3.4. Madrid, 1932, 1933

"Al paso de Dios" es una biografía de San Josemaría escrito por François Gondrand

Mil novecientos treinta y dos trae, para don Josemaría, un largo cortejo de alegrías y de penas, entre las cuales el Opus Dei experimentará un lento crecimiento, mientras, alrededor, se perfilan los prolegómenos de una crisis capaz de degenerar en guerra civil.

Continúa la labor apostólica en todos los frentes. Todos los lunes, hay una reunión para sacerdotes. El Fundador trata de hacerles comprender, en cada una de sus facetas, el espíritu de este nuevo camino que conduce a vivir la plenitud de la vida cristiana en medio del mundo.

Algunos de los sacerdotes que asisten son jóvenes y emprendedores, como don José María Somoano o don Lino Vea-Murguía, que van a visitar a los enfermos y a enseñar el catecismo a los suburbios, como él, todos los domingos. Otros son ya maduros, pero también podrían ayudarle, mediante la dirección espiritual, para que la Obra fuera creciendo al ritmo querido por Dios.

Estos sacerdotes empiezan a comprender más o menos profundamente, más o menos de prisa, la nueva espiritualidad que les expone el Padre. Don José María Somoano mejor que los demás, hasta el punto de comprometer su vida entera en la empresa, sin dejar de depender de su Ordinario para todo su ministerio sacerdotal como único superior.

La vocación de una enferma incurable

Sus horas de confesionario en la iglesia de Santa Isabel siguen permitiéndole ampliar y consolidar los cimientos de lo que podría ser la Sección de mujeres del Opus Dei.

La Providencia ha querido que una de las primeras piedras sea una pobre enferma que ya no abandonará su lecho en el hospital: María Ignacia García Escobar, la tuberculosa del Hospital del Rey, que sigue pidiendo por la Obra sin saberlo. Don Josemaría sabe que no tiene curación, pero, a pesar de todo, decide revelarle este camino real de santificación en medio del mundo al que ha consagrado su vida desde aquel 2 de octubre de 1928. A pesar de su dolencia, María Ignacia resuelve enseguida ofrecer el tiempo que le quede de vida por este gran ideal.

Dos días más tarde, escribe en su diario: "Este 9 de abril de 1932 no podrá borrarse nunca de mi memoria. De nuevo Tú me eliges, buen Jesús, para seguir tus huellas divinas... Desde este momento, te prometo ser, con tu ayuda, generosa en el lugar donde me has colocado, puesto que toda la gloria debe volver a Ti".

Las jóvenes que el Fundador de la Obra ha ido llevando por caminos de vida interior se turnan para acompañar a María Ignacia y aprenden de ella una magnífica lección de abandono a la Voluntad divina.

Una muerte dramática

A pesar de las dificultades exteriores y de la lentitud con que se desarrolla esta Obra querida por Dios, el Padre no se inquieta; prosigue rezando y actuando.

Con todo, la noticia que le dan el 17 de julio, por la mañana, le asesta un golpe en el corazón.

Cuatro días antes, don José María Somoano había caído gravemente enfermo. El Padre había pasado largos ratos junto a él, rezando intensamente por su curación. Se rumoreaba en las salas del hospital que lo habían envenenado, rumor que no tenía nada de absurdo en unos tiempos de furioso anticlericalismo. ¿Será cierto?, piensa don Josemaría cuando le dicen que acaba de fallecer.

Aunque estaba convencido de que no le hacía falta, el Padre rezó mucho por él y haría rezar a sus hijos durante muchos años.

Una vez más, es preciso aceptar sin comprender, sufrir sin perder la esperanza, pues un cristiano tiene que esperar, por mucho que el horizonte se cierre y se oscurezca... Hace muchos años que ha aprendido a ir subiendo por las gradas de la aceptación: Resignarse con la Voluntad de Dios: conformarse con la Voluntad de Dios: querer la Voluntad de Dios: amar la Voluntad de Dios.

Todas las circunstancias se prestan a hacer apostolado

Mientras tanto, en Madrid se precipitan los acontecimientos. Hace poco más de un año que se proclamó la República y, tras la quema de conventos y de iglesias, se han sucedido los disturbios.

El 10 de agosto de 1932, en Sevilla, el General Sanjurjo intenta dar un golpe de Estado, que fracasa. Algunos estudiantes que se han lanzado a la calle, en Madrid, son detenidos y conducidos a la cárcel Modelo, para ser juzgados. Entre ellos, hay algunos a quienes don Josemaría dirige espiritualmente. En cuanto se entera, acude a la prisión, vestido con sotana, y consigue hablar con ellos, animándoles a que no permanezcan inactivos y no pierdan la alegría y la esperanza cristianas. Les habla también de oración y les recuerda que son hijos de Dios... Con el abandono, no habréis de preocuparos, ya que descansaréis en el Padre.

Don Josemaría les aconseja que recen a menudo el Padrenuestro, meditando sobre todo las dos primeras palabras: "Padre-nuestro...". Les recomienda, además, que invoquen con frecuencia a la Santísima Virgen, repitiendo las oraciones que aprendieron de pequeños o rezando el Rosario; que se confiesen y comulguen siempre que puedan y que procuren mantener un ambiente de camaradería y buen humor entre ellos y con los demás prisioneros. Lo necesitan, porque han pedido para ellos nada menos que la pena de muerte...

Tras la reja del locutorio, aquellos jóvenes agradecen al Padre las visitas, porque saben que sus palabras de aliento no son un mero formulismo, sino que le salen del corazón, pues quiere comunicarles el único consuelo que pueden tener en tan difíciles circunstancias.

De aquellos meses de cautividad, van a obtener no sólo una ocasión de progresar interiormente, sino también una lección de caridad y de comprensión mutua, intimando con un grupo de anarco-sindicalistas que están también en la cárcel. Al cabo de unas semanas, católicos y anarquistas, que en la calle andaban a golpes, juegan juntos al fútbol en el patio de la prisión...

Don Josemaría, a quien aquellos jóvenes habían mostrado sus recelos en este sentido, les había animado a confraternizar con ellos, sugiriéndoles que no jueguen en un solo equipo, sino en los dos equipos adversos, para evitar así que se reproduzcan las divisiones políticas en el deporte. Les dice, también, que se les brinda una ocasión de dar a conocer la doctrina cristiana a quienes, sin culpa suya necesariamente, tal vez la ignoren por completo. Incluso les lleva un catecismo, para ayudarles a practicar este nuevo género de apostolado...

Una nueva prueba

En octubre de 1932, a los cuatro años de la fundación de la Obra, don Josemaría pasa otra vez unos días de silencio y recogimiento en un convento de carmelitas situado en las afueras de Segovia. El perfil medieval de la ciudad se destaca en el cielo, alargándose tras la proa rocosa donde se yergue el Alcázar.

En una capilla de la iglesia conventual reposan los restos de San Juan de la Cruz. Allí, recogido en oración, el Fundador del Opus Dei pone las diversas tareas apostólicas de la Obra bajo la protección de los arcÁngeles San Miguel, San Gabriel y San Rafael y de los apóstoles Pedro, Pablo y Juan.

Poco después, Luis Gordon cae enfermo también. Avisan a don Josemaría de que ha empeorado y, al cabo de unos días -el 5 de noviembre, de madrugada-, entrega su alma a Dios. El Padre. que ha ido a rezar inmediatamente ante el lecho de muerte, celebra además la Santa Misa en el oratorio privado de casa de sus padres. Una vez más, la voluntad divina resulta incomprensible para el entendimiento humano. Luis era un hombre joven, pero ya prestigiado. Su fidelidad y su finura de espíritu hubiesen sido valiosísimos para la Obra. No obstante, Dios había decidido otra cosa. Una vez más era preciso aceptar sin comprender... La Obra tendría que desarrollarse sin ningún medio ni sostén material.

La aceptación rendida de la Voluntad de Dios trae necesariamente el gozo y la paz: la felicidad en la Cruz. Entonces se ve que el yugo de Cristo es suave y que su carga no es pesada.

Al perder aquellos consuelos humanos te has quedado con una sensación de soledad, como pendiente de un hilillo sobre el vacío de negro abismo. -Y tu clamor, tus gritos de auxilio, parece que no los escucha nadie. Bien merecido tienes ese desamparo. -Sé humilde, no te busques a ti, ni busques tu comodidad: ama la Cruz -soportarla es poco- y el Señor oirá tu oración. -Y se encalmarán tus sentidos. -Y tu corazón volverá a cerrarse. -Y tendrás paz.

Un libro de oración y de acción

Estas palabras las ha redactado el Padre pensando en él y en todos los que, a lo largo de los siglos, se aproximarán a la Obra.

Para estimular más en su lucha interior a quienes ya han comenzado a acercarse, empieza a poner por escrito algunos aspectos de su predicación y de su labor de dirección espiritual: palabras de ánimo, experiencias íntimas de su continuo diálogo con el Señor, fragmentos de cartas, consejos... No es todavía un libro, pero podría llegar a serlo.

En diciembre de ese mismo año -1932- hace que se tiren unas cuantas copias a ciclostil, agrupadas con el título general de Consideraciones Espirituales: Son cosas que te digo al oído, en confidencia de amigo, de hermano, de padre... Cosas que removerán los recuerdos de aquellos a quienes aconseja y dirige, porque estas confidencias las escucha Dios.

Los puntos son breves, muy prácticos. Inspirados en la Escritura, lo mismo que su predicación, e impregnados de amor a la Iglesia y de ansias de llevar el fuego de Cristo hasta los confines de la tierra, tratan de remover al lector para que haga propósitos concretos que mejoren su vida cristiana. Poco a poco, irá completándolos con otros, extraídos de su vida interior y de sus experiencias inmediatas en el trato con las almas. Todos juntos constituirán un programa de vida interior y de lucha ascética: carácter, obediencia, oración, pureza de corazón y de alma, virtudes teologales... Y una serie de devociones básicas: Santa Misa, trato con la Virgen, presencia de Dios... A ello se añade la evocación del camino de la infancia espiritual -ese atajo de las almas enamoradas de Dios- y del sentido de filiación divina, cuya riqueza conoce bien el Fundador del Opus Dei, en especial desde lo que le ocurrió en un tranvía, en el verano de 1931, a su regreso de la estación de Atocha.

Y empapándolo todo, como un motivo constante en ese tapiz divino que anima a tejer a cada uno, con la gracia de Dios, sobre la trama de su vida, el tema central de su predicación y de sus conversaciones desde el 2 de octubre de 1928: la invitación a santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo y santificar a los demás con el trabajo, cumpliendo lo más perfectamente posible las obligaciones propias de la vida ordinaria.

¿Quieres de verdad ser santo? -Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces.

Con esta perspectiva, las ocupaciones más corrientes adquieren una tercera dimensión, la sobrenatural, y con ella, el relieve, el peso y el volumen.

¿La Cruz sobre tu pecho?... Bien. -Pero... la Cruz sobre tus hombros, la Cruz en tu carne, la Cruz en tu inteligencia. -Así vivirás por Cristo, con Cristo y en Cristo: solamente así serás Apóstol.

A aquellos estudiantes llenos de generosidad que le rodean les propone, sin ambages, el ideal más exigente: el martirio, pero un martirio... al alcance de la mano, en las circunstancias más corrientes de la vida ordinaria: ¿Brillar como una estrella... ansia de altura y de lumbre encendida en el cielo? Mejor.- quemar, como una antorcha, escondido, pegando tu fuego a todo lo que tocas. -Este es tu apostolado: para eso estás en la tierra.

Así era, por lo demás, la vida de los primeros cristianos, que no se distinguían "de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres", como explicaba un escrito del siglo II, la Carta a Diogneto: "Ni habitan en ciudades exclusivamente suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás (...). Habitando en ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta admirable y, por confesión de todos, sorprendente (...). Lo que el alma es en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo".

Lo mismo podría decirse de los miembros del Opus Dei. También ellos han oído la llamada de Jesús a los primeros discípulos. Sembrar. -Salió el sembrador... Siembra a voleo, alma de apóstol. -El viento de la gracia arrastrará tu semilla, si el surco donde cayó no es digno... Siembra y está cierto de que la simiente arraigará y dará su fruto.

El lector de Consideraciones Espirituales se siente animado así no sólo a soñar con un ideal muy alto, sino también a enfrentarse con una voluntad precisa de Dios a la que puede responder comprometiendo su vida, entregándose por entero sin salirse de su sitio, sin ceder a la tentación de huir, de evadirse.

El libro no va dirigido solamente a los miembros del Opus Dei o a los que han de venir, sino que su difusión ha de contribuir, también, a multiplicar los ecos de la predicación del Padre y, en consecuencia, a remover los corazones para que en ellos pueda madurar, si Dios así lo quiere, la vocación a la Obra (o a otros caminos de santidad, en su caso).

Con los ojos del alma

Los retrocesos de algunos, los fallos de algunos otros, la súbita desaparición de Luis Gordon y la del presbítero Somoano no desalientan al Fundador. Sabe que otros vendrán y que, sobre su fidelidad, se edificará la Obra de Dios por los siglos, mientras haya hombres en la tierra.

Estimuladas sin saberlo por la oración de los pobres y enfermos que visita el Padre, otras personas recibirán la vocación al Opus Dei, una a una, con solidez y convencimiento.

Hacía tiempo que don Josemaría venía viendo a un joven de veintitrés o veinticuatro años que asistía regularmente a la misa que celebraba en el Patronato de Enfermos. Su porte y su piedad le habían hecho pensar que tal vez fuera capaz de comprender lo que se traía entre manos. Había sabido que se llamaba José María González Barredo y que, concluida su licenciatura en Ciencias Químicas, estaba haciendo un curso de especialización en la Universidad. Un día, había decidido abordarle y pedirle que rezase por una intención suya. El joven había accedido y le había dado las gracias, tal vez a causa de la sorpresa. Todo había sido muy breve.

Poco después, don Josemaría le echó de menos en Misa, y se enteró de que se había trasladado a Linares, en la provincia de Jaén, donde había obtenido una plaza de profesor de Instituto. No obstante, había seguido rezando por él, convencido de que volvería a verle.

En diciembre de 1932, José María González Barredo regresa a Madrid para pasar las Navidades con su familia. Amplía un poco su estancia, para realizar ciertos trabajos de investigación en la Universidad. Quiere mejorar su formación científica, entre otras cosas, porque le preocupa el agnosticismo de algunos investigadores y desea contribuir a poner de relieve la armonía entre la ciencia y la fe.

Un día, poco antes de Navidad, bajando por la Gran Vía hacia la Plaza de España, José María ve venir al Padre en dirección contraria. Trata de hacerse el distraído, para evitar que le ocurra lo que con otros sacerdotes que le habían implicado en movimientos o asociaciones que, a su juicio, le hacían perder el tiempo. Pero don Josemaría ya le ha visto y se acerca para saludarle cariñosamente. Cambian unas palabras y el Padre le dice que le gustaría hablar con él sin prisas...

Lo que don Josemaría le propone resulta ser una respuesta asombrosamente exacta a sus aspiraciones más profundas. Solo te preocupas de edificar tu cultura. -Y es preciso edificar tu alma. -Así trabajarás como debes, por Cristo; para que El reine en el mundo hace falta que haya quienes, con la vista en el cielo, se dediquen prestigiosamente a todas las actividades humanas, y, desde ellas, ejerciten calladamente -y eficazmente- un apostolado de carácter profesional.

José María González Barredo descubre una perspectiva apostólica que merece, en efecto, que se le dedique la vida entera. Sin embargo, antes de decidirse, le dice al Padre:

-Conozco a un religioso con el que me he confesado varias veces. ¿Podría consultarle, para obrar con mayor seguridad?

-Obra con entera libertad.

Animado con este consejo, va a ver al religioso, pero lo que le dice no le convence:

-Si la Obra de que me hablas está en sus comienzos, ¿no sería mejor que te dirigieras a una institución más desarrollada? Vale más trabajar en una biblioteca ya organizada que en otra que se está empezando a organizar.

José María González Barredo reflexiona. ¿Qué importa que la Obra esté comenzando? La cuestión no es ésa. Lo importante es si vale la pena o no entregarse al ideal que proclama...

Cuando José María vuelve a ver al Padre, ya está decidido. Su respuesta es: ¡sí!

El Espíritu Santo ha empezado a actuar también en otras almas. Durante las vacaciones de Navidad, el Padre ha hablado de la Obra a aquel estudiante de Medicina que le habían presentado al comenzar el año. Sus conversaciones con Juan Jiménez Vargas son intensas: sin decírselo, pide al Paráclito, durante nueve días consecutivos, que ilumine al joven. Hasta que el 3 de enero de 1933 Juan responde con un sí definitivo a las palabras de don Josemaría.

Diez días más tarde, van los dos juntos a visitar el asilo de Porta Coeli, otra de educación y asistencia social donde un grupo de religiosas se esfuerza por enderezar a los golfillos. Hace algún tiempo que don Josemaría lo visita, para confesar y atender espiritualmente a unos muchachos que eran mendigos y, a menudo, delincuentes. Piensa que la sala de visitas, a pesar de ser poco acogedora, podría servirle para reunir a los estudiantes que se acercan a él y darles, así, una formación más regular e intensa. Así pues, invita a varios de ellos a una primera reunión, en la cual el Padre ha puesto muchas esperanzas, haciendo rezar por ella a los primeros miembros de la Obra.

Pero le aguarda una decepción: no acuden más que Juan y dos estudiantes de Medicina, amigos suyos. ¡No importa! La reunión se celebrará, a pesar de todo...

Una imagen de la Virgen Santísima preside esta reunión, y las que vendrán. Se trata de una página arrancada de un catecismo que, dos años antes, había encontrado, arrugada, en plena calle, junto a un árbol, en el barrio de Tetuán. Don Josemaría, para reparar lo que él había interpretado como un desaire, la había recogido y la había hecho enmarcar, colocándola previamente sobre un fondo de tisú de oro.

La reunión es corta, y, como a don Josemaría le gusta, sumamente práctica: un breve comentario del Evangelio del día, exposición de algún aspecto concreto de la vida interior, unos cuantos puntos de examen...

El Padre se ha dirigido a aquellos tres estudiantes con la misma convicción que si fueran muchos. Después de rezar unas oraciones finales, les ha invitado a seguirle a la capilla del asilo. Allí, revestido con sobrepelliz y estola, se ha arrodillado ante el altar, ha abierto el Sagrario y ha incoado la estación al Santísimo Sacramento. Cuando se vuelve para dar la Bendición a aquellos tres jóvenes estudiantes, el Fundador del Opus Dei ve, con los ojos del alma, todos los que vendrán: trescientos, trescientos mil, treinta millones, tres mil millones... blancos, negros, amarillos, de todos los colores, de todas las combinaciones que el amor humano puede hacer...

***

Unos meses más tarde, otro estudiante pide ser admitido en la Obra: Ricardo Fernández Vallespín, que está a punto de terminar la carrera de Arquitectura.

Para sufragar sus gastos, Ricardo daba clases particulares a algunos compañeros suyos. Don Josemaría conocía a uno de ellos, así como a su familia. Un día, había ido a visitarlo y había entrado en la habitación donde Ricardo le estaba dando clase. El joven conocido del Padre le había presentado a su profesor, pero don Josemaría, para no interrumpirles, les había dicho que siguieran trabajando. Sacó su breviario y se puso a leerlo junto a la ventana, hasta qué terminaron la clase.

Ricardo queda tan impresionado por aquel primer encuentro que escribió en su diario ese 14 de mayo de 1933: "Hoy he conocido un sacerdote, muy joven y lleno de entusiasmo que -no sé por qué- pienso va a tener una gran influencia en mi vida".

El 29 de mayo vuelven a verse, esta vez en casa de don Josemaría. El Padre se muestra locuaz y lleno de entusiasmo. No habla de los problemas políticos del momento, sino que expone, con fervor, unas perspectivas sobrenaturales que, para su interlocutor, son una revelación y una invitación urgente a mejorar su vida interior. Antes de que Ricardo se despida, el Padre se levanta, toma un libro de una estantería y escribe unas palabras en la primera página: Que busques a Cristo: que encuentres a Cristo: que ames a Cristo. Madrid, 29-V-33.

El libro es un ejemplar de la Historia de la Sagrada Pasión, del Padre La Palma.

Formación, oración, sacrificio

Las reuniones -auténticos cursos de formación- prosiguen en la calle de Martínez Campos, ya que el ambiente familiar de aquella casa es más adecuado que el austero asilo de golfos para transmitir el espíritu de la Obra.

Doña Dolores pronto se habitúa a ver grupos de jóvenes en su sala de estar, presidida por un cuadro de la Virgen con el Niño en sus brazos. Aunque hace tiempo que se ha dado cuenta del celo apostólico que despliega su hijo, tantas idas y venidas no dejan de sorprenderle un poco. A sus discretas preguntas sobre el porqué de tal actividad, éste le responde de manera evasiva. No quiere inquietarla y, por eso, no le ha revelado lo ocurrido en su alma en aquel 2 de octubre. Así pues, acepta sin comprender, y le ayuda en lo que puede, con su hija Carmen, preparando la merienda de aquellos estudiantes.

"¡Los chicos de Josemaría se lo comen todo!", refunfuña, indignado, su hermanito Santiago, al comprobar que han desaparecido las vituallas.

Prosiguen las visitas a los hospitales. Ahora, empiezan a ir al de la Princesa, fundado en el siglo XIX por la reina Isabel II. Es un vasto edificio de dos pisos situado en una zona céntrica. Dos mil enfermos se amontonan allí, en salas de doscientos y hasta de trescientos. Don Josemaría va de sala en sala, habla con ellos, los confiesa, les lleva la Comunión.

Otra actividad viene a unirse a esas visitas: el Padre aconseja a los estudiantes que enseñen el catecismo a grupos de niños desprovistos de toda educación religiosa que habitan en el barrio de Tetuán de las Victorias, como ya lo vienen haciendo algunas jóvenes en otros barrios. Los jóvenes responden con interés, esforzándose por prepararse bien y tratando de profundizar en su fe para mejor transmitirla a aquellos chavales.

A tal efecto, el Padre les da --o procura que otros les den- lecciones de doctrina cristiana. Además, les anima a pasar, una vez al mes, unas horas de recogimiento y silencio en un retiro espiritual en el que les comenta, con sentido práctico, puntos de ascética o de moral seguidos siempre de una invitación a hacer propósitos concretos que les ayuden a mejorar en su vida diaria. El mismo, del 8 al 16 de junio, hace unos ejercicios espirituales, solo, en la casa de los PP. Redentoristas, de Madrid.

Desde hace algún tiempo, no deja de pensar en la manera de ampliar las tareas apostólicas. Sería necesaria una cierta estructura, contar con unos locales adecuados... Y mientras da vueltas al asunto, confía en que, con el esfuerzo de todos, pronto se resolverá el problema.

Desde su lecho de dolor, María Ignacia sigue ayudando. Su mal se ha agravado, pues se trata de una tuberculosis intestinal que se resiste al tratamiento con lámparas de cuarzo. A finales de agosto, su estado es ya muy grave y los dolores continuos. Tiene el cuerpo deformado y cubierto de llagas, pero no pierde la paz y, estrechamente unida a Dios, le ofrece sus dolores.

Las jóvenes que conoce don Josemaría van a verla con frecuencia al hospital y no la dejan sola un momento. El procura, también, visitarla todos los días, pero, si no puede, telefonea.

A comienzos de septiembre, los médicos le dan pocos días de vida. El Padre le comunica la gravedad de su estado y le pregunta si quiere recibir la Unción de los Enfermos: se la administra él mismo, en presencia de una hermana de María Ignacia. Luego, lentamente, va desgranando las oraciones de la liturgia para la recomendación del alma; finalmente, le pide, con intenso fervor, que en el Cielo no se olvide de interceder por el Opus Dei, al que ha entregado los últimos meses de su vida, evocando, una vez más, los futuros apostolados de la Obra, extendidos por el mundo entero... Un panorama que ella podrá contemplar desde arriba.

El 13 de septiembre, en cuanto la hermana de María Ignacia le comunica que ha muerto, corre al hospital. Tras don José María Somoano y Luis Gordon, es la tercera vocación que el Señor se lleva nada más florecer... Tres intercesores más. Tres sólidos pilares sobre los que la Obra de Dios se podrá apoyar para proyectarse a lo largo de los siglos. Un sacerdote y dos laicos, hombre y mujer, que prefiguran todos los que, tras ellos, llevarán la palabra de Cristo a todas las encrucijadas de la tierra.

Nacimiento de un proyecto

Poco después, tras una nueva conversación con el Padre, Ricardo, el joven arquitecto, decide seguir el camino de la Obra. Un nuevo loco... para el manicomio, comenta, como en otras ocasiones, con su optimismo comunicativo, don Josemaría.

Pero, aunque está contento, no puede conformarse con tan lento progreso. La Obra de Dios debe crecer más deprisa. Es preciso relacionarse con más gente...

Don Josemaría sigue pensando en un piso, reservado exclusivamente para el apostolado, que tenga ese ambiente y ese aspecto específicamente seculares que son propios del espíritu del Opus Dei. Una especie de "Academia", en la que se puedan dar clases y conferencias de carácter cultural y profesional, así como celebrar cursos de doctrina cristiana y otras actividades espirituales. De esta forma, piensa, se dará una perfecta simbiosis entre la formación religiosa y humana de numerosos jóvenes, capaces, luego, de ser testigos de Cristo en los ambientes en que se encuentren.

Para lograrlo, es preciso contar con los recursos indispensables. Pero quienes le siguen todavía no se ganan la vida, con excepción de Isidoro y de José María González Barredo. Así pues, anima a todos a buscar medios económicos, procurando entusiasmarles con ese proyecto, que permitirá ampliar rápidamente el círculo de sus amistades. Que recen más y que le pidan a Dios la audacia necesaria.

Algunos dirán que es otra locura... No hagas caso. Siempre los "prudentes" han llamado locuras a las obras de Dios. -¡Adelante, audacia!-.

"Dios", "audacia...".

En la placa de hierro colocada a la puerta de un piso entresuelo del número 33 de la calle de Luchana, se han grabado tres letras: DYA. Son las iniciales del nombre de la Academia: Derecho y Arquitectura. Pero son también, sobre todo, las de la divisa que el Padre recuerda con frecuencia a los estudiantes que lo rodean: Dios y audacia...