3.8. Madrid, 20 de julio de 1936

"Al paso de Dios" es una biografía de San Josemaría escrito por François Gondrand

Desde las primeras horas de la mañana del domingo 19, simpatizantes de los sublevados no han cesado de afluir hacia el Cuartel de la

Montaña, justo enfrente de los balcones de la Residencia.

Al darse cuenta, guardias y milicianos han empezado a cortar las calles vecinas a eso del mediodía, pidiendo la documentación a todos los que pasan. Al despuntar el alba del día siguiente, las masas desencadenadas inician el asalto al cuartel. El tiroteo es casi constante y las balas se estrellan, a veces, en la fachada de la Residencia.

Al finalizar la mañana del lunes 20, los asaltantes irrumpen en el cuartel, matan a los defensores y se apoderan de las armas que encuentran allí.

El Padre ha enviado a todos los de la Obra con sus familias, recomendándoles que le comuniquen si han llegado sin novedad.

Por teléfono, se entera de que Juan Jiménez Vargas, Álvaro del Portillo y José María Hernández de Garnica están reunidos en casa de Juan, y les anuncia que piensa abandonar la casa de Ferraz. Pero salir en sotana hubiese sido firmar su sentencia de muerte, así que, habiendo encontrado un mono de trabajo, que le está un poco grande, se lo pone. Vestido de tal guisa, se abre paso, acompañado de Isidoro Zorzano y de José María González Barredo, entre los grupos de gente alborotada que rodea el Cuartel. La excitación reinante es tal, que nadie se fija en el amplio círculo de la tonsura del Padre.

Se dirige inmediatamente a casa de su madre, donde permanece escondido algunos días, en compañía de Juan, que se reúne con él unos días más tarde.

Juan Jiménez Vargas, que ha ido al depósito de cadáveres, ha podido comprobar que los rumores que circulan por la ciudad sobre fusilamientos masivos son, desgraciadamente, ciertos.

En busca de algún lugar seguro

Unos días más tarde, el 25 de julio, tras convencer al Padre para que siga escondido, Juan va a la Residencia para ver qué ha pasado. No ha hecho más que llegar, cuando aporrean la puerta. Es una patrulla de la F.A.I. (Federación Anarquista Ibérica), que viene a requisar el edificio. Lo registran de arriba abajo y, en la habitación del sacerdote, descubren la sotana, el cilicio y las impresionantes disciplinas de don Josemaría.

-¿Vives tú aquí? le preguntan los milicianos.

-No -responde Juan.

-Entonces, vamos a tu casa.

Lo escoltan hasta ella y la registran minuciosamente. Juan ya se ve en la cárcel, pero, inesperadamente, le dejan libre.

Ese mismo día, Juan y Álvaro del Portillo se reúnen en la calle de San Bernardo para comentar los acontecimientos, que se suceden a un ritmo trepidante. Circulan rumores alarmantes. La situación, al parecer, se ha cristalizado. Los sublevados han vencido en bastantes lugares y dominan Navarra, Álava, gran parte de Aragón, Castilla la Vieja (excepto Santander), León, Galicia, parte de Extremadura y algunas ciudades andaluzas: Cádiz, Sevilla, Córdoba y Granada. La zona "nacional", pues, es bastante amplia y a ella hay que añadir las islas Canarias y el Protectorado español en Marruecos, donde se inició el alzamiento. Casi, casi, la mitad de España. Los comunicados oficiales del Gobierno de 1a República hablan de un levantamiento limitado y dan a entender que pronto será sofocado, pero algunos pronostican una guerra larga. Es el caso del Padre, que comprende enseguida la gravedad de la situación.

En los días siguientes al alzamiento han caído asesinados muchos sacerdotes, religiosos y religiosas, sacados a viva fuerza de las iglesias y los conventos. El 25 de julio, el Gobierno republicano expropia, por decreto, todos los edificios pertenecientes a congregaciones religiosas y a obras pías o de beneficencia. Unos días más tarde, ordena clausurar las iglesias. Cualquier acto de culto se convierte en clandestino y es objeto de las sanciones más duras, incluida la pena de muerte.

Juan y Álvaro comprenden que el futuro se presenta muy negro y que no habrá libertad religiosa en mucho tiempo. ¿Tendrán que emigrar para proseguir haciendo la Obra? En cualquier caso, saben que Dios quiere que se realice, y que se realizará efectivamente, aunque sea por caminos extraordinarios.

El Padre, por su parte, está preocupado, porque no sabe nada de Ricardo Fernández Vallespín y de Francisco Botella, que siguen en Valencia. Pedro Casciaro está con su familia en Torrevieja, cerca de Alicante, y otros miembros de la Obra siguen dispersos por Madrid. En cuanto a José María Hernández de Garnica, se encuentra preso en la cárcel Modelo, de la cual sacan a diario algunos detenidos para fusilarlos sin juicio previo.

A comienzos de agosto, el Padre se entera de que van a hacer un registro en la casa de la calle del Doctor Cárceles donde vive su madre, así que, por indicación de su familia, se dispone enseguida a abandonarla. Si descubrieran que es sacerdote, le detendrían inmediatamente, con la segura previsión de un fusilamiento.

Un dramático registro

Desde la casa de su madre, se dirige, con Juan Jiménez Vargas, al piso tercero de una casa situada en el número 31 de la calle de Sagasta, donde vive Manuel, un ingeniero al que conoce desde hace tiempo y que se halla solo, porque su familia está fuera de Madrid. El Padre llega hacia mediodía y Juan en las primeras horas de la tarde, para no llamar la atención del portero. Unos días más tarde, se une a ellos un primo de Manuel.

Una anciana sirvienta les prepara la comida lo mejor que puede (para no levantar sospechas, sólo compra provisiones para dos personas). Todos temen que en cualquier momento se presenten los milicianos para hacer un registro, pues ya ha habido dos en el mismo inmueble, cuarenta y ocho horas después de su llegada.

Una noche, obligan a tener todos los pisos con la luz encendida, y los refugiados tienen que confinarse en las habitaciones interiores. El mismo incidente se reproduce unos días más tarde, por lo que la tensión es muy grande.

El Padre reza por la Iglesia, por los que están con él, por los miembros de la Obra que están lejos físicamente, por su familia, por los que están siendo perseguidos y por sus perseguidores... Su preocupación es muy grande.

El 27 y el 28 de agosto, los "nacionales" bombardean Madrid y los milicianos refuerzan la vigilancia. El 30, a primera hora de la mañana, llaman a la puerta. Todos temen que se trate de un registro. Según lo convenido, la sirvienta tarda en abrir, para que los refugiados tengan tiempo de escapar por la puerta de servicio y esconderse en el desván. Pero no es más que una vecina y pronto pueden regresar al piso.

A última hora de la mañana, llaman de nuevo a la puerta. La sirvienta acude, sin prisa. Esta vez sí son los milicianos. Para llamar la atención de los que están dentro, grita:

- "No hay nadie... Soy sorda, ¿saben?... No oigo nada". Hablaba a voces, como habían quedado de acuerdo, para indicar la presencia de los milicianos.

Los refugiados, al oírla, se apresuran a alcanzar el desván. Es tan bajo, que tienen que sentarse en el suelo. El calor es asfixiante...

De pronto, oyen pasos en la escalera. Se aproximan... Parece como si los milicianos estuvieran pared por medio, aunque en realidad están en el piso de abajo. Poco a poco, los pasos se alejan, pero el ruido que hacen al registrar prosigue.

Don Josemaría ha dicho que es sacerdote al primo de Manuel, que está aterrado. En algunos momentos, los milicianos están tan cerca, que da la impresión de que van ya a registrar el desván. Entonces, les da la absolución -a él y a Juan-, sin confesión, recordándoles que deberán hacerlo en la primera ocasión que tengan. Las palabras del Padre dan tal serenidad a Juan, que no tarda en quedarse dormido...

Hacia las nueve y media cesan los ruidos. Esperan como media hora más antes de bajar hasta el cuarto. Cubiertos de polvo y con la lengua pegada al paladar llaman a la puerta del piso de una familia amiga.

- Hasta hoy no he sabido lo que vale un vaso de agua -comenta el Padre con los que le han acogido.

Entonces se enteran de que no han podido avisar a Manolo, que se encontraba fuera de casa, y lo han detenido en el momento de llegar.

Al día siguiente volvieron los milicianos y registraron el piso cuarto derecha. En el cuarto izquierda, donde se habían refugiado, ni siquiera entraron. Únicamente pidieron las herramientas que necesitaban para desvalijar el piso de al lado.

Don Josemaría trata de desdramatizar la situación gastando algunas bromas para distraer a los que están con él, pero la conversación recae inevitablemente en la guerra. Entonces rezan juntos el Santo Rosario, que el Padre dirige.

Día y medio más tarde, les dice que no es oportuno ni razonable que él y sus compañeros permanezcan más tiempo en aquella casa. Esa misma mañana, se lanzan a la calle mientras distraen la atención del portero.

Conducen a los fugitivos a un piso habitado por una viuda con dos de sus hijos, pero uno de ellos es demasiado pequeño y puede escapársele algo. Así pues, deciden buscar otro refugio.

Para don Josemaría, el peligro de que le identifiquen como sacerdote es constante. Un día, se entera de que por Madrid corre el rumor de que lo han matado. Y es que, a un hombre que se le parecía mucho, lo han ahorcado en un árbol, cerca de la casa de doña Dolores. La noticia le deja petrificado. Imagina lo que sentirá su madre y su pensamiento no se aparta de aquel pobre hombre, asesinado en su lugar. En adelante, le encomendará en su Misa diaria...

Amigos hay que rehúsan acogerle, sabedores de lo arriesgado que es esconder a un sacerdote. Incluso los que le alojan, lo hacen con miedo, por lo que el Padre se apresura a irse para no hacerles correr riesgos innecesarios. Dormirán en un lugar diferente cada noche y, de día, circularán por las calles, pues no tienen documentación alguna.

Como no puede celebrar la Santa Misa -lo cual le hace sufrir mucho-, el Padre recita de memoria todas las oraciones litúrgicas, excepto las palabras de la consagración. La colecta, la secreta y la postcomunión son invariables (una súplica al Señor para que envíe operarios a su mies), lo mismo que el Evangelio: la llamada de Jesús a los Apóstoles. Una comunión espiritual sustituye a la Comunión. Don Josemaría las llama misas secas.

El Padre, con Álvaro y Juan

Álvaro del Portillo estaba escondido, con uno de sus hermanos, en un chalet de la calle de Serrano que pertenecía a unos amigos de su familia. Habían colocado en la fachada un cartón con los colores de la bandera argentina, lo que inspiraba una cierta seguridad. Sin embargo, la casa contigua albergaba algunos servicios de la Dirección General de Seguridad y estaba vigilada día y noche por milicianos. Había, pues, que andarse con pies de plomo para no llamar la atención...

Al cabo de un mes, aproximadamente, Álvaro, ajeno al peligro que corre, decide ir al Ministerio de Obras Públicas para saber si ha sido eliminado de la lista de colaboradores de la Confederación Hidrográfica del Tajo, donde trabajaba al empezar la guerra. Al salir, se sienta a descansar un poco en una de las mesas de un bar que estaban en la acera. De pronto, un hombre le aborda. Es el padre de José María González Barredo, que le susurra al oído:

- ¿Sabes quién está en mi casa? ¡El Padre! Me ha pedido descansar allí un momento porque no se tiene de pie. Pero el portero no es de fiar. Si se da cuenta, corremos serio peligro...

- ¡Pues que venga conmigo!

- Voy a buscarle ahora mismo.

El Padre y Álvaro pronto tienen la alegría de reunirse de nuevo. Poco después, Juan Jiménez Vargas se unirá a ellos.

En el chalet de la calle de Serrano no pierden el tiempo. Estudian, escriben, rezan... Pero también tienen momentos de descanso que les ayudan a soportar el encierro. Todos los días, el Padre dirige una meditación en voz alta.

El primero de octubre, otro hermano de Álvaro les avisa que están registrando las casas que pertenecen a los propietarios del chalet. Habrá, pues, que partir para no tentar a Dios. El Padre piensa sobre todo en el porvenir de la Obra, pues por lo que a él respecta, nada teme.

En la víspera del aniversario de la fundación del Opus Dei, piensa -y habla con Álvaro del Portillo, con quien lo ha comentado- que el Señor le tiene reservado un favor especial, como ha hecho otras veces en la misma fecha, de forma inesperada.

Eso piensa, pero, de repente, siente miedo, como si las angustias acumuladas en los últimos meses recayeran de golpe sobre sus hombros. Estaba contento de ser mártir, pero sentía un miedo físico. Durante unos segundos, le tiemblan las piernas, como si no pudieran soportar ese peso. Cuando, por fin, se recobra, se da cuenta de que el Señor ha querido darle una lección: no era con sus propias fuerzas con las que debía contar.

Tal era, pues, el "favor" que esperaba...

Toda nuestra fortaleza es prestada.

Juan sale en busca de un nuevo refugio. El Padre, por su parte, después de hacer varias llamadas telefónicas, se va también, dejando allí a Álvaro y a Pepe, hermano de éste. Cuando regresa, es para anunciarles, llorando, el martirio de dos sacerdotes recientemente asesinados.

Uno de ellos, don Lino Vea-Murguía, asistía regularmente a las reuniones de sacerdotes que el Padre organizaba y le ayudaba a confesar a los primeros miembros de la Obra y a sus amigos. El otro era el Padre Poveda, Fundador de la Institución Teresiana, con quien le unía una gran amistad. ¡Qué alegría después de perderlo -muchas lágrimas- saber que sigue queriéndonos desde el cielo!: precisamente éste fue el tema de una de nuestras últimas conversaciones... En efecto, habían hablado de la posibilidad de que los mataran y habían llegado a la conclusión de que allí -en el Cielo- se querrían todavía más.

El Padre cuenta también a Álvaro del Portillo que, queriéndole hacer un favor, un miembro de la Obra le había dado la llave del piso de una familia amiga suya que estaba fuera, pero al saber que allí seguía viviendo sola una sirvienta joven, de veintidós o veintitrés años, había rehusado el favor. Y, para evitar tentaciones, había arrojado la llave por la boca de una alcantarilla.

Un extraño refugio

En los primeros días de octubre, encuentran un extraño refugio para ocultar al Padre: una pequeña clínica para enfermos mentales, situada en la calle de Arturo Soria y dirigida por un psiquiatra, el doctor Suils, hijo de un médico que los Escrivá habían conocido en Logroño.

Unos veinte enfermos mentales residen en ella; los demás son refugiados. El Padre queda internado allí, tomando toda clase de precauciones para no llamar la atención de enfermeras y empleados. Eso quiere decir que se hace pasar por loco, con mayor motivo porque alguna enfermera sospecha algo. En efecto, un día se presentan los milicianos y se llevan a uno de los refugiados, al que ejecutarían luego.

Afortunadamente, su hermano Santiago no tarda en unirse a él. Su madre, que ha tenido que abandonar el piso a causa de los bombardeos de las tropas nacionales, le ha enviado a la clínica del doctor Suils.

Los únicos que saben que Josemaría Escrivá es sacerdote son el doctor Suils, su ayudante, una de las enfermeras y otro refugiado. Isidoro, gracias a un brazalete que atestigua su nacionalidad argentina, es el único que puede circular libremente por Madrid. Por él, el Padre sabe algo de sus hijos, dispersos por la geografía española, y por mediación suya, también, les envía palabras de ánimo y consuelo.

Álvaro del Portillo, de momento, ha encontrado refugio en la Legación de Finlandia, que meses más tarde sería asaltada. A Juan Jiménez Vargas lo han encarcelado y han estado a punto de ejecutarlo, pero, inesperadamente, terminan por soltarlo. De quien no tienen noticias es de Vicente Rodríguez Casado; hasta febrero de 1937 no sabrán que ha encontrado refugio en la Legación de Noruega. En cuanto a José María Hernández Garnica, se ha librado de la muerte tras ser condenado -ignora los motivos- por un tribunal popular y ha sido trasladado a una cárcel de Valencia.

Aprovechando su estancia en la clínica, le someten a un fuerte tratamiento antirreumático. La reacción que le produce es dolorosa y, cada vez que le administran la medicación, se queda baldado, pero don Josemaría sigue confiando, con más fuerza que nunca, en la ayuda de Dios. Su serenidad asombra a todos. Los que reciben sus cartas recobran la esperanza y quedan reconfortados. José María González Barredo y Juan Jiménez Vargas han pasado algunos días en el sanatorio del doctor Suils, pero no pueden permanecer mucho allí, y tienen que marcharse.

Ha sufrido mucho, sobre todo, por no poder decir Misa hasta que una autorización hecha pública por la Santa Sede el 22 de agosto, le ha permitido celebrarla a escondidas, en su cuarto, sin altar, sin ornamentos, utilizando un vaso como cáliz y procurando que una enfermera "fiel" vigile en el pasillo...