4.10. París, 1º de mayo de 1960

"Al paso de Dios" es una biografía de San Josemaría escrito por François Gondrand

El Padre, rodeado de sus hijos, asiste a una tertulia en un piso de una casa del Boulevard Saint-Germain, donde viven algunos miembros de la Obra. A los tres primeros franceses -dos de los cuales acaba de conocer- les habla del cariño que tiene a su país, evocando, con buen humor, la octava parte de sangre francesa que lleva en sus venas, lo que explica -dice- su pasión por la libertad...

Les encarga también que digan a los que vendrán tras ellos cómo se ha esforzado desde hace años en amar mucho a Francia, para compensar así el empeño de algunos de sus profesores de Barbastro, que pretendían inculcar en sus alumnos sentimientos antifranceses, vivos en Aragón desde las campañas napoleónicas.

El Padre se divierte al observar la sorpresa de uno de los que le escuchan y pasa a hablar de otro tema, atemperando con buen humor la seriedad de lo que dice: espera mucho de Francia, como corresponde a su influencia intelectual en el mundo; para que los apostolados de la Obra se abran paso en ese "dulce" país, viene ofreciendo desde hace tiempo oraciones y mortificaciones, las últimas durante el viaje que le ha llevado a la capital de Francia.

Oración, trabajo

Porque -afirma- para lograr que la Obra arraigue en un país es preciso roturar antes la tierra: el apostolado de acción como fruto sabroso de la oración y del sacrificio.

Esa tarea espiritual -preparar la tierra- es precisamente la razón de ser de los rápidos viajes que suelen alejar al Fundador de Roma.

En algunos de los países que recorre no hay todavía ningún miembro del Opus Dei. No importa: con los que le acompañan, se detiene a rezar a la Virgen en diversos santuarios, para confiarle las intenciones de la Iglesia y poner en sus manos la futura expansión de la Obra en el país respectivo. Muchas veces, visita al Obispo del lugar para darle a conocer el espíritu y los apostolados del Opus Dei.

Cuando sus hijos ya han comenzado a trabajar en el país que visita -como ocurre en Francia, en Alemania, en Suiza, en Irlanda, en Inglaterra-, procura pasar largos ratos con ellos, a ser posible durante varios días, para animarles y reconfortarles con su buen humor y su alegría.

Cuando está en Roma, responde a sus cartas con palabras llenas de cariño, que escribe de su puño y letra, con rasgos firmes y fuertes. El tono es siempre optimista, aunque no ignora en absoluto las dificultades y estrecheces que acompañan siempre los comienzos de la labor apostólica en nuevos países. Las que dirige con frecuencia a sus hijos de París dan una idea de la manera cómo el Fundador impulsa la labor de la Obra en todos los lugares donde empieza a implantarse. Durante los primeros años, insiste en la necesidad de llevar a cabo una labor previa de preparación del terreno mediante la oración y la mortificación, para que se abra pronto en la dulce Francia un surco fecundo y ancho.

En 1954, ruega encarecidamente a sus hijos que sean fieles a los ratos de oración que deben jalonar su jornada, porque sólo así esa gran nación dará sus frutos. Los exhorta a tener fe y confianza en ese período aparentemente estéril: Roturad con alegría, que los campos de Francia son fecundos. Que la Madre del Cielo haga fecundo el trabajo en la dulce Francia...

Pide noticias de cada uno en particular, los felicita en sus santos y cumpleaños, les habla de fidelidad, de generosidad en el apostolado: Estoy ilusionado con las bendiciones que el Señor y su Madre bendita van a derramar sobre Francia, por vuestro trabajo, les escribe en diversas ocasiones, porque Dios Nuestro Señor premia siempre con creces nuestra fidelidad y el empeño que ponemos en servir a la Iglesia y a las almas...

Les pide también que rompan las amarras, que se hagan franceses con los franceses. ¡Por salvar un alma estoy dispuesto a hacerme turco!

Les hace sentir igualmente la ayuda procedente de la comunión de los santos: Rezo especialmente por vosotros cada día y estoy lleno de esperanza por la labor que se avecina.

Poco a poco, van empezando a surgir vocaciones, como el Padre había previsto mientras ayudaba desde lejos a una eclosión que anhelaba con todas sus fuerzas desde 1935.

En sus breves visitas a Francia, siempre se había apoyado en la Señora: en Lourdes, donde había ido a rezar siempre que había podido; en Chartres; en París, en aquel islote de paz del crucero derecho de la catedral de Notre Dame...

En Ars había invocado también a San Juan Bautista María Vianney, al que había nombrado santo intercesor de la Obra junto con el italiano Pío X, el inglés Tomás Moro y el oriental Nicolás de Bari; y en Lisieux, a Teresita del Niño Jesús, cuyos escritos había leído una y otra vez...

En París, finalmente, en 1958, había orado intensamente en la Basílica del Sacré-Coeur.

La animación de los apostolados

Cuando regresa a Roma, sigue ofreciendo, por todos los países donde está ya o estará la Obra, el trabajo monótono de los días siempre iguales, exprimidos hora a hora en el cumplimiento de sus "deberes de estado": el gobierno del Opus Dei, la atención a los que, de visita en Roma, quieren verle y conversar con él aunque sólo sean unos instantes...

Siempre que puede, predica a quienes le rodean y escribe a todos sus hijos cartas en las que, a grandes rasgos, evoca, como en los años treinta y luego en la guerra y en la posguerra, las inmensas perspectivas apostólicas que abre el espíritu de la Obra.

El Señor quiere que se le ponga de nuevo en la cumbre de todas las actividades humanas.

Con ejemplos concretos, el Fundador sugiere cómo se puede vivir esa espiritualidad en todos los ambientes en que puede encontrarse un cristiano inmerso en el mundo.

En sus cartas de los últimos años ha ido dando noticias de la marcha de las obras de Villa Tévere. Ahora, en París, en este mes de mayo de 1960, habla de los edificios que están casi terminados. Desde 1955, las obras han ido a un ritmo muy rápido, sobre todo si se tiene en cuenta la importancia de esas casas y la escasez de recursos. Los gastos superan con mucho las posibilidades de los miembros de la Obra, aunque han dedicado a cubrirlos gran parte del producto de su trabajo profesional. Por eso, en todos los países donde trabajan, han buscado dinero como han podido, pidiendo ayuda a sus amigos y realizando, a menudo, tareas suplementarias u horas extraordinarias. Incluso han pedido dinero a personas que no conocían nada de la Obra.

Gracias a su esfuerzo, en la sede central de la Obra pueden, desde hace poco, alojarse con cierta comodidad los alumnos del Colegio Romano. El 31 de diciembre de 1959, el Padre ha celebrado misa por primera vez en el oratorio de Santa María de la Paz, destinado a ceremonias de cierta importancia. Debajo, se ha abierto una cripta en la que serán enterrados algunos miembros de la Obra. Allí desea reposar un día el Fundador del Opus Dei, sin salir de esta Roma donde ha venido a "enterrarse" en 1946.

Cerca, en otra pequeña cripta, yace su hermana Carmen, que no quiso regresar a España después de llevar a cabo su tarea de arreglo y atención de la casa de Salto di Fondi. El 20 de junio de 1957 había muerto apaciblemente, en su casa del Trastévere. El golpe había sido muy duro para el Padre, que, otra vez, veía partir a uno de los miembros de su familia, a quien, además, la Obra debía tanto.

Cuando le habían comunicado el diagnóstico, se había dirigido filialmente al Señor y le había repetido, como pidiendo un milagro: Si quieres, puedes...

"Tía Carmen" -como la llamaban los miembros de la Obra- había entregado su alma a Dios a las tres y veinticinco de la madrugada y el Padre había repetido de rodillas, al pie de la cama, la oración que, en los hospitales de Madrid, susurraba al oído de los agonizantes: Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios sobre todas las cosas. -Amén. -Amén.

Al concluir la Santa Misa, que había celebrado inmediatamente después, le había invadido una profunda paz: Se acabaron las lágrimas (...); ahora estoy contento, hijos míos, agradecido al Señor, que se la ha llevado al Cielo; con el gozo del Espíritu Santo.

El Padre acababa de adquirir la certeza de que su hermana estaba en el Cielo. Una dedada de miel en medio de su amargura, como solía decir a veces...

Ahora Carmen descansa en la cripta, formando parte de los cimientos de unos edificios que parecen de piedra y son de amor. ¡Encierran tanta oración y tanto sacrificio de los que han colaborado en su construcción...! Entre ellos, los del Secretario General del Opus Dei, don Álvaro del Portillo, quien varias veces, en momentos decisivos para la continuación de las obras, ha logrado milagrosamente pagar las letras que vencían, trabajando sin descanso, a pesar de varias enfermedades que le aquejaban en esa temporada.

Una audiencia del nuevo Papa

En París, el Padre ha evocado también la audiencia que le había concedido, el 5 de marzo de 1960, Juan XXIII.

Era la primera vez que el Fundador de la Obra se entrevistaba con el sucesor de Pío XII, fallecido el 9 de octubre de 1958.

Juan XXIII, por su parte, ya conocía la labor del Opus Dei, pues había visitado algunas de sus realizaciones: La Estila, una residencia de estudiantes en Santiago de Compostela, donde había estado en 1954, año jubilar, y otra en Zaragoza, Miraflores, donde se había alojado durante su viaje a España en aquella ocasión.

El Papa conservaba un recuerdo muy vivo del ambiente cordial que se respiraba en los Centros de la Obra, que alguien le había descrito previamente como una institución "imponente" que "hacía mucho bien". Se lo había contado al Fundador, añadiendo, con buen humor, que cuando había vuelto a oír hablar de la Obra, habían vuelto a decirle que era "imponentíssima e faceva moltissimo bene...".

A esto se aludía, de alguna manera, en la carta que el Cardenal Secretario de Estado había dirigido al día siguiente a Mons. Escrivá de Balaguer, adjuntándole una fotografía de la audiencia.

El Papa Juan había reído abiertamente cuando el Fundador le manifestó, con su franqueza acostumbrada, que no había aprendido de Su Santidad a practicar el ecumenismo, porque había tenido que hacer varias tentativas infructuosas antes de conseguir que la Santa Sede admitiera, en 1950, que pudiese haber cooperadores no católicos, e incluso no cristianos, del Opus Dei.

Don Josemaría no era ya, en absoluto, aquel joven sacerdote desconocido que había llegado a Roma para solicitar una Fundación que hacía saltar el corsé del Derecho canónico. Sin embargo, ante el Papa, es decir, ante el "Vice-Cristo" o "el dulce Cristo en la tierra", como solía decir con palabras de Santa Catalina de Siena, se sentía siempre profundamente conmovido: Después de Jesús y de María, el Papa, quienquiera que sea, solía repetir a sus hijos.

Don Josemaría, que ha hablado siempre con sinceridad y sencillez, y que ha obrado siempre como hijo que ama al Santo Padre, tuvo noticia de que hubo quien se sonrió al enterarse de que había pasado su primera noche, en la capital de la Cristiandad, rezando por el Papa y mirando a sus habitaciones Le ha dolido que se juzgue con esa ligereza lo que es profesión de fe, y desde entonces su cariño a la Cabeza visible de la Iglesia se ha hecho más teológico. Es lo que expresa a su manera cuando reza un Credo ante la basílica de San Pedro -lo hace siempre que visita el Vaticano-. Al llegar a las palabras "Creo en el Espíritu Santo... y en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica...", repite por tres veces:

"Creo en mi Madre, la Iglesia romana, añadiendo, a veces, a pesar de los pesares".

-¿Qué entiende usted por ese "a pesar de los pesares"?, le había preguntado un día Mons. Tardini, a quien le había contado esto.

-Sus errores personales y los míos, le había respondido Mons. Escrivá, acompañando su santa desvergüenza de una sonrisa que le había dejado desarmado.

Con este espíritu de fidelidad a la Iglesia, reza y hace rezar a sus hijos, ahora, por "la gran intención" de Juan XXIII: el Concilio Ecuménico que acaba de convocar el Santo Padre.