4.4. Madrid, 14 de febrero de 1943

"Al paso de Dios" es una biografía de San Josemaría escrito por François Gondrand

Este año, el decimotercero aniversario de la fundación de la Sección femenina del Opus Dei cae en domingo y don Josemaría Escrivá de Balaguer celebra la Santa Misa para sus hijas en un Centro situado en la calle de Jorge Manrique.

En las palabras que acaba de dirigirles, les ha recordado aquella otra Misa del 14 de febrero de 1930, cuando, después de la comunión, había experimentado en su alma el mismo sentimiento que debe tener un padre a quien Dios le envía un hijo que no esperaba:

Y desde entonces, me parece que estoy obligado a teneros más afecto: os veo como una madre ve al hijo pequeño... Yo os aseguro que ha sido voluntad expresa del Señor -señalada en este día del año treinta- la razón por la cual existe la Sección femenina del Opus Dei: El lo ha querido.

La afluencia de vocaciones ha hecho posible, en julio de 1942, que se abra ese Centro, situado en un hotelito pequeño, de tres plantas y sótano, que permite ciertos arreglos. Dolores Fisac, Nisa González Guzmán y Encarnación Ortega -la cual ha conocido al Padre durante aquel curso de retiro de 1941- viven ya allí. El Padre ha dado indicaciones precisas para la instalación del oratorio, en el que celebra Misa con frecuencia y dirige la palabra a las presentes.

Una luz nueva

En esos meses y también en ese día, a don Josemaría le ronda una preocupación, un problema que se esfuerza en vano por resolver, a pesar de que, desde hace tiempo, reza mucho por esa cuestión y ofrece, como siempre, duras mortificaciones. Se trata de la incardinación de sacerdotes a la Obra, algo que ha visto desde el principio y resulta necesario para completar la fisonomía del Opus Dei, que es eminentemente secular, sí, pero que no podrá realizar su fin si no cuenta, para reforzar la formación de sus miembros y administrarles los sacramentos, con algunos sacerdotes empapados de su espíritu y capaces de ayudar a la expansión de sus apostolados.

Los que, antes de la guerra, le habían ayudado, no habían acabado de comprender el espíritu de la Obra, a pesar de que él se había esforzado en transmitírselo; además, tampoco habían captado la necesidad de estar muy unidos al Fundador, única forma de garantizar la coherencia y la expansión apostólica.

Hacía ya mucho tiempo que había llegado a la conclusión de que, para conseguir esos fines, la única solución sería ordenar sacerdotes a algunos miembros laicos del Opus Dei, previamente formados en el espíritu de la Obra. Sólo así podría garantizarse la necesaria unidad.

Lo ha comentado con aquellos hijos suyos que, a su juicio, podrían responder a esa llamada al sacerdocio; Álvaro del Portillo y José María Hernández de Garnica, los cuales habían dado una respuesta afirmativa.

Ahora que el trabajo apostólico se extiende, el Padre vuelve a pensar insistentemente en ello, aunque llevarlo a cabo plantea problemas prácticos y jurídicos muy serios. Porque el sacerdote tiene que ser llamado al sacerdocio y ordenado por un obispo (esta condición puede solventarse, pues no faltan obispos que comprenden la Obra y la alientan) y tiene también que recibir una formación previa -filosófica, teológica y jurídica-, impartida de ordinario en los seminarios diocesanos. Tiene, finalmente, que estar vinculado a un obispo o, al menos, estar incardinado, es decir, vinculado canónicamente a la Iglesia.

El Obispo de Madrid, don Leopoldo Eijo y Garay, está dispuesto a llamar al sacerdocio y ordenar a aquellos miembros de la Obra que don Josemaría le proponga. De hecho, Álvaro y José María han comenzado ya, fuera del seminario, sus estudios de filosofía y teología, y a ellos se les ha unido José Luis Múzquiz, ingeniero de caminos, que había conocido la Obra antes de la guerra, en 1935.

Los tres se han examinado ya de numerosas asignaturas en el seminario diocesano, con gran éxito. Porque don Josemaría ha puesto especial empeño en que tengan los mejores profesores, dando las razones a quienes se lo han preguntado...: La segunda, por agradar a Dios; la tercera, porque había muchos ojos llenos de cariño puestos en nosotros, y no se podía defraudar a esas almas; la cuarta, porque había gente que no nos quería, y buscaba una ocasión para atacar, después, porque en la vida profesional he exigido siempre a mis hijos la mejor formación, y no iba a ser menos en la formación religiosa. Pero, además de todas esas razones, hay otra, la más importante a juicio del Fundador, que suele enunciar como resumen de todas: La primera razón -puesto que yo me puedo morir de un momento a otro-, porque tengo que dar cuenta a Dios de lo que he hecho y deseo ardientemente salvar mi alma.

La condición para poder ordenar sacerdotes -el "título de ordenación"- es la que plantea problemas más graves, prácticamente insolubles. El Padre ha pedido consejo a diversas personalidades eclesiásticas, entre ellas a Mons. Eijo y Garay, pero ninguna de las soluciones que le han sugerido le parece razonable.

Desde hace días, tiene la sensación de estar frente a una muralla, aunque mantiene la convicción de que debe existir una respuesta, ya que los sacerdotes estaban presentes cuando el Señor le hizo ver el Opus Dei aquel 2 de octubre de 1928.

Una vez más, se hace la luz durante la Santa Misa. Cuando acaba de decirla este 14 de febrero de 1943, tiene la solución: una sociedad sacerdotal orientada al apostolado. Sin perder tiempo dibuja en su agenda una cruz latina inscrita en una circunferencia, que será en adelante el sello del Opus Dei.

Queda, ahora, someter a las autoridades competentes el proyecto que acaba de concebir, un proyecto que, con la ayuda de Dios, saldrá adelante. No será fácil encontrar la solución jurídica precisa, pero el objetivo es claro y tiene la ventaja de que no hay que recurrir, como le habían propuesto sus amigos, a fórmulas incompatibles con el espíritu del Opus Dei o de hecho impracticables.

Estudio y gestiones jurídicas

A1 día siguiente, el Padre se traslada a El Escorial, donde sus tres hijos están preparándose intensamente para ser ordenados. Nada más llegar, habla con Álvaro del Portillo. Paseando junto al monasterio construido por Felipe II, le explica brevemente lo que ha visto la víspera y las gestiones jurídicas que este nuevo desarrollo de la Obra exigen. Luego, le pide que regrese con él a Madrid. Quiere el Padre elaborar una propuesta concreta y bien estructurada que el Obispo de Madrid pueda hacer llegar a la Santa Sede.

Dos miembros de la Obra estaban ya en Roma desde el mes de noviembre de 1942, especializándose en derecho canónico en una universidad pontificia. El Padre les había recomendado que aprovechasen su estancia para dar a conocer la Obra a algunas personalidades de la Curia romana. Sin embargo, ahora, lo que ha sucedido en su alma le inclina a pensar que hace falta algo más y estima que Álvaro del Portillo, como secretario general del Opus Dei, debe desplazarse cuanto antes a la Ciudad Eterna para presentar ante la Santa Sede un proyecto preciso de aprobación.

El 25 de mayo de 1943, el avión en que viajaba Álvaro aterriza en el aeropuerto de Roma tras un viaje bastante accidentado, a causa de la guerra. El 4 de junio le recibe el Papa Pío XII, a quien presenta los documentos elaborados por el Fundador del Opus Dei, acompañados de una carta de Mons. Eijo y Garay. Álvaro responde a las preguntas que, en relación con la Obra, le hace el Papa. Luego, visita a varias personalidades eclesiásticas, entre ellas al Cardenal Maglione, secretario de Estado, y Mons. Juan Bautista Montini, sustituto de la Secretaría de Estado.

Primera aprobación pontificia

Cuando regresa, el 21 de junio, Álvaro anuncia al Padre que se puede esperar una primera aprobación pontificia, conocida con el nombre de appositio manuum.

Don Josemaría siente una inmensa alegría. Hacia meses que venía rezando por esa intención, y, antes de partir Álvaro, había intensificado sus oraciones y había pedido a los que le rodeaban que rezasen también.

Su primer hijo espiritual, Isidoro, ha ofrecido por esa misma intención sus dolores físicos. Hace dos años que padece una dolencia incurable -cáncer de ganglios, la enfermedad de Hodgkin- y el médico dice que le quedan pocos meses de vida. En enero, ha tenido que dejar su trabajo para ingresar en una clínica, donde siempre le acompaña alguno de sus hermanos.

Nuevo proceso a las intenciones

Esta primera aprobación llega muy a punto, porque la campaña de calumnias no cesa. Al contrario, crece.

Para el Opus Dei, el período de gestación ha quedado atrás. La casa de la calle de Diego de León está llena de jóvenes miembros de la Obra, todos estudiantes, que en ella reciben una intensa formación ascética y doctrinal. En cuanto a los mayores, han entrado ya en la vida profesional, siguiendo las huellas de Álvaro del Portillo, Isidoro Zorzano, José María Hernández Garnica y José Luis Múzquiz, todos ingenieros, y de Ricardo Fernández Vallespín, que acaba de abrir un estudio de arquitecto. Algunos otros se presentan, en cuanto el Ministerio de Educación las convoca, a concursos u oposiciones que abren camino a la enseñanza superior. Algo que, inexplicablemente, provoca enseguida comentarios absurdos. Porque, antes incluso de que algún miembro de la Obra haya ganado unas oposiciones, corre un rumor que parece proceder de la misma fuente de siempre: "¡El Opus Dei quiere apoderarse de la Universidad!".

El rumor hace reír -y sufrir- a los hijos de don Josemaría: son muy pocos los que se presentan a oposiciones a cátedra y, entre 1940 y 1943, de un total de ciento cuarenta y cinco plazas convocadas, sólo siete obtienen una... Es más: algunos de los que se han presentado tienen la impresión, bien fundada, de que no la han obtenido precisamente por ser del Opus Dei.

Durante un curso de retiro que el Padre dirige en Diego de León entre el 4 y el 9 de septiembre de 1942, vuelve a afirmar una vez más ante sus hijos, con energía, el principio intangible de la absoluta autonomía de los miembros de la Obra en sus tareas profesionales. Nuestro fin -viene a decirles- consiste en santificarnos para santificar a los demás. Para ello, los únicos medios son la oración, los sacramentos, el sacrificio y un trabajo perseverante y bien hecho. Nuestro fin no es ocupar puestos más o menos relevantes, sean los que sean. Si sois buenos cristianos, si cumplís vuestros deberes con la sociedad y con la patria, si estudiáis y trabajáis con orden y perseverancia, si ejercéis como es debido vuestros derechos y deberes ciudadanos, no será extraño que algunos ocupéis un día puestos importantes. Pero eso será asunto vuestro, no de la Obra. Porque la Obra no facilita empleo a nadie, no ofrece puestos a nadie. En el Opus Dei, no encontraréis más que ayuda espiritual y formación cristiana, el ejemplo de vuestros hermanos mayores -que os estimulará para trabajar de firme- y una predicación que os animará a huir de lo fácil y a complicaros la vida. Pero procurar puestos de trabajo o empujar a algunos a lograrlos, eso nunca, ¡nunca!

El Padre ha pronunciado estas palabras con el vigor que le caracteriza, sobre todo cuando se trata de un punto fundamental de su doctrina. Algo, por otra parte, que sus hijos saben bien y han practicado siempre.

A quienes, ajenos a esta realidad, insinúan que los miembros de la Obra podrían ayudarse mutuamente para lograr puestos relevantes, don Josemaría les responde, con la misma energía, que no es así, que les está prohibido hacerlo y que, además, sería paradójico y estúpido que quien ha renunciado a tantas cosas para seguir a Cristo arriesgase su destino eterno practicando el favoritismo, y, por tanto, faltando a la justicia.

Por otra parte, nada más alejado del espíritu de la Obra que la idea de ghetto, es decir, la tendencia a formar grupitos dentro de la universidad, de un centro de investigación, de una facultad o donde sea. Tal forma de actuar va contra la forma de ser de sus miembros. Jamás hemos constituido -afirma el Fundador- ni constituiremos grupos, del tipo que sean. Lo que nos caracteriza es el abrirnos en abanico, siguiendo cada cual su propio camino, trabajando donde esté y llevando consigo la simiente de Cristo.

El Padre, personalmente, ha empezado por dar ejemplo al aceptar dar clases de deontología en la Escuela de Periodismo de Madrid, inaugurada en 1940. Allí ha encontrado -más que en el Consejo Nacional de Educación, del cual ha sido nombrado miembro ese mismo año, pero que es un cargo más bien honorífico- una oportunidad de impregnar de espíritu cristiano y de una ética profesional rigurosa y dinámica a futuros o actuales periodistas.

Tal tarea ha venido a unirse a las numerosas actividades que tiene entre manos, a pesar de su agotamiento -del cual no se ha recuperado desde los avatares de la guerra- y de sus muchos sufrimientos, nacidos de tanta incomprensión.

La muerte de una madre

Todo ello, sin contar que había experimentado una dura prueba en la primavera de 1941.

A mediados del mes de abril, su madre había enfermado. A1 principio, el médico diagnosticó una pulmonía y don Josemaría estaba preocupado: el Administrador apostólico de la diócesis de Lérida le había pedido que diese unos ejercicios espirituales a sus sacerdotes, y estaría ausente unos días. Sin embargo, el pronóstico relativamente optimista del médico le animó a partir.

Antes de emprender viaje, fue a despedirse de su madre:

-Ofrece tus molestias por esa labor que voy a hacer -le dijo.

Ya salía de la habitación, cuando oyó que su madre exclamaba, en voz baja:

-¡Este hijo!

Nada más llegar al Seminario de Lérida, se había arrodillado ante el Sagrario:

-Señor, cuida de mi madre, puesto que estoy ocupándome de tus sacerdotes.

Dos días más tarde, el 22 de abril, pensando también en su madre enferma en Madrid, había dedicado una de sus pláticas a la figura de la madre del sacerdote, diciéndoles que su papel era tan importante que pedía al Señor que concediese a todos sus sacerdotes el que no muriese hasta el día siguiente al que ellos abandonasen este mundo...

Al terminar, se había arrodillado ante el Santísimo Sacramento. De pronto, se había abierto la puerta y el administrador apostólico de la diócesis, Mons. Moll, que participaba en los ejercicios, se había acercado a él.

-Álvaro del Portillo le llama por teléfono.

Doña Dolores había fallecido.

Profundamente impresionado, había vuelto enseguida al oratorio:

-Señor, ¿esto me haces? ¿Mientras yo estaba cuidando de tus curas, Tú me haces esto?

Pronto, sin embargo, había comprendido que el Señor se había llevado a su madre porque estaba madura para el cielo. Y habían venido las lágrimas, abundantes como las de un niño, mientras rezaba una oración que había recomendado muchas veces a quienes tenían que aceptar un querer divino especialmente doloroso:

Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. -Amén. -Amén.

No sin razón, el Señor le había pedido esta renuncia precisamente cuando estaba predicando a los sacerdotes. La paz que había seguido a su lenta y dolorosa invocación le proporcionó la certeza de que su madre, desde el Cielo, intercedería por esos sacerdotes diocesanos a los que él tanto se había dado.

El gobernador civil de Lérida, Juan Antonio Cremades, amigo suyo desde su época de estudiante en la Universidad de Zaragoza, le facilitó un automóvil para que regresara a Madrid.

Cuando el Padre entró en el oratorio de la casa de Diego de León, su madre reposaba ya allí, velada por miembros de la Obra. Arrodillado ante el cadáver, las lágrimas brotaron de nuevo. Y cuando los presentes vieron que se levantaba y pedía una estola, pensaron que quería rezar un responso, pero él entonó el Te Deum...

Con todo, el Padre siguió quejándose, como un hijo:

Dios mío, Dios mío, ¿qué has hecho? Me has quitado todo: todo me lo quitas. Yo pensaba que mi madre les hacia mucha falta a estas hijas mías, y me dejas sin nada... ¡sin nada!

Dos días más tarde, su reacción había sido distinta al dirigirse al Señor en presencia de sus hijos:

Señor, estoy contento porque sé que Tú la quieres y porque has tenido un detalle de confianza conmigo... Hay que procurar que todos mis hijos estén junto a sus padres cuando éstos mueran, pero a veces no será posible. Y has dispuesto, Señor, que en esto haya ido yo delante.

Todo para Dios

La campaña de calumnias contra el Opus Dei arrecia y el abatimiento físico de don Josemaría es tal que sus hijos logran convencerle, no sin esfuerzo, para que descanse al menos una semana.

En septiembre de 1941, pasa unos días en La Granja de San Ildefonso, cerca de Segovia. Celebra la Santa Misa en la Colegiata del Palacio que Felipe V había mandado construir al pie de la Sierra de Guadarrama, imitando el estilo versallesco. El Fundador no deja de rezar en reparación por las acusaciones de que es objeto. Hace un acto de abandono en las manos de Dios, y pide al Señor con insistencia que le ilumine y le ayude. De repente, vuelve a ocurrirle lo mismo que le sobrevino en Madrid, en los años treinta: que el Señor le dejó casi totalmente a oscuras y el demonio aprovechó para soplarle al oído, sin palabras:

"Todo lo que estás haciendo no es cosa de Dios; todo esto -remover almas, hacer que la gente deje a su familia y se vaya contigo- es para dedicarse a una cosa tuya nada más... Los estás engañando..."

Su reacción es exactamente la misma que la que tuvo entonces: Señor, si la Obra no es para servirte, para servir a tu Iglesia, haz que se destruya inmediatamente.

Al punto, le invade una paz total, que disipa toda duda y amargura. Respuesta sin palabras equivalente a la frase tranquilizadora de Jesús a los incrédulos Apóstoles cuando creían que la barca se iba a pique entre las olas encrespadas del lago de Tiberiades: "Soy Yo, no temáis" (Mat. XIV, 27).