sobre su espíritu, sobre su organización- es el mejor modo de informar sobre Escrivá. El cual, por otra parte, tuvo como programa y como ideal: «ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca».

Por consiguiente, incluyo al final del libro un apéndice con un sumario cronológico: en él podrán seguir, si tienen interés, cómo avanzó y fue tomando forma, año tras año, paso a paso, la misión que Escrivá estaba convencido de haber recibido. Nosotros seguiremos reflexionando sobre la realización de esa misión en las páginas siguientes, sin las limitaciones de una biografía.

Veamos tan sólo qué sucedió cuando el sacerdote de 26 años «vio». Esto es importante, porque en esos primeros momentos se encierra el sentido y el estilo propio de todo lo que vendrá después.

Escuchemos de nuevo al ya citado Berglar: «después de la experiencia enigmática de 1928, y tras la de 1930, externamente, en los primeros tiempos no cambió absolutamente nada. Monseñor Josemaría Escrivá no actuó como suelen hacerlo los "fundadores" de iniciativas humanas de cualquier tipo. Estos suelen hacer declaraciones y presentar programas, explicando los motivos, los fines, los medios y las actividades previstas; luego, hacen propaganda, publican anuncios y se preocupan de su presencia pública... El nacimiento y el desarrollo del Opus Dei no tuvo lugar de esa manera. Su fundador no emitió un "escrito programático" en el que expusiera, por ejemplo, la situación del cristianismo en general, el de la Iglesia católica en particular y las medidas que se deberían tomar para promover una entrega total de los laicos...».

Continúa el historiador alemán: «Tampoco fundó en seguida una "Asociación" que paracticara esos "principios" ni redactó unos estatutos que le permitieran empezar a captar miembros. Aunque siempre ha habido y siempre habrá fundadores y fundaciones de este tipo (porque es algo perfectamente legítimo), el fundador del Opus Dei no actuó así. La Obra nació y empezó a crecer como todo lo que tiene vida propia, como todo lo que no se ha edificado artificialmente ni se ha construido con arreglo a un plan: es decir, como una planta que crece en silencio, con calma...».

Esta ausencia de esquemas ideológicos, de proyectos sobre el papel; esta primacía de la vida sobre la teoría; esta conciencia de que, más que inventar o crear, era preciso ayudar a que la semilla creciera, día tras día, uniendo el amor a la experiencia: todo esto, por lo que he visto, me parece una característica fundamental en el Opus Dei. Más aún, quizá sea uno de los secretos de su éxito en un mundo -y hoy también, por desgracia, en una Iglesia- que se afana en difundir «documentos», en convocar «reuniones de expertos», organizar «debates», «simposios», «congresos», «sínodos», en encargar «encuestas sociológicas».

He aquí otro motivo que alienta las sospechas de que los miembros del Opus Dei se esconden, proceden ocultamente, maniobran tras el escenario. Se desconfía de ese crecimiento «fisiológico», que se va ampliando poco a poco, como una mancha de aceite, con el ritmo progresivo y lento de la vida normal y corriente, hombre a hombre, de igual a igual, sin debates, manuales, mítines, proclamas, ideologías. Es lo que el beato llamaba «apostolado de amistad y confidencia»: un apostolado que no se ve, que no hace ruido, que no sale del ambiente personal en que nos movemos a diario, y que por esa misma razón puede alarmar a quien lo descubra, induciéndole a sospechar quién sabe qué secretos.

A diferencia, por ejemplo, de los testigos de Jehová, ningún miembro del Opus Dei (aunque le mueva también el celo apostólico), irá a llamar al timbre de casas desconocidas para ofrecer material de propaganda y para convencer a gente que ve por primera vez, con los argumentos estándar aprendidos en las «escuelas de ministerio teocrático», según los métodos del advertising americano. La formación doctrinal que ofrece la Prelatura no se dirige a una «promoción» religiosa de ese tipo. Tiende, sobre todo, al testimonio de la vida real; y después a la «amistad» y a la «confidencia» que nacen en el ámbito de las relaciones personales. El apostolado que realizan es, en gran parte, «invisible»; y resulta comprensible que quien no conozca su sentido, pueda confundirlo con una estrategia de ocultamiento.

Por otra parte, el mismo beato definía la Obra como «una organización desorganizada». Describía así el carácter de una institución donde existe la necesaria organización, como he comprobado personalmente: en los ambientes donde trabajan hombres y mujeres de la Obra, se lo aseguro, las cosas funcionan de modo impecable, con rasgos de seriedad y de solidez extremas. Pero esta organización deja todo el espacio posible a la imprevisibilidad, a la complejidad, a la riqueza de la vida que sólo la deformación intelectualista intenta sometar a esquemas, programas, jaulas ideológicas, acabando por ahogarla.

En una biografía de Escrivá encontré una frase que quizá dice más de lo que pretendía expresar el autor. «También al cabo de decenios, su memoria no fallaba, y le permitía recordar los detalles más nimios, especialmente los que se referían a las personas, a sus familias y a los acontecimientos domésticos».

He puesto las últimas palabras de la cita en cursiva por un motivo preciso. Probablemente, el rasgo más inquietante y siniestro de los ideólogos y de sus productos intelectuales que caracterizan -y que con tanta frecuencia han devastado y devastan- los últimos dos siglos, es la obsesión por los planes «generales», que va pareja con el olvido de las dimensiones «personales». Es la atención espasmódica por las «ideas», unida al desprecio por los «individuos».

El ideólogo recuerda rostros, sí; pero sólo los de sus adversarios y los de sus aliados ideológicos; recuerda nombres, pero sólo los que puede citar como apoyo para su «lucha». Lo que es seguro es que no sabrá recordar -ni le

preocupa- los detalles más nimios, especialmente los que se referían a las personas, a sus familias y a los acontecimientos domésticos.

El hecho de que éste fuera un rasgo de la personalidad del fundador del Opus Dei, que intentó inculcar a los suyos, me parece una buena señal: donde hay generalismos, fanatismo, deshumanización, donde existen «intelectuales» e «ideólogos», nadie se ocupa de las «familias», de los «asuntos domésticos». En una palabra, de las personas.

Probablemente, una institución donde se recuerda el cumpleaños de un nieto y donde se aprecia un interés sincero por la salud de una tía enferma, sea menos temible de lo que se cree.