3.10. Barcelona, 19 de noviembre de 1937

"Al paso de Dios" es una biografía de San Josemaría escrito por François Gondrand

A eso del mediodía, don Josemaría sube al autobús que va a Seo de Urgel. Le acompañan Juan Jiménez Vargas, Pedro Casciaro, Francisco Botella, José María Albareda -el joven doctor en farmacia y química que ha asistido unas semanas antes, en Madrid, a los ejercicios espirituales dados por el Padre, y que ha pedido enseguida formar parte del Opus Dei- y Miguel, un estudiante, antiguo alumno de la Academia DYA.

El Padre viste un pantalón bombacho de franela, un jersey azul de cuello alto y una boina negra. Sus compañeros van equipados, también, con prendas más o menos aptas para andar por el campo.

A medida que el autobús se va acercando a la región montañosa de los Pirineos, los controles se van haciendo cada vez más rigurosos. Por eso, Pedro, Francisco y Miguel, cuya documentación es dudosa, se bajan al llegar a Sanahuja, pueblo situado a unos veinte kilómetros del punto más peligroso, y siguen su camino a pie.

En el cruce de Peramola los demás bajan del autobús; un hombre de unos cuarenta años se aproxima e indica que le sigan. Al cabo de una hora llegan al pueblo y se refugian en una masía, para pasar allí la noche. Pero el Padre no puede dormir: no hace más que pensar en los que se quedaron en Sanahuja, que no llegan...

A la mañana siguiente, reemprenden la marcha, a pesar de todo. A medida que se adentran en el monte, aumenta su inquietud por los que faltan.

Al cabo de un buen rato, llegan a una masía. Nuevo alto. El Padre se da a conocer como sacerdote a algunas personas escondidas por allí y celebra la Santa Misa.

Pasan las horas. Pedro, Francisco y Miguel siguen sin aparecer... Hasta que, por fin, al día siguiente -21 de noviembre- llegan: el guía, extraviado, les había hecho dar mil rodeos.

Por fin, todos juntos, reemprenden la marcha hacia los Pirineos, que pretenden cruzar arriesgándolo todo. Si las cosas salen bien, llegarán a Andorra, y luego, por Francia, pasarán a la zona nacional.

Una difícil decisión

No sin vacilaciones, el Padre había decidido abandonar Madrid. Sus hijos le habían animado a dar ese paso, para salvar su vida. Él se había dejado convencer, pensando que en la otra zona podría proseguir haciendo el Opus Dei con libertad y establecer contacto con tantos estudiantes que luchaban en los frentes. En Madrid, permanecía Isidoro, que seguiría en contacto con los que se quedaban allí y con su familia. En cuanto a Vicente Rodríguez Casado, Álvaro del Portillo y José María González Barredo, continuaban refugiados en distintas sedes diplomáticas.

En Valencia, adonde había llegado el 8 de octubre con objeto de aguardar el momento propicio para trasladarse a Barcelona y desde allí ganar la frontera, el Padre había encontrado a Francisco Botella y Pedro Casciaro, encantados de volverle a ver tras un año largo de separación. Al día siguiente, había tomado el tren para la capital de Cataluña...

Todavía le parece verlos, despidiéndole en el andén de la estación, empequeñecidos por la distancia... A1 arrancar el tren, había introducido discretamente la mano bajo la solapa de la chaqueta y les había bendecido, diciendo mentalmente la fórmula de la bendición de viaje que había compuesto con palabras del libro de Tobías, precedidas de una invocación a la Virgen: "que por la intercesión de Santa Maria tengáis buen viaje. Que el Señor esté en vuestro camino y que sus Ángeles os acompañen".

La preocupación por todos los que había dejado detrás le había atenazado durante las semanas pasadas en Barcelona...

Unos días más tarde, Juan Jiménez Vargas se había desplazado a Valencia para recoger a Pedro y Francisco. Previamente, habían ido a buscar a Miguel, oculto en Daimiel -provincia de Ciudad Real- desde el comienzo de la guerra.

Don Josemaría había aprovechado su corta estancia en Barcelona para administrar los Sacramentos a algunas personas conocidas que se habían enterado de que estaba allí.

El paso de los Pirineos era peligrosísimo. Un magistrado amigo suyo -lo había conocido en la Facultad de Derecho de Zaragoza- había tratado de disuadirle: "Cuando encuentran fugitivos, los carabineros no los apresan: disparan sobre ellos. Y si por casualidad los detienen, les condenan a muerte..." Y para convencerle, le había hecho asomarse a la sala de audiencias en el momento en que estaban juzgando a algunos. Pero, a pesar de eso, y de los ataques de reumatismo que le daban de vez en cuando, había perseverado en su proyecto...

Una respuesta maternal

El que hace de guía ahora, en este 21 de noviembre, les aconseja no pasar la noche donde están. Pasarán la noche en un horno de pan situado en una casa contigua.

Agotados, todos se duermen enseguida, pero el Padre no puede conciliar el sueño. ¿Ha hecho bien lanzándose a esta aventura y dejando atrás a los que quedan perseguidos? Partir, ¿no es abandonarlos...? Pero, por otra parte, ¿cómo continuar trabajando en lo que Dios quiere...? Una y otra vez, sin descanso, suplica al Señor que le haga ver cuál es su Voluntad. ¿Proseguir o dar marcha atrás...?

Por fin, invoca una vez más a la Virgen y le pide que le muestre el camino a seguir mediante una señal precisa que él mismo sugiere a la Señora.

Por la mañana, muy temprano, se levanta, sale del lugar donde han pasado la noche y, al cabo de un rato, regresa con la cara radiante y una rosa de madera estofada en oro en la mano.

Inmediatamente, pide a los que le acompañan que dispongan lo necesario para celebrar la Santa Misa.

Ante su cambio de actitud -le han oído sollozar por la noche- comprenden que ha sucedido algo extraordinario. Con todo, nadie pregunta nada.

Después de la Misa, reanudan la marcha hacia los Pirineos. El Padre, que lleva con él la rosa estofada, avanza con paso decidido.

Durante una hora larga, caminan por el bosque de Rialp, donde permanecerán escondidos esperando la ocasión propicia para emprender la ascensión. Allí, se unen a ellos otros dos amigos: Tomás Alvira y Manuel Sainz de los Terreros.

Al día siguiente, por la mañana, el Padre celebra Misa sobre un altar improvisado, formado con unas piedras grandes, y les dirige unas palabras.

Durante cinco días, se entrenan para aguantar la prueba que les aguarda: hacen ejercicios físicos, caminan por el bosque... Y para no olvidar sus actividades profesionales, dan charlas, por turno, sobre sus distintas especialidades.

El paso de los Pirineos

El 27 de noviembre -sábado- llega por fin el momento de reanudar la marcha. Han dormido en una cueva para el ganado, en espera de que llegue el nuevo día.

Antes de rayar el alba, un joven aparece. Tiene aspecto decidido y enérgico. Dice que le llamen Antonio y les invita a seguirle.

Al día siguiente, domingo, hacen alto al borde de un barranco y se disponen a pasar unas horas al abrigo del viento, antes de proseguir el camino. Se les han unido otros fugitivos. Don Josemaría anuncia que va a celebrar Misa. La dice de rodillas, utilizando como altar la piedra más plana que encuentra. Reina un recogimiento total. Muchos de los presentes no han podido pisar una iglesia desde julio del 36. Ese mismo día, un estudiante catalán escribe en su diario: "Nunca he oído una Misa como la de hoy. No sé si por las circunstancias o porque este sacerdote es santo".

Después de distribuir la comunión, don Josemaría coloca unas cuantas Hostias consagradas en la pitillera que utilizaba en Madrid con el mismo fin.

En las primeras horas de la tarde, la expedición vuelve a ponerse en movimiento. Ahora, tienen que escalar una montaña. Todos avanzan en fila india. Juan se coloca detrás del Padre, para sostenerle si desfallece. Pero no es él, sino Tomás, el que sucumbe el primero y don Josemaría tiene que mediar para convencer al guía de que espere un poco... A1 llegar a lo alto, ya es noche cerrada. Algunos de los que forman parte de la caravana blasfeman cuando tropiezan y el Padre, dolorido, decide consumir las Sagradas Formas por respeto a Jesús Sacramentado.

E1 día siguiente lo pasan en el corral de una masía aislada en el monte. Al anochecer, reanudan la marcha, cargando con algunas provisiones para el resto del viaje, las últimas que han podido encontrar. De nuevo, una áspera subida y, al final, un rellano. Finalmente, luego de atravesar un río, emprenden la ascensión del Ares, de 1.500 metros de altitud. Con frecuencia, tienen que sostener al Padre y llevarlo casi en volandas.

Un alto, y de nuevo en camino, hasta que el guía les reúne y les ordena detenerse. Falta alguien y el guía teme que se trate de un confidente de los carabineros. No tardan en descubrir que se trataba de un rezagado, que el guía obliga a continuar a la fuerza, amenazándole con su pistola.

Ahora, ponerse de nuevo en marcha resulta todavía más duro. José María Albareda no puede más, y se tumba en el suelo... Sostenido por sus compañeros, sigue caminando como un autómata.

Todavía de noche, llegan a un corral, que les servirá de refugio durante el día. Cuando amanece, ven que es un sitio llano, con praderas, y que hay dos masías cercanas. El frío es muy intenso... Al anochecer de aquel día -martes 30 de noviembre- reemprenden la marcha. Es la cuarta etapa nocturna desde que salieron de los bosques de Rialp. De vez en cuando, se unen a ellos unos misteriosos individuos que van cargados de fardos... Contrabandistas, sin duda.

El terreno, ahora, es llano. El Padre anima a los suyos a no interrumpir el diálogo con el Señor, a pesar del extremo cansancio.

Con infinitas precauciones, cruzan la carretera que conduce a Noves de Segre y, algo más tarde, la comarcal de Seo de Urgel a Sort, junto al puente del río Arabell. Luego siguen caminando bastante tiempo por el mismo lecho del río. Cuando amanece, se ocultan entre piedras y matorrales, para que nadie les vea y, tras dormir un poco, reanudan la marcha, con objeto de cubrir la última etapa. Empiezan a caer unos copos de nieve.

Es la tarde de l.° de diciembre y va a empezar la última jornada nocturna, que les permitirá alcanzar la frontera; pero se trata del tramo más peligroso, porque los carabineros patrullan por esa zona.

Tras un nuevo ascenso, descienden por las laderas de la Sierra del Burbre. Tropiezan constantemente en las piedras y, cuando éstas ruedan, el guía se incomoda: ¡el silencio debe ser absoluto!

Todavía quedan varios puntos peligrosos: tienen que cruzar una carretera y atravesar un río.

De pronto, el guía ordena que todos se tumben en el suelo y que permanezcan ocultos entre árboles y arbustos mientras él localiza a los carabineros que vigilan la frontera. Cuando, por fin, pueden incorporarse, el Padre está tiritando. Juan le fricciona para que pueda ponerse en pie; luego, se pone en camino a trompicones. Sólo falta subir una ladera para alcanzar la frontera de Andorra; para no arriesgarse, esperan un rato antes de iniciar la ascensión.

Pasan la frontera por fin, pero el guía les ordena permanecer en silencio mientras sigan al alcance de las armas de los carabineros... De pronto, cuando se disponen a iniciar el descenso de una cima, resuenan unos disparos, pero ya están fuera de tiro. Minutos más tarde, el guía les indica el camino que les conducirá al primer pueblo andorrano.

La alegría estalla, incontenible. El Padre y los que le acompañan empiezan a rezar un Rosario. Un poco más allá, el guía y sus ayudantes han encendido un fuego en espera de que apunte el día. Terminan de rezar el Rosario y se acercan a la hoguera para calentarse un poco.

Transcurren unos minutos interminables antes de que las luces del alba empiecen a iluminar la aldea de Sant Julia de Loria. Don Josemaría entona, en voz alta, las primeras palabras de la Salve. Todos le siguen. Es la mañana del 2 de diciembre de 1937.

Llegados a la aldea, entran en la iglesia, la primera iglesia no profanada que visitan desde el comienzo de la guerra. Luego, tras haber repuesto fuerzas en un bar, se dirigen hacia Andorra la Vella.

En la capital del pequeño Principado, don Josemaría descubre un sacerdote y avanza hacia él, con los brazos abiertos. Al día siguiente, en una pequeña capilla que algunas monjas benedictinas de Montserrat habían instalado cerca del hotel donde se han alojado, el Padre, por vez primera después de muchos meses, celebra la Santa Misa en condiciones normales, aunque sus manos están tan hinchadas por las espinas que se le habían clavado al agarrarse a los matorrales, que, al regresar al hotel, Juan tiene que sacárselas una a una. La nevada que les habla amenazado en la última etapa del camino es ahora muy intensa.

En la Misa, el Padre ha dado gracias a Dios con toda su alma por haberles librado de tantos peligros y pide fervorosamente por los que han quedado en Madrid, por los que andan dispersos por las dos zonas de la dividida España (a algunos de los cuales espera ver muy pronto) y por el desarrollo futuro de la Obra de Dios, que el Señor ha querido ver frenado por algún tiempo. Pero no importa: también el agua, al estrellarse contra las rocas, se arremolina o se remansa antes de seguir adelante con renovado ímpetu...