5.4. Río de Janeiro, 22 de mayo de 1974

"Al paso de Dios" es una biografía de San Josemaría escrito por François Gondrand

"Fuego he venido a traer a la tierra..." (Lc. XII, 49). Estas palabras del Señor, que don Josemaría repetía con frecuencia cuando estaba en el seminario de Zaragoza, habían inspirado toda su labor apostólica desde la fundación del Opus Dei.

A1 principio, el fuego se había mantenido mucho tiempo en rescoldo bajo las ramas; luego, poco a poco, se había ido propagando, encendiéndose en grandes llamaradas que, a veces, le maravillaban, aunque de alguna manera las hubiese previsto.

Tal era el caso de muchos países de Iberoamérica, donde apenas hacía veinte años que habían llegado los primeros miembros de la Obra para ejercer su actividad profesional. El número había sido reducidísimo y la falta de medios materiales evidente, pero, con todo, se había producido en poco tiempo una auténtica explosión apostólica.

Entre el 22 de mayo, fecha de su llegada al Brasil, y el 31 de agosto, en la que abandonará Venezuela para regresar a Europa, el Padre va a reunirse con miles y miles de personas en seis de los países de América del Sur donde trabaja la Obra.

Muchas de las reuniones que celebra son auténticas tertulias de familia en las que mantiene un diálogo íntimo con grupos reducidos. A otras asisten multitud de personas, las cuales, sin embargo, se sentirán siempre directamente implicadas en la conversación con el Padre, que, como es sabido, posee el don de convertir el "público" en familia en cuanto abre la boca.

Son tantos los que quieren verle y escucharle que se hace necesario organizar varias reuniones al día y buscar grandes espacios, pues los Centros de la Obra no son suficientes. Se alquilan, pues, salas de reuniones más amplias, como el Palacio de Convenciones del Parque Anhembi en São Paulo o el Teatro Coliseo de Buenos Aires, con capacidad respectivamente para 4.000 y 5.000 personas. Pero es preciso repetir las reuniones para que todo el mundo pueda ver al Padre por lo menos una sola vez...

Se invita a los amigos y acuden familias enteras. Los más atrevidos logran hacerse con algunos micrófonos repartidos por la sala, para entablar con Mons. Escrivá uno de esos sorprendentes diálogos, en los que lo sincero de las preguntas y lo directo de las respuestas hacen olvidar las dimensiones del local.

En todas partes se reproducen esos singulares coloquios durante los cuales un joven habla de su posible vocación, un padre de familia de su preocupación por los hijos, un empresario o un obrero de su deseo de santificar su trabajo; el librero, la costurera, el periodista, la actriz, cuentan lo que hacen para cristianizar su ambiente profesional.

El Padre escucha atentamente y responde sin vacilar, como si hubiese adivinado, antes de que su interlocutor remate la pregunta, lo que más le preocupa en razón de su edad, de su situación familiar y de su puesto en la sociedad. Toda su personalidad le vuelca sobre él, pero el diálogo, a través de esa persona, se establece también con todos los presentes, como si el Padre se estuviese refiriendo a cada uno de ellos.

Es algo más que una corriente de simpatía la que une al público con la silueta negra que se desplaza vivazmente de un lado al otro de la tarima o del escenario, para aproximarse a sus interlocutores; es una unión en Cristo que prende en los corazones y les insufla un nuevo deseo de proyectar a todos los vientos el dinamismo de la alegría cristiana.

A veces, las preguntas ponen de manifiesto, con delicadeza, dramas íntimos: padres con hijos subnormales, viudas que tienen que sacar adelante una familia, profesionales sin trabajo... O esa madre de un sacerdote que se descamina, a quien la emoción le impide terminar su intervención, que tiene que ser leída por otra persona. En esos momentos, el silencio se espesa, como si se llenase de cariño a medida que el Padre va respondiendo con palabras en las que pone todos los tesoros de su corazón sacerdotal para consolar, animar y unir todo ese sufrimiento al dolor triunfante de la Cruz de Cristo. Una cruz que, si se lleva con garbo, no es una cruz cualquiera; será... la Santa Cruz.

Las lágrimas que muchos enjugan en esos momentos no nacen del sentimentalismo, sino de lo que experimenta todo cristiano cuando Dios le hace sentirse más cristiano y más hombre.

Como en México el año 1970 y en España y Portugal en 1972, Mons. Escrivá dirá una y otra vez que ha aprendido mucho con esas preguntas, sobre todo por el amor a Dios y al prójimo que revelan.

Otras veces, con sus respuestas, el Padre aligera la atmósfera, revistiendo sus palabras, siempre llenas de contenido, de un buen humor que hace estallar la risa. Luego, cuando habla del misterio de la Comunión de los Santos o de la misericordia divina, que se vuelca en el Sacramento de la Penitencia, los rostros vuelven a ponerse serios.

El Padre, delante de todos, exclama más de una vez que daría por bien empleado su viaje con tal de que hubiese convencido a uno de los oyentes de la necesidad de confesarse. Llevad a confesar a vuestros amigos, a vuestros parientes, a las personas que amáis, repite insistentemente, alzando la voz para suscitar en sus interlocutores iniciativas concretas.

Insiste en la conveniencia de confesarse con frecuencia, aunque muchos sacerdotes no hablen apenas de ese sacramento en la predicación y en la catequesis. También los niños deben confesarse, porque no es verdad que queden "traumatizados" si se les lleva a confesar cuando son pequeños.

Para apoyar lo que acaba de decir, evoca su primera confesión en Barbastro y la curiosa penitencia -nada "traumatizante", desde luego- que le había impuesto el simpático religioso a quien su madre le había llevado: comer un huevo frito. ¡Aquel hombre valía un imperio!, termina diciendo, ante las risas de quienes le escuchan. (Muchos de ellos aprenderán la lección, confesándose ellos mismos y acercando a sus amigos al Sacramento de la Penitencia.)

Su mensaje, en seis naciones de Sudamérica, es esencialmente el mismo que lanzó en México en 1970, en España y Portugal dos años más tarde, y en todos los países europeos que ha visitado: invitación a mantener un diálogo constante con el Señor, a través de la oración y de un trabajo hecho cara a Dios; vida sobrenatural, alimentada en la gracia que confieren los sacramentos, empezando por el bautismo, que abre las puertas a esa vida -de ahí la necesidad de bautizar cuanto antes a los recién nacidos-, y siguiendo con la Confesión y la Eucaristía...

Nuestro Señor Jesucristo -repite con insistencia- está realmente, verdaderamente, sustancialmente presente, oculto en la Hostia Santa, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad.

No es difícil darse cuenta de que los consejos del Padre son los de un confesor experimentado, lleno de sentido común y de sentido sobrenatural. Lo cual, a veces, hace reír, porque lo que dice está lleno de gracejo. Así, por ejemplo, cuando aconseja a las mujeres que se arreglen y se preocupen, sobre todo con los años, de remozar un poco la fachada,-, utilizando los cosméticos previstos al efecto. Será un gesto de caridad para todos y un medio de parecer más jóvenes ante sus maridos.

Utilizando el lenguaje con prudencia, sobre todo cuando hay niños

delante, el Padre, como en todas partes, recuerda con claridad a las parejas la doctrina de la Iglesia sobre ciertos puntos clave de la moral conyugal, exhortándoles a no cegar las fuentes de la vida, pues eso les llevaría a dejar de ser cónyuges para convertirse en cómplices... Además, cada hijo trae un pan debajo del brazo, dicho de su país que le gusta repetir, porque tiene mucho de verdad.

En cuanto al aborto no duda en decir que es un crimen, recalcando cada sílaba para que quede más claro.

Con todo, las consideraciones del Padre adquieren un matiz concreto en cada nación de América, como si captase inmediatamente sus características propias. En Brasil, por ejemplo, país de dimensiones continentales, donde todas las razas se mezclan y confunden, anima a sus oyentes a prepararse para dispersarse por el mundo entero; a rezar y a trabajar por el apostolado que deberán realizar en el Brasil y desde el Brasil.

En Argentina, a partir del 7 de junio, hace una invitación parecida, evocando las vastas llanuras de la Pampa, y en Chile, recién salido de las convulsiones políticas que lo han agitado, pide a quienes le escuchan, entre el 28 de junio y el 9 de julio, que no sean cristianos pasivos, que amen a la Iglesia, que sean buenos ciudadanos de su país, que quieran bien a todos sus compatriotas; ¡sin ninguna excepción de ninguna clase! Que tengáis el corazón muy grande para ver con afecto, insisto, a todo el mundo.

Ha pedido todo esto a la Virgen en los santuarios que ha visitado: Lo Vásquez, entre Santiago y Valparaíso; La Aparecida, en Brasil; Nuestra Señora de Luján, en Argentina... En todos ellos ha pedido también, para él, para sus hijos, para los sacerdotes, para todos los cristianos, la gracia de la fidelidad y de la lealtad.

Lealtad a la Iglesia: ese será el tema central de sus consideraciones en esos países de América, como lo había sido siempre, también dos años antes en la Península Ibérica: No se puede arrancar un sillar de la Iglesia de Dios sin tirar abajo la Iglesia entera. Una de las labores que os recomiendo -que podéis hacer como la hago yo, y aún mejor, porque tenéis más amor, porque sois mejores- es que, cuando veáis que arrancan una piedra de la Iglesia, vayáis allá, os pongáis de rodillas, la beséis, y, poniéndola sobre vuestros hombros, la volváis a colocar en su sitio. -Padre, ¿cómo la colocaremos? -Con el deseo, porque nosotros no tenernos capacidad para hacer otra cosa. Sí tenemos, en cambio, deseos de santidad, de hacer bien a las almas, de ser fieles a esta Madre Buena, de hacer que no se pierda ni una gota de la Sangre de Cristo Nuestro Señor. ¡Buena labor ésta!

El Padre ha ido a Lo Vásquez la víspera de su partida de Chile, el 8 de julio. Como la noticia había corrido de boca en boca, muchas hijas e hijos suyos se le han adelantado y están ya en el santuario antes de su llegada. Todos juntos, rezan el Rosario. El Padre, de rodillas en el suelo del coro, mira fijamente la imagen de la Virgen, de tamaño natural, que, revestida con hermoso ropaje, preside el altar. Luego, rezan todos la Salve.

Impresionado por esta manifestación de fe, el Padre repetirá varias veces, antes de abandonar Chile, que los chilenos saben rezar. No en vano ha recomendado una y otra vez a quienes han querido escucharle que no abandonen la tradicional devoción del Rosario, repitiendo, con otras palabras, lo que ya decía el año 1934 en ese librito escrito de un tirón, después de la Misa, en la madrileña iglesia de Santa Isabel:

-¡De hombres es rezar el Rosario! Lo que no es de hombres es no rezar: eso es de bestias. Sólo las bestias no rezan (...) Un hijo de Dios, una hija de Dios, un hombre digno del título de hombre, se santigua, reza, se dirige a Dios, habla con El, se encomienda, pide ayuda.

Y para mejor convencer a todos, no vacila tampoco aquí en sacar el rosario del bolsillo y besar las medallas que de él cuelgan, provocando los aplausos de la concurrencia. Una lección práctica que vale más que las palabras.

***

Brasil, Argentina, Chile... Las reuniones, las tertulias, se han sucedido ininterrumpidamente, a pesar del cansancio que eso representa para el Padre, quien, no obstante, está dispuesto a proseguir su correría apostólica al mismo ritmo.

En Perú, a donde llega el 9 de julio, día en que se cumple el vigésimo primer aniversario de la llegada de los primeros miembros de la Obra, tiene la alegría de visitar las principales labores apostólicas: en Lima, y también en Cañete, sede central de la Prelatura de Yauyos, confiada al Opus Dei por la Santa Sede en 1957.

Procedentes de los valles y montañas próximos, centenares de campesinos de los Andes han caminado durante horas y horas, de noche y de día, para estar un rato al lado del Padre en el Centro rural de Valle Grande y en la Escuela femenina de Condoray. Indios, mestizos y criollos, campesinos y comerciantes, estudiantes y profesores, se mezclan en los coloquios, que recuerdan aquellas conversaciones del Señor cuando hablaba a sus discípulos "de las cosas tocantes al Reino de Dios" (Act. I, 3); así las describen los Hechos de los Apóstoles cuando evocan los últimos días que Jesús resucitado estuvo presente entre los hombres.

El Padre tiene las mismas palabras para todos, pues en la Iglesia todos tenemos la misma dignidad: No hay ni pobres ni ricos, no hay más que hijos de Dios.

A una empleada de hogar que trabaja en Lima le dice que su tarea,

semejante a la de María, puede ser divina, no sólo porque debe realizarla con arte y con ciencia, en beneficio de la familia donde presta sus servicios, sino también, y sobre todo, porque no hay trabajo que no sea digno, santo y divino.

En efecto: el valor de una tarea no reside en su apariencia más o menos brillante, sino en el amor de Dios que se pone en ella, sea una tarea que nos coloca en la cima de la escala social o en su base.

A Dios lo encontramos en nuestra vida diaria, en nuestros momentos de cada día aparentemente iguales, de hoy, de mañana y de ayer, de anteayer y de pasado mañana. Está en nuestra comida y en nuestra cena, en nuestra conversación y en nuestro llanto y en nuestra sonrisa. Está en todo, Dios es Padre. Si queremos ir a El, lo encontraremos en cualquier momento.

***

Durante su estancia en Perú, el Padre cae enfermo con una pulmonía en la tercera semana de julio. No por eso deja de reunirse con cerca de mil quinientas personas en el jardín del Centro cultural Miralba, próximo a Lima, y con otros grupos de personas, uno de ellos formado por sacerdotes.

Su estancia en Ecuador, entre el 1 y el 15 de agosto, le reserva una sorpresa: es víctima del soroche, el mal de altura, que ataca a muchas personas que visitan Quito, la capital, situada a más de 3.000 metros de altitud. El mal persiste, obligándole a partir antes de lo previsto, sin haber podido reunirse con todos los que esperaban verle y oírle: miembros de la Obra, parientes, cooperadores, amigos..., aunque no deja de tener tres o cuatro reuniones.

El Fundador del Opus Dei, que tantas ganas tenía de proseguir allí la tarea iniciada en Brasil, Argentina, Chile y Perú, físicamente lo está pasando mal. Pero no deja de aprovechar todas las circunstancias para meterse más y más en Dios. Habla con dificultad -antes de las dos reuniones que ha celebrado con dos grupos reducidos, ha habido que aplicarle oxígeno- y, en contra de lo habitual en él, su voz es débil, aunque todavía le queda humor para bromear:

-Es que no soy un hombre de altura...

Luego, ya más serio, continúa diciendo que el Señor juega con nosotros los hombres, como un padre con un niño pequeño. Ha dicho: éste, que está tan enamorado de la vida de infancia, de una vida de infancia especial, ahora se lo voy a hacer sentir yo. Y me ha convertido en un infante (...) Pero ahora debo predicarle sonriendo, y con mi pobre conducta, porque siento la protesta del niño que tiene que ir cogido de la mano de papá y mamá. Y a mí me gusta andar corriendo... ¡Qué humillación, ¿eh?! (...)

Jesús, acepto vivir condicionado estos días y toda la vida, y siempre que quieras. Tú me darás la gracia, la alegría y el buen humor para divertirme mucho, para servirte, y para que la aceptación de estas pequeñeces sea oración llena de amor.

La pena que sienten sus hijos e hijas al saber que no se encuentra bien y que va a acortar su estancia hace que estén todavía, si cabe, más atentos a lo que dice y hace en esos quince días, en los que el Padre, al aceptar con tanta sumisión la voluntad de Dios, les está dando la más hermosa de las lecciones, la mejor de las "catequesis"...

***

Muy cansado, y todavía afectado por las secuelas del soroche, el Padre llega a Caracas el 15 de agosto. A pesar de todo sigue recibiendo a grupos muy numerosos de hijos suyos, en especial los últimos días, el 29 y el 30 de agosto. Lo que más siente es no poder prolongar y multiplicar esas reuniones... Un día, en que se encuentra muy cansado, uno de sus hijos le oye murmurar en voz baja: Vultum tuum, Domine, requiram!

Son unas palabras del versículo 8 del Salmo XXVI, que siempre alimentan, pero desde hace algún tiempo todavía más, su diálogo con Dios y constituyen una manera de ofrecerle estas nuevas limitaciones que Él le impone y de manifestarle su deseo de unirse definitivamente con Él, al final de una larga vida a su servicio:

-¡Señor, tengo unas ganas de ver tu cara, de admirar tu rostro, de contemplarte...! Te amo tanto, te quiero tanto, Señor...

De regreso a Roma, Mons. Escrivá de Balaguer sigue teniendo ante los ojos el maravilloso espectáculo de tantas iniciativas apostólicas y tantos miles de personas como ha visto en los seis países de América que ha visitado, países en los que, veinte años antes, el Opus Dei no era nada.

Ha procurado con todas sus fuerzas, e incluso sacando fuerzas de flaqueza, transmitir a esas almas las riquezas que guarda en su corazón: la doctrina de la Iglesia y el espíritu recibido de Dios. Ahora, cuenta con que sus hijos e hijas sabrán tomar el relevo.

Las cartas que recibe de aquellos países le confirman que el apostolado está recibiendo un poderoso impulso. Verdaderamente, el Señor sabe hacer bien las cosas... En aquellas tierras fértiles, se ha excedido en generosidad.

Te agradezco, Señor, que hayas procurado que yo comprenda, de manera evidente, que todo es tuyo: las flores y los frutos, el árbol y las hojas, y esa agua clara que salta hasta la vida eterna.

"Gratias tibi, Deus!"

***

¿En qué piensa el Padre cuando se encuentra en una de esas salas repletas de un público tan diverso?...

"¿No te da miedo subir al escenario y hablar a tanta gente?", le había preguntado un día su sobrina, de ocho o nueve años, con la osadía propia de su edad.

Ciertamente, la idea de ofrecerse como espectáculo le repugna. Sólo le empuja a hacerlo el deseo apasionado de fortalecer la fe de tantas almas como ya se benefician, en mayor o menor grado, de la influencia espiritual de la Obra, pero que, al vivir en un mundo desquiciado, ven poner en tela de juicio todos los días las verdades más elementales.

¿En qué piensa cuando contempla esos miles y miles de hombres y de mujeres que le escuchan con apasionada atención, con un cariño que enseguida advierte? Tal vez, cuando extiende las manos al final de esas reuniones, para dar la bendición a todos trazando la señal de la cruz sobre sus cabezas, Josemaría Escrivá evoque aquellos tres estudiantes que asistían a la bendición con el Santísimo Sacramento en una vieja capilla del asilo de Porta Coeli, un día de enero del año 1933. Pero, sin duda, ve también, con los ojos del alma, los millones de hombres y mujeres que continuarán abriendo el mismo surco de paz en el mundo, como los miles que ahora le escuchan.

Y así, la tradicional bendición de viaje se ensancha y amplifica para ponerse a la altura de aquel inmenso continente, haciéndose "patriarcal":

En Brasil: Que os multipliquéis como las arenas de vuestras playas, como los árboles de vuestras montañas, como las flores de vuestros campos, como los granos aromáticos de vuestro café...

En Argentina: Para toda la tierra Argentina, paro aquellos bosques maravillosos del Paraguay, para aquella tierra del otro lado del Plata (Uruguay), para vuestros hogares, para vuestros hijos, paro las guitarras de vuestros hijos, y para la alegría de vuestros corazones...

En Chile, el Padre concluye: Voy a bendecir ahora vuestros cariños buenos y nobles, vuestras amistades limpias, vuestras ilusiones grandes, científicas y apostólicas, y también vuestras diversiones... Y vuestros hogares futuros, y a vuestros padres... En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.