5.5. Roma, 27 de marzo de 1975

"Al paso de Dios" es una biografía de San Josemaría escrito por François Gondrand

Sentado al fondo del oratorio del Consejo General del Opus Dei, el Padre evoca, en voz alta, sus cincuenta años de sacerdocio, que celebrará al día siguiente.

No quiero que se prepare ninguna solemnidad -había escrito dos meses antes- porque deseo pasar este jubileo de acuerdo con la norma ordinaria de mi conducta de siempre: ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca.

Lo único que ha pedido a sus hijos es que se unan a él en ese día, que coincidirá con el Viernes Santo: Ayudadme a agradecer a Dios, junto con el inmenso tesoro de la llamada al Sacerdocio y de la otra vocación divina a la Obra, todas sus misericordias y todos sus beneficios... también aquellos que yo no haya sabido percibir.

Motivos de agradecimiento, ha vuelto a tenerlos, hace todavía muy poco, en América.

Cuando el año anterior se había visto obligado a acortar su viaje, había prometido volver a Venezuela y ahora acababa de cumplir su promesa. Había estado en ese país, y también en Guatemala, pero, de nuevo, su estado de salud le había obligado a dar por terminada su estancia antes de lo previsto.

Más reuniones de familia

El viaje había durado dieciocho días, durante los cuales había vuelto a creer que soñaba viendo las maravillas que el Señor, en pocos años, había realizado en esos países. En diversos lugares, entre risas y canciones (canciones de amor de los trópicos, que él transportaba al plano sobrenatural para nutrir su oración), había recibido, con frecuencia al aire libre, bajo grandes toldos, a miles de personas. Entre ellas, numerosos jóvenes a los que había hablado de Dios, ya que, según sus propias palabras, yo no sé hablar más que de Dios. Precisamente para eso habían acudido a escucharle hombres y mujeres procedentes de todos los rincones de esos dos países -Venezuela y Guatemala- y también del Ecuador, México y Colombia; de Puerto Rico, de Trinidad, de los Estados Unidos...

Al contemplar su entusiasmo, había pensado en lo que había dicho Alejandro Magno a sus generales cuando, antes de una batalla decisiva, había repartido con ellos todos sus bienes: "¡A mí me queda la esperanza! ".

La esperanza, para él, estaba en la atención con que le escuchaban todos; en esos jóvenes de tantos países, que él se resistía a dejar al final de esas largas tertulias en las que procuraba inflamarles con el amor de Cristo.

El Amor... ¡bien vale un amor!, les había repetido muchos años después de escribir esa frase en Camino, pensando precisamente en ellos y en muchos otros...

El Padre había desempeñado así el papel de juglar de Dios, utilizando una imagen que gustaba emplear para expresar los sentimientos que solía experimentar en tales circunstancias, rememorando la leyenda del juglar de Nuestra Señora. Pero lo que muchos ignoraban era que esa actividad, ese darse a los demás, le hacía llegar completamente agotado al final de cada jornada.

A1 descender del avión que, desde Caracas, le había conducido a Guatemala, el 15 de febrero, había visto, con sorpresa, que entre las personas que le esperaban se encontraba el Cardenal Casariego, arzobispo de la diócesis. Luego, al marcharse, le había conmovido contemplar que miles de personas le aplaudían mientras se dirigía al avión: todas las que no había podido recibir al tener que adelantar el viaje a causa de su debilidad y cansancio. Porque, como en Ecuador al final de su anterior viaje, el Señor le había pedido esa renuncia, y él se ponía en sus manos como un niño en las de su padre.

Mirando hacia el pasado

Como un niño que balbucea. Tal es la idea que sirve de base a su oración ese 27 de marzo, Jueves Santo, en Roma. El Padre abre su corazón ante sus hijos, y les pide que se unan a él para dar gracias a Dios por sus cincuenta años de sacerdocio.

Una mirada atrás... Un panorama inmenso: tantos dolores, tantas alegrías. Y ahora, todo alegrías, todo alegrías... Porque tenemos la experiencia de que el dolor es el martilleo del artista que quiere hacer de cada uno, de esa masa informe que somos, un crucifijo, un Cristo, el "alter Christus" que hemos de ser. Señor, gracias por todo. ¡Muchas gracias! (...) Un cántico de acción de gracias tiene que ser la vida de cada uno, porque, ¿cómo se ha hecho el Opus Dei? Lo has hecho Tú, Señor, con cuatro "chisgarabís" (...) Has buscado medios completamente ilógicos, nada aptos, y has extendido la labor por el mundo entero. Te dan gracias en toda Europa, y en puntos de Asia y África, y en toda América, y en Oceanía. En todos los sitios te dan gracias (..).

Tú eres quien eres: la Suma Bondad. Yo soy quien soy: el último trapo sucio de este mundo podrido. Y, sin embargo, me miras..., y me buscas..., y me amas (...) Señor, que yo te busque, que te mire, que te ame. Mirar es poner los ojos del alma en Ti, con ansias de comprenderte, en la medida en que -con tu gracia- puede la razón humana llegar a conocerte. Me conformo con esa pequeñez....

"Vultum tuum, Domine, requiram!" (Ps. XXVI, 8) ¡Señor, busco tu rostro! Hace meses que el Padre viene repitiendo aún más esta invocación bíblica, expresión de sus más profundos anhelos: el Papa, la paz de la Iglesia, los apostolados de la Obra, que desea ver cada vez más extendidos, como ese mar sin orillas del que hablaba en los años treinta a quienes quería comunicar su fe.

¡Señor, haz que yo vea!, añade ahora. La exclamación del ciego que pedía su curación a Jesús en el camino de Jericó (Lc. XVIII, 35-43) tiene, desde hace algún tiempo, un sentido distinto al que tenía cuando la utilizaba para pedir luces al Señor, antes de la fundación del Opus Dei. Su vista ha empezado a declinar. En enero ha consultado a un oculista, que le ha dicho que las cataratas de sus ojos, secuela de su pasada diabetes, no se pueden operar. Ve muy poco, en efecto, pero sólo quienes conviven con él se han dado cuenta. Pero, como ha hecho siempre, no pide su curación física, ya que se abandona por completo en las manos de Dios.

Elevando al plano sobrenatural esta nueva prueba, que tanto le limita, ya que disminuye considerablemente su capacidad de trabajo, ha pedido a sus hijos, al comenzar el año, que dirijan a menudo al Señor esta invocación, tomándola, como él, en su sentido más alto: Todos unidos, a decir esa jaculatoria: "Domine, ut videam!", que cada uno vea. "Ut videamus!", que nos acordemos de pedir que los demás vean. "Ut videant!", que pidamos esa luz divina para todas las almas sin excepción: ¡que vean! Que veamos con la luz del alma, con claridad, con sentido sobrenatural, las cosas de la tierra.

Gracias a Dios, las defecciones han sido la excepción a lo largo de los cuarenta y siete años de historia de la Obra. ¡Qué reconfortante es la unidad de todos sus hijos...! Más de sesenta mil hombres y mujeres repartidos por toda la tierra, viviendo en las situaciones humanas más diversas el espíritu que él había recibido de Dios para transmitírselo a los demás.

Ciertamente, había procurado secundar con todas sus fuerzas, a pesar de sus debilidades, la acción del Señor, pero Dios había sido fiel a sus promesas y le había pagado con creces, permitiéndole contemplar en esta vida parte de lo que le había hecho ver el 2 de octubre de 1928 mediante una gracia excepcional. Como la vasta descendencia de un patriarca...

Pronto llegará el momento de "pasar el testigo", como en las carreras de relevos. Pero tampoco eso ofrece problema alguno.

Vosotros sois la continuidad, dice el Padre a quienes le rodean, y, a través de ellos, a todos los miembros de la Obra, a quienes siempre ha llamado cofundadores, ya que les ha sido dado vivir con él la gran aventura de la expansión del Opus Dei por toda la tierra.

En los ojos de los que le visitan en Roma casi todos los días, en los de los jóvenes y las jóvenes que se están formando en Cavabianca y en Castelgandolfo, y en los de los grupos cada vez más numerosos que acuden en Semana Santa, percibe un gran cariño, un gran deseo de fidelidad, la determinación de entregarse plenamente al Señor y el convencimiento de que Dios les pagará con creces ya en esta vida. Pero, sobre todo, le conmueve la fidelidad de sus hijos mayores, quienes ya peinan canas y llevan en su alma las cicatrices de todos esos combates sobrenaturales que tanto les han hecho progresar en la vida interior. Entre ellos, los que, en países lejanos o muy cerca de él, como Álvaro del Portillo, consagran su vida y su experiencia a impulsar los latidos de ese corazón que es el gobierno de la Obra.

La oración de ese 27 de marzo está a punto de acabar. Una vez más, Mons. Escrivá de Balaguer recuerda a sus hijos el sentido de su vocación en el Cielo y en la tierra, siempre. No "entre" el Cielo y la tierra, porque somos del mundo (...) En el Cielo y en la tierra, endiosados; pero sabiendo que somos del mundo y que somos tierra, con la fragilidad propia de lo que es tierra...

De nuevo, una acción de gracias litúrgica: "Gratias tibi, Deus!" Una invocación a la Virgen, a San José, a los Santos Ángeles Custodios, que fueron testigos privilegiados de aquella llamada divina, el 2 de octubre de 1928, y la oración termina.

El 28 de marzo, Viernes Santo, aniversario de su ordenación sacerdotal, se reúne por la mañana con algunos de sus hijos, que han ido a saludarle. En una de sus frases hace alusión a la marcha de sus cincuenta años de sacerdocio: He querido hacer la suma de estos cincuenta años y me ha salido una carcajada. Me he reído de mí mismo, y me he llenado de agradecimiento a Nuestro Señor, porque es Él quien lo ha hecho todo...

En Torreciudad

Las obras del nuevo Colegio Romano de la Santa Cruz, en Cavabianca, tocan a su fin. Desde el mes de septiembre último, funciona a pleno rendimiento. Quedan por rematar muchos detalles, pero pronto será posible colocar esa "última piedra" de esta nueva "locura", con la que el Padre lleva tantos años soñando.

El 23 de mayo, el Padre se encuentra en Torreciudad, procedente de Madrid, adonde había llegado una semana antes, pasando por Zaragoza, Ese mismo día consagra el altar mayor del nuevo Santuario, luego de contemplar largamente el gran retablo de alabastro, diseñado con arreglo a sus indicaciones e inspirado en los de la Catedral de Barbastro, La Seo y la basílica del Pilar de Zaragoza.

Sólo los locos del Opus Dei hacemos esto, y estamos muy contentos de ser locos... ¡Muy bien!, lo habéis hecho muy bien. Habéis puesto tanto amor aquí..., pero hay que terminar, hay que llegar al final (...), ¡qué bien se va a rezar aquí!

El Santuario, de moderna y original factura, así como los edificios anejos, han complacido mucho al Padre. A los arquitectos, y a todos cuantos han intervenido en las obras, les ha dicho:

-Con material humilde, de la tierra, habéis hecho material divino.

Fiel a su lema de siempre -ocultarme y desaparecer- dice a quienes le acompañan que no asistirá a la apertura al culto, el próximo mes de junio. Ya lo ha inaugurado a su manera, consagrando el altar mayor... y confesándose con don Álvaro del Portillo, en la cripta de los confesionarios.

Antes de regresar a Roma, el Ayuntamiento de Barbastro le hace entrega, el 25 de mayo, de la medalla de oro de la ciudad. El discurso de Mons. Escrivá de Balaguer se ve interrumpido por la emoción. No es, sin embargo -explica-, tanto a causa de los recuerdos que la ceremonia trae a su memoria como de un pensamiento que no se le va de la cabeza: la muerte, en Roma, el día antes, de un hijo suyo, Salvador Canals, miembro del Tribunal de la Rota, a quien había enviado a Roma en 1942... Una vez más, Dios ha llamado a uno de sus hijos, el cual hubiese podido servir al Señor muchos años todavía, con generosidad. Y, una vez más, el Padre somete su mente y su corazón a la Voluntad divina, aunque no logre comprender...

El, por su parte, lleva mucho tiempo preparándose para esa última cita. Su prisa en trabajar todavía más por el Señor no tiene otra explicación. Dice, a menudo, que se le está haciendo de noche, pero ese presentimiento de la muerte no constituye para él un motivo de tristeza. La muerte repentina -ha dicho un día- es como si el Señor nos sorprendiera por detrás y como si nosotros, al volvernos, nos encontráramos en sus brazos.

El 25 de junio, e1 Padre celebra, en la intimidad de Villa Tévere, el trigésimo primer aniversario de la ordenación de los tres primeros sacerdotes del Opus Dei. En los mementos de la Misa, tiene un recuerdo también para los cincuenta y cuatro miembros de la Obra, de diversos países, que van a ser ordenados en Barcelona, dentro de unas semanas. Son bastantes, sí, pero todavía pocos para las necesidades crecientes de la Obra.

Al día siguiente, después de celebrar la Santa Misa muy temprano, se traslada a Castelgandolfo para despedirse de sus hijas antes de abandonar Roma ese verano.

Hace un calor bastante agobiante este 26 de junio.

A las diez y media de la mañana, el Padre y quienes le acompañan llegan a Villa delle Rose, sede, desde hace algunos años, de un centro internacional de formación de la Sección de mujeres del Opus Dei. Las últimas que han llegado proceden de Kenya y de las Islas Filipinas. Todas manifiestan ruidosamente su alegría ante la presencia del Padre. Lentamente, con gravedad, les habla de lo que, en esos momentos, constituye el objeto primordial de su oración y de sus preocupaciones. Evoca, una vez más, esa alma sacerdotal que deben esforzarse por tener todos los cristianos, hombres y mujeres, sacerdotes y laicos:

Vosotras tenéis alma sacerdotal, os diré como siempre que vengo aquí (...) Y con la gracia del Señor, y el sacerdocio ministerial en nosotros, los sacerdotes de la Obra, haremos una labor eficaz.

Les pide que recen por los que van a ser ordenados el 13 de julio, y también por la Iglesia, que está tan necesitada, que lo está pasando tan mal en el mundo, en estos momentos. Hemos de amar mucho a la Iglesia y al Papa, cualquiera que sea.

Al cabo de unos veinte minutos, un malestar evidente obliga al Padre a interrumpir la reunión y a retirarse a una habitación cercana. Instantes más tarde, aunque quienes le acompañan le aconsejan esperar un poco, decide regresar a Roma. Quiere ir por la tarde a Cavabianca, para despedirse de sus hijos del Colegio Romano.

El viaje de vuelta es rápido. Poco antes de mediodía, el automóvil llega a Villa Tévere. El Padre saluda a Jesús Sacramentado en el Sagrario, haciendo una profunda genuflexión, acompañada, como siempre, de un acto de amor, y sube al ascensor que ha de conducirle al despacho donde trabaja de ordinario. Al abrir la puerta, dirige, también como siempre, una mirada a un cuadro de la Virgen de Guadalupe.

-¡Javi!

Don Javier Echevarría, que acompañaba al Padre, se ha quedado un poco rezagado para cerrar la puerta del ascensor.

-¡Javi! No me encuentro bien.

La voz, ahora, es más débil. Cerca de don Álvaro del Portillo y de don Javier Echevarría, el Padre cae desplomado al suelo.