5.2. Fátima, mayo de 1967

"Al paso de Dios" es una biografía de San Josemaría escrito por François Gondrand

Trece años después de su última peregrinación a Fátima, el Padre vuelve a postrarse a los pies de Nuestra Señora. A pesar de la lluvia, es grande la afluencia de peregrinos; dentro de unos días, el 13 de mayo, el Papa Pablo VI va a presidir las ceremonias conmemorativas del cincuentenario de las apariciones. El Fundador del Opus Dei se une por adelantado a las intenciones del Sumo Pontífice y pide por la Iglesia y por los frutos del Concilio. Luego, recibe a distintos grupos de sus hijos e hijas portugueses en un Centro de la Obra cercano a Oporto, Enxomil.

Transfigurar la vida ordinaria

El 7 de octubre de 1967 preside, en Pamplona, una ceremonia similar a la de 1964. Seis profesores universitarios de diferentes países reciben de sus manos el título de doctor honoris causa por la Universidad de Navarra: un portugués, profesor de la Universidad de Coimbra, Guilherme Braga da Cruz; un belga, Mons. Onclin, profesor de Derecho Canónico en la Universidad de Lovaina y Secretario de la Comisión Pontificia para la reforma del Código de Derecho Canónico; Ralph M. Hower, norteamericano, profesor en la Business School de la Universidad de Harvard; Otto B. Roegele, alemán, profesor y Director del Instituto de Ciencias de la Información de la Universidad de Münich; Jean Roche, profesor en el Colegio de Francia y Rector de la Sorbona; y, finalmente, el Dr. Jiménez Díaz, eminencia médica española, ya fallecido, a quien se otorga el nombramiento a título póstumo por lo mucho que había ayudado a la Universidad de Navarra desde sus comienzos.

Esta vez, son más de treinta y cinco mil las personas llegadas a Pamplona, incluso en trenes especiales, no sólo de distintos puntos de la geografía española, sino también de Portugal, Francia, Italia, Alemania y Bélgica.

Reuniones similares a la que había tenido lugar el año 1964 en el Teatro Gayarre se celebran allí y en otros lugares, incluso al aire libre, en el campus de la Universidad. El ambiente de diálogo, espontáneo y abierto, es también el mismo; estudiantes, empleados, obreros, padres y madres de familia, cooperadores y amigos de la Obra acuden en grupos diversos, y el 8 de octubre se reúnen todos para asistir a la Misa al aire libre que va a celebrar el Padre ante el edificio de la Biblioteca.

En la homilía, Mons. Escrivá de Balaguer hace referencia al marco de nuestra Eucaristía, de nuestra Acción de gracias: nos encontramos en un templo singular: podría decirse que la nave es el "campus" universitario; el retablo, la biblioteca de la Universidad; allá, la maquinaria que levanta nuevos edificios; y arriba, el cielo de Navarra... ¿No os confirma esta enumeración, de una forma plástica e inolvidable, que es la vida ordinaria el verdadero "lugar" de vuestra existencia cristiana? Hijos míos, allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres.

Decenas de millares de hombres y mujeres escuchan en religioso silencio al Fundador mientras explica, de manera especialmente viva y directa, el mensaje central del Opus Dei: aprender a santificarse allí donde uno esté, en las circunstancias más vulgares, evitando la tentación de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas.

¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida. Que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser -en el alma y en el cuerpo- santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales (...) En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria...

A finales de 1968, esta homilía aparecerá editada en un libro que, con el título de Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, recoge algunas declaraciones del Fundador del Opus Dei a representantes de diversos medios informativos de diferentes países. Porque, desde 1966, el Padre, renunciando a la norma de conducta que siempre se había trazado, ha concedido -porque así lo exigía el bien de las almas- entrevistas a unos cuantos periodistas.

Ya en 1964, en Pamplona, había recibido a algunos. Entre ellos el corresponsal del diario "Le Fígaro" en España, el cual, dos años más tarde, solicitó del Fundador del Opus Dei unas declaraciones para su periódico. Lo mismo hicieron otros redactores del "New York Times", del semanario "Time" y de varias revistas españolas.

En esas entrevistas -así como en otra aparecida en 1960 en la edición dominical de "L'Osservatore Romano" y recogida también en el libro de Conversaciones- Monseñor Escrivá de Balaguer respondía a diversas preguntas concernientes a la vida de la Iglesia, la situación de la Universidad, el papel de la mujer en el mundo, etc. También hablaba del Opus Dei, definiendo de la manera más clara posible la naturaleza de la Obra que había fundado en 1928: La finalidad a la que el Opus Dei aspira es favorecer la búsqueda de la santidad y el ejercicio del apostolado por parte de los cristianos que viven en medio del mundo, cualquiera que sea su estado o condición (...) Cristo está presente en cualquier tarea humana honesta (...) El Opus Dei tiene como misión única y exclusiva la difusión de este mensaje (...) Y a quienes entienden este ideal de santidad, la Obra facilita los medios espirituales y la formación doctrinal, ascética y apostólica, necesaria para realizarlo en la propia vida.

Haciendo referencia a quienes seguían empeñados en hablar del Opus Dei sólo en relación con España y con un terreno que no era ni será nunca el suyo, el de la política, repetía una vez más, con energía, que la Obra no está ligada a ningún país, a ningún régimen político, a ningún partido, a ninguna ideología, y que sus miembros abominan de todo intento de servirse de la religión en beneficio de posturas políticas y de intereses de partido.

Para él, está perfectamente claro -y sabe que la realidad da testimonio de ello- que los miembros de la Obra no actúan en grupo, sino individualmente, con libertad y responsabilidad personales.

A1 Fundador no se le oculta que será necesario que pase algún tiempo antes de que se desvanezcan unos prejuicios originados por auténticas campañas de calumnias contra la Obra, pero confía en que los periodistas que le entrevistan dirán la verdad. Es consciente, también, de que en la raíz de estas deformaciones calumniosas, que se remontan a los años cuarenta, hay una visión clerical de las cosas, característica de quienes suele llamar católicos oficiales. Algo que no le sorprende, pero que detesta, porque instrumentalizar al laico para fines que rebasan los propios del ministerio jerárquico es algo absolutamente ajeno al espíritu del Fundador. Por eso, responde así a los redactores de "L'Osservatore della Domenica" que le preguntan sobre este punto: Espero que llegue un momento en el que la frase los católicos penetran en los ambientes sociales se deje de decir... Los socios de la Obra no tienen necesidad de penetrar en las estructuras temporales, por el simple hecho de que son ciudadanos corrientes, iguales a los demás, y por tanto ya estaban allí.

A sus sesenta y cinco años, el Fundador del Opus Dei sigue siendo tan inconformista como lo era ya en los años treinta, cuando predicaba a hombres y mujeres corrientes, de todas las clases sociales, que podían santificarse y santificar su trabajo ordinario en medio del mundo, provocando la indignación, la condena y el escándalo de algunos eclesiásticos, para los cuales los laicos debían ser, como mucho, la longa manus de la jerarquía...

Un gesto simbólico

En 1968, Mons. Escrivá de Balaguer va a dar públicamente una prueba más de su independencia de espíritu al tomar una decisión que -lo sabe- será falsamente interpretada por algunos, aunque esté inspirada en su profundo sentido de la justicia.

En efecto: cuando evoca la manera en que el Opus Dei nació y se ha ido desarrollando, paso a paso, se persuade más y más de que el Señor le ha tratado como a un niño al que su padre le va diciendo cómo colocar las piezas de un rompecabezas una a una; el 2 de octubre de 1928; la fundación de la Sección femenina luego, el 14 de febrero de 1930, sin él haberlo querido; la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz finalmente, otro 14 de febrero, trece años más tarde...

Se da cuenta también, cada vez con más evidencia, de que las duras pruebas a que habían sido sometidos sus padres -y que tanto le habían hecho sufrir a él- eran un medio del que el Señor se había servido en su juventud para purificarle y dejarle más disponible para la inmensa tarea que pensaba confiarle. Calibra cada día con más profundidad el significado del sufrimiento de los suyos: la muerte de sus tres hermanitas, la brusca ruina de su padre, su desaparición prematura... A lo cual vinieron a juntarse luego las consecuencias de su propia entrega al Señor para su madre, su hermana y su hermano.

Más aún: habían aceptado sin protestar infinidad de sacrificios suplementarios que él les había pedido para facilitar el desarrollo de los apostolados de la Obra. Desde la utilización de gran parte de la herencia para financiar la primera residencia, en 1934, hasta el trabajo constante de su madre y de su hermana Carmen en la administración de otros centros, el último de ellos la casa de Salto di Fondi, en Italia, donde tanto había trabajado ésta.

Ahora, a sus sesenta y seis años, don Josemaría siente muy vivo el deseo -el deber filial- de recompensar de alguna manera a su familia, que tanto había sufrido y se había sacrificado, en cierto sentido, por culpa suya. Y como el único superviviente es su hermano Santiago, para hacer algo por él y por los hijos de éste, y para honrar la memoria de sus padres, tan injustamente tratados en sus últimos años en Barbastro, está dispuesto a realizar unas gestiones que, de tener éxito, supondrán un desagravio simbólico, aunque mínimo, por lo mucho que debe a su familia.

La iniciativa había sido de sus hijos, y especialmente de D. Álvaro del Portillo. Hacía años que, al darse cuenta del alcance histórico que cobraría con el tiempo la personalidad del Fundador, había ido investigando en la historia de su familia. Habían salido a la luz vínculos de parentesco -que el Padre conocía, pero que nunca había mencionado, por no darles la menor importancia- con la antigua nobleza aragonesa. Correspondía a la familia un título nobiliario, el del marquesado de Peralta, que Carlos de Habsburgo había otorgado en 1718 a un antepasado de su madre. Hechas las oportunas investigaciones, habían sido informados de que, en efecto, era posible pedir la rehabilitación del título en España. Después de un forcejeo filial, don Álvaro logró que el Padre tomara en consideración el proyecto de reclamar ese título: si lo obtenía, podría transmitírselo a su hermano Santiago al cabo de cierto tiempo... Se trataba de una manera concreta para compensar a los suyos.

Ni que decir tiene que no se le ocultaban los comentarios mordaces que algunos harían, ajenos por completo al hecho de que, a su edad, y con el rumbo que había tomado en su vida, no tenía la menor necesidad ni el menor deseo de reclamar para él un título honorífico. Sabe, sí, que sus hijos e hijas lo comprenderán, pero que otros aprovecharán la ocasión para decir de palabra o por escrito toda clase de perfidias y, de manera indirecta, arrojar puñados de lodo sobre la Obra.

Esto le ha llevado, naturalmente, a consultar el asunto, antes de dar su consentimiento a que se iniciaran las gestiones, con diversas personalidades y organismos de la Curia, incluida la Secretaría de Estado del Vaticano, pues piensa que, como Presidente General de una institución de la Iglesia, debe hacerlo. La respuesta es unánime: no hay ningún inconveniente en que reclame la rehabilitación de ese título. Es más, una alta personalidad de la Curia le dice que debe hacerlo, pues si él, que siempre ha enseñado a sus hijos a cumplir sus obligaciones cívicas y a ejercitar todos sus derechos, no lo hace, les daría mal ejemplo...

Así pues, a comienzos de 1968, escribe al Consiliario del Opus Dei en España para explicarle los motivos de esa decisión, que no son otros que sentimientos de piedad y justicia hacia su familia junto con el deseo de poner en práctica el dulcísimo precepto del Decálogo, el cuarto Mandamiento de la Ley de Dios: "Honrarás a tu padre y a tu madre." Al mismo tiempo, le ruega, de antemano, que disuada a sus hijos de querer justificarlo ante la opinión pública: no me importan los comentarios -que no harían si se tratase de otra persona cualquiera, de otro ciudadano español-, y os ruego que, si dicen o escriben algo molesto, que sea lo que sea será injusto, "hagáis oídos sordos".

Como el Padre esperaba, en cuanto le rehabilitaron legalmente el título, la prensa se hizo eco del hecho, a veces con escándalo farisaico y comentarios de mal gusto. No obstante, ninguna instancia del Opus Dei, en país alguno, salió al paso de los mismos. El Padre, por su parte, guarda también absoluto silencio, hasta que, al cabo de un año, transmite el título a su hermano, para que pueda, a su vez, transmitirlo a sus hijos.

En el deliberado silencio del Fundador ha habido, sin duda, una especie de sano desprecio del "qué dirán", como si hubiese querido, con su ejemplo, animar una vez más a sus hijos a hacer uso de sus derechos, sin refugiarse en una modestia mal entendida, completamente ajena a la verdadera humildad cristiana. Humildad que él manifiesta, por su parte, en ese ofrecerse en bandeja a las malas lenguas, dándoles un pretexto para insultarle.

Los miembros de la Obra y las personas que lo conocen comprenden perfectamente este gesto del Padre y piensan que, en este asunto, con título o sin título nobiliario por medio, ha sabido comportarse como siempre: como un caballero.

Sufrimiento por la Iglesia

El dolor que le causa la incomprensión -por otra parte esperada- no es nada en comparación con el sufrimiento que experimenta en esta época de su vida.

Señor, si es tu Voluntad, haz de mi pobre carne un crucifijo, había escrito en Camino. Pues bien, parece como si Jesucristo hubiese querido conformar aún más a su servidor a su propia imagen en estos años de prueba para la Iglesia universal, que parece como si estuviese influida por las cosas malas del mundo, por ese deslizamiento que todo lo subvierte, que todo lo cuartea, sofocando el sentido sobrenatural de la vida cristiana. Porque se ha ido pasando de discutirlo todo a dudar de todo, de tal forma que es algo más que una crisis lo que sacude a la Iglesia; es un terremoto.

Estamos viviendo un momento de locura -confía el Padre a sus colaboradores más íntimos el 25 de noviembre de 1970-. Las almas, a millones, se sienten confundidas. Hay peligro grande de que en la práctica se vacíen de contenido los sacramentos -todos, hasta el Bautismo- y los mismos Mandamientos de la Ley de Dios pierdan su sentido en las conciencias.

El Fundador del Opus Dei sabe que la barca de Pedro no puede hundirse, pero también sabe que Dios permite tiempos de prueba muy duros. Por eso, las fisuras en la fe, las noticias que ponen de manifiesto que el amor a Dios en muchos cristianos se enfría, le llegan al corazón. Piensa en ello noche y día, reza, se mortifica, repara con más generosidad todavía...

Desde hace años, conoce esas largas vigilias nocturnas en las que las sombras parecen hacerse más densas. Son momentos en los que suplica a Dios, con redoblado fervor, que ponga fin a la prueba.

Como la crisis se prolonga, implora que, al menos, pueda ver, si no el fin, el comienzo del fin, y pide a sus hijos que hagan lo mismo, que insistan ante el Señor para que se vea obligado a intervenir, dulcemente constreñido. Él, por su parte, no puede hacer ya más que abandonarse por completo y ponerse en manos de la Providencia.

¡Me duele la Iglesia!, exclama con frecuencia.

La fe que Dios le ha dado desde su infancia y que no ha cesado de crecer en él -una fe tan gorda que se puede cortar-, le dice que al término de esta locura colectiva habrá un vasto resplandor de esperanza, porque el Señor, de los males saca bienes; y de los grandes males, grandes bienes.

Pero el dolor es la piedra de toque del Amor y, por eso, el Padre no puede evitar el sufrir con la Iglesia, no sólo como cristiano, sino también como sacerdote y como responsable de tantas almas que el Señor le ha confiado. Además, no le faltan razones para pensar que el Príncipe de las tinieblas tiene especial empeño en obstaculizar este nuevo camino divino en la tierra que es el Opus Dei.

La mano que sujeta el timón debe, a veces, cuando la tempestad arrecia, adquirir firmeza para mantener el rumbo... Por eso, el sufrimiento de Mons. Escrivá de Balaguer por la Iglesia no es meramente pasivo, sino que va acompañado de un empeño eficaz por evitar que la Obra se desvíe lo más mínimo de la línea señalada por Dios. Se sabe, en efecto, administrador del depósito recibido el 2 de octubre de 1928, y uno de sus elementos esenciales es el carácter secular del Opus Dei.

Sus hijos e hijas, unidos en torno al Fundador e identificados con su espíritu, no tienen la menor duda de que son cristianos corrientes, no religiosos que viven en el mundo o que se adaptan al mundo; saben, en suma, que son ciudadanos iguales a los demás, como lo saben sus parientes y sus amigos. La Iglesia, por su parte, ha reconocido esta característica secular del Opus Dei, pero el Padre, desde hace varios años, está cada vez más preocupado porque, como Fundador, desea que las cosas queden todavía más claras. Piensa que es imprescindible que la Obra tenga un estatuto jurídico más conforme con su naturaleza, cosa que no fue posible conseguir en 1950, pues las mentes no estaban todavía maduras para esto, y el Derecho Canónico no había evolucionado lo suficiente. Ahora, sin embargo, algunas disposiciones del Concilio Vaticano II permitirán, sin duda, obtener ese nuevo estatuto.

El 6 de enero de 1970, mientras contempla con un grupo de hijos suyos el misterio de la Navidad, plasmado en un Nacimiento, invita a sus hijos a la confianza: "Pedid y se os dará..." (Lucas XI, 9).

Buscando refugio en la trinidad de la tierra, Jesús, María y José, el Padre, con la imaginación, toma al Niño en sus brazos y pide perdón por todo el mal que se hace, por todo el bien que dejan de hacer los cristianos...

No lejos del pesebre, se encuentra Herodes: Pero no podrán nada, Señor, ni contra tu Iglesia ni contra tu Obra. Estoy seguro (...) También la Obra ha encontrado, más de una vez, a Herodes en su camino. Pero, ¡tranquilos, tranquilos! (...); no hemos dejado nuestros intereses personales por una nimiedad.

Los que le rodean están serios. Sufren con el sufrimiento del Padre, pero lo único que pueden hacer es asociarse a sus súplicas y trabajar con más intensidad que nunca, abriendo camino en la dirección que él indica

Dos peregrinaciones en la Península Ibérica

Como ha venido haciendo en los momentos más difíciles de su vida, recurre a la Madre de Dios, proclamada por Pablo VI, al finalizar el Concilio, Madre de la Iglesia. Es lo que le lleva a postrarse varias veces a los pies de Nuestra Señora en 1970.

Iré a visitar dos Santuarios de la Virgen -escribe a sus hijos-. Iré como un creyente del siglo XII: con el mismo amor, con aquella sencillez y con aquel gozo. Voy a pedirle por el mundo, por la Iglesia, por el Papa, por la Obra (...) Unios a mis oraciones y a mi Misa.

Esos dos Santuarios son Torreciudad, en España, y Fátima, en Portugal.

A comienzos de abril, el Fundador del Opus Dei se traslada en avión a España. En la antigua casa de la calle de Diego de León, contempla la imagen de la Virgen de Torreciudad, que está siendo restaurada. Es una representación tradicional de la Virgen con el Niño, similar a la que existe en bastantes Santuarios de Europa surgidos a partir del siglo XI. Se ve la talla de madera, pues se le han quitado varias capas de pintura posteriores para aplicarle el estofado de oro que le hará recobrar su aspecto originario.

Presintiendo la emoción del Padre, sus hijos se retiran. Besa filialmente los pies de la Virgen y los del Niño, expresa a la Señora su agradecimiento con palabras que le salen del alma y le cuenta la alegría que siente al volver a verla, como un hijo que se reúne con su madre tras una larga ausencia.

Unos días más tarde, después de visitar en Zaragoza a la Virgen del Pilar, llega a Torreciudad. Un kilómetro antes de alcanzar la ermita, en una curva de la carretera, todavía en construcción, sin asfalto, el Padre hace detener el automóvil, baja, se descalza y sigue caminando a pie, mientras empieza a rezar los misterios dolorosos del Rosario. El día es gris y cae una suave llovizna, pero él, por dos veces, se niega a ponerse de nuevo los zapatos.

-Hay muchos pastores que van descalzos, todos los días, por estos riscos. No hago nada extraordinario.

Terminados los misterios dolorosos y tras unos instantes de oración silenciosa, el Padre continúa rezando las otras dos partes del Rosario. Finalmente, al entrar en la ermita, avanza hacia el altar y entona la Salve; luego, de rodillas, reza una oración mariana que ha aprendido en su infancia. Sólo entonces pasa a una habitación próxima para quitarse las piedrecillas que se le han incrustado en las plantas de los pies y calzarse de nuevo...

Instantes más tarde, ya está otra vez bajo la lluvia, visitando los lugares donde se alzará el nuevo Santuario, a unos cientos de metros de la ermita. Al borde de una vasta excavación, donde irá la cripta de los confesionarios, traza el signo de la Cruz con la mano. Su deseo más ardiente es que muchas personas encuentren en Torreciudad, en el futuro, el don más precioso: la gracia divina.

El amor grande que Dios tiene a su Madre, hará que allí resplandezcan también su omnipotencia y su misericordia. Nosotros le pediremos y buscaremos milagros en las almas.

El 14 de abril ya se encuentra en Fátima. Descalzo también, se dirige a la "capelinha", rodeado por algunos de sus hijos portugueses. Cerca de la estatua que conmemora la visita de Pablo VI en 1967 -que es asimismo el año de su última peregrinación a Fátima- reza por el Papa.

La piedad de los peregrinos que le rodean le conmueve. Ahora que la fe parece languidecer en bastantes lugares y algunos ponen en entredicho la devoción a la Virgen, ciertas manifestaciones de piedad le enternecen. Por eso suele decir que le gustaría poder expresar sus sentimientos con la misma sinceridad con que los expresa una viejecita que suspira en la penumbra de una iglesia; por eso, también, se alegra tanto cuando, poco después de su visita a Fátima, uno de sus hijos portugueses le dice en una carta que le había visto besar las medallas del Rosario, como hacía su propia abuela...

Estas peregrinaciones son una demostración evidente de la gran fe del Padre y, al mismo tiempo, afirman su convicción de que la Iglesia no tardará en recobrar la unidad y la paz. "Si Dios está con nosotros, ¿quién podrá estar contra nosotros?" (Rom. VIII, 31), repite con San Pablo.

En México, a los pies de Nuestra Señora de Guadalupe

Pero su preocupación por la Iglesia sigue siendo muy viva. Por eso, poco después de regresar a Roma, el Padre, de repente, decide hacer una tercera peregrinación mariana.

Esta vez, el punto de destino está más lejos, en América, adonde nunca había hablado de ir hasta entonces. Verdad es que sus hijos mexicanos venían pidiéndole insistentemente que fuese desde hacía tiempo, pero de no haber mediado un motivo tan poderoso como éste, tal vez nunca se hubiese decidido a atravesar el Atlántico.

Así pues, el 14 de mayo de 1970, toma el avión que ha de conducirle a México.

Una de las primeras visitas que hace es a la Villa, adonde los mexicanos acuden a diario en gran número para rezar ante el célebre lienzo de la Virgen de Guadalupe, patrona de México y de toda Hispanoamérica, desde que en 1531 la Madre de Dios quiso aparecerse a un pobre indio llamado Juan Diego y dejar estampada milagrosamente su imagen en la manta o tilma que utilizaba para cubrirse.

Arrodillado en el presbiterio de la basílica, no quita los ojos de la imagen de la Señora, cuyo rostro tiene rasgos de la raza de la gente de esa tierra bendita. Por el interior del templo, a menudo de rodillas, avanzan muchas personas.

Hora y media más tarde, se incorpora y abandona la basílica. Numerosos miembros de la Obra que han empezado a afluir al enterarse de que está allí el Padre le acompañan desde la nave en cariñoso silencio. La escena se repetirá durante ocho días consecutivos, del 17 al 24, pero en lo sucesivo, para no llamar la atención, el Padre ocupa un balconcillo o tribuna situado a la derecha del presbiterio que le coloca, sin que se le pueda ver desde la nave del templo, a la misma altura de la célebre imagen. Nadie puede conocer hasta dónde llega la intensidad y profundidad de su oración. Sólo los que están muy cerca, junto a él, pueden oír sus palabras audaces y pueriles... que la pluma no puede, no debe estampar. Palabras en las que se vierten sus preocupaciones de siempre: la Iglesia, el Papa, sus hijos e hijas.

Todos los días expresaba su petición en voz alta. Los que están a su lado -entre ellos don Álvaro del Portillo y don Javier Echevarría, uno de sus más íntimos colaboradores- quedan impresionados por la simplicidad de sus palabras, que son las que un hijo dirige a su Madre. Tal vez las mismas que el pequeño Josemaría dirigía a María, en Barbastro, cuando, durante el mes de mayo, llevaba una flor a la Virgen, como todos los niños, y le presentaba sus peticiones.

También los mexicanos y las mexicanas depositan rosas a los pies de "su" Virgen de Guadalupe durante todo el año, y el Padre no quiere ser menos... El quinto día de la novena se dirige con estas palabras a la Madre de Dios: Señora nuestra, ahora te traigo -no tengo otra cosa- espinas, las que llevo en mi corazón; pero estoy seguro de que por Ti se convertirán en rosas...

Haz que en nosotros, en nuestros corazones, cuajen a lo largo de todo el año rosas pequeñas, las de la vida ordinaria, corrientes, pero llenas del perfume del sacrificio y del amor. He dicho de intento rosas pequeñas, porque es lo que me va mejor, ya que en toda mi vida sólo he sabido ocuparme de cosas normales, corrientes, y, con frecuencia, ni siquiera las he sabido acabar; pero tengo la certeza de que en esa conducta habitual, en la de cada día, es donde tu Hijo y Tú me esperáis.

Luego, el Padre formula su petición con la santa desvergüenza que siempre ha recomendado a las almas que quieren trabajar por Dios:

Aquí estoy, porque ¡Tú puedes!, porque ¡Tú amas! Madre mía, Madre nuestra (...), evítanos todo lo que nos impida ser tus hijos, todo lo que intente borrar nuestro camino o adulterar nuestra vocación. Yo no lo permitiré, porque no quiero condenarme; pero no toleres que actúen las fuerzas del mal. ¡Contra Ti no puede nada el diablo!, ¿cómo no voy a contar con esta seguridad? Dios te salve, María, Hija de Dios Padre; Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo; Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo; Dios te salve, María, templo de la Trinidad Beatísima, ¡más que Tú, sólo Dios!: ¡que se vea que eres nuestra Madre!, ¡lúcete!.

La oración en voz alta del Padre se prolonga. Hasta la tribuna desde donde se dirige a la Virgen, llegan las canciones de los fieles en honor de su patrona, y su alma vibra al unísono de aquellas voces. Sigue rezando con insistencia:

Te amo todo lo que sé y puedo. Me he equivocado tantas veces en mi vida, pero te quiero con todas las fuerzas de mi alma. Dinos qué hemos de hacer y, con tu gracia, lo haremos (...) Escúchanos: ¡yo sé que lo harás!.

Entre una criatura, por muy fiel que sea, y su Creador, parece difícil que pueda existir una transacción, a no ser que lo que se pone en juego sobrenaturalmente ya esté inscrito en los planes divinos, como supo Abraham que lo estaba, después de haber negociado con Yahvé, la salvación de un puñado de hombres de su pueblo...

Lo cierto es que, a partir de ese 20 de mayo de 1970, Josemaría Escrivá de Balaguer, sin dejar por eso de sufrir, reparar y rezar por la Iglesia, aumenta más en su alma la confianza y la paz que ya nada podrá quebrantar. Como si la Virgen María, en el Santuario donde ha ido a visitarla, hubiese querido mostrarle el final de la prueba; sin decirle cuándo ni cómo, está convencido de que todo se arreglará cuando llegue el momento oportuno. Poco importa que no llegue a verlo con los ojos de la carne: el gran río de la Iglesia volverá a su cauce...

Antes de abandonar la tribuna, el Padre hace una promesa a la Virgen de Guadalupe; una promesa sin condiciones, como la que había hecho hace ya muchos años en Madrid, al invocar a San Nicolás de Bari para pedirle que resolviera unas dificultades financieras aparentemente insuperables: para agradecer a la Señora la gracia que le acaba de conceder, mandará colocar, en una capilla de la cripta del Santuario de Torreciudad, un mosaico representando a la imagen de la Virgen de Guadalupe y una inscripción conmemorativa.

La raza de los hijos de Dios

Nada más llegar a México, el Padre había dicho a sus hijos que ellos sólo eran la segunda razón de su viaje, pero, al comprobar su gozo por tenerle entre ellos, se da cuenta de que esa segunda razón casi se confunde con la primera.

El Padre visita Montefalco, una antigua hacienda reconstruida por sus hijos en el estado de Morelos, donde han establecido, entre otras actividades educativas, un centro de formación rural para los campesinos de la zona. En medio de aquellos inditos, que le escuchan embelesados y atentos, el Padre se encuentra tan a gusto como con los habitantes de la capital o de otras grandes ciudades. En esas reuniones, hay un buen número de hijos suyos que han venido de otros países: Costa Rica, Guatemala, El Salvador, Venezuela, Puerto Rico, Colombia, Argentina, e incluso Canadá y los Estados Unidos. A todos, les dice:

Nadie es más que otro. ¡Ninguno! ¡Todos somos iguales! Cada uno de nosotros valemos lo mismo, valemos la Sangre de Cristo. Fijaos qué maravilla. Porque no hay razas, no hay lenguas; no hay más que una raza: la raza de los hijos de Dios.

Este lenguaje directo es comprensible a todos. Le oyen los de la ciudad y los del campo, gentes de toda condición... y hasta las lenguas de los campesinos más taciturnos se abren en preguntas a aquel sacerdote de prontas respuestas, que elevan y dignifican su vida. Todos quieren acercarse al Padre, saludarle, recibir una palabra o una sonrisa suya, tocarle...

En México D.F., en un Centro de la Sección de mujeres de la Obra, una campesina anciana, de cara completamente arrugada, se ha quedado en una esquina del vestíbulo. Le dicen al Padre que tiene cuatro hijos en el Opus Dei. El Padre se le acerca y la anciana mujer, sin dar tiempo a pensar en lo que sucede, se arrodilla ante el hombre de Dios. Mientras su hija intenta en vano ponerla en pie, ve con profunda emoción que el Padre, a su vez, se arrodilla ante ella para ponerse a su altura y decirle al oído cosas que ella escucha entre lágrimas: Somos iguales, hija mía, somos hijos de Dios...

Hijos míos, yo no he venido a enseñar, sino a aprender. A aprender de los mexicanos, de su fe sin fisuras, de su amor sincero a la Madre de Dios...

El Padre les habla también del apostolado que pueden hacer en su país y en otros países de lengua española del Continente: ¡Cuánto bien podéis hacer! Si fuéramos más, y si yo fuera mejor... y tú, y tú, y todos fuerais mejores, haríamos una labor maravillosa.

Durante los cuarenta días de su estancia en México, recibe a más de veinte mil personas. En una serie de tertulias llenas de espontaneidad, semejantes a las de España y Portugal, habla una vez más de la santificación del trabajo ordinario, de la vida conyugal; de la amistad y del apostolado; de la oración, de la Iglesia, del Papa, de los Sacramentos y, en especial, de la Eucaristía y la Penitencia. En resumen: de todos esos medios que facilitan el intercambio personal entre el alma y Dios y constituyen el secreto de la fecundidad apostólica.

El Padre, a pesar de su edad, responde de manera sorprendente a tanto ajetreo. No obstante, un día, el 16 de junio, mientras habla a un grupo de sacerdotes cerca del lago de Chapala, al noroeste del país, tiene que retirarse a una habitación contigua para descansar unos momentos, pues el agobiante calor del mediodía le sofoca. Su mirada se detiene en un cuadro colgado en la pared de enfrente que representa a la Virgen de Guadalupe entregando una rosa al indio Juan Diego.

-Quisiera morir así -musita en su oración habitual-: mirando a la Virgen Santísima y que Ella me entregase una flor...