3.3. Madrid, entre septiembre de 1931 y febrero de 1934

"Al paso de Dios" es una biografía de San Josemaría escrito por François Gondrand

Aquel individuo se abalanzó sobre él sin que le diera tiempo a defenderse. Don Josemaría es incapaz de librarse de esas dos manos que le atacan con violencia, al mismo tiempo que el agresor le cubre de injurias. Un poco más y no podrá respirar...

Casi en ese mismo instante, alguien le defiende, y la violencia de aquel individuo cede. Don Josemaría respira profundamente mientras el joven que acaba de librarle del atacante murmura, sonriendo: "¡Burrito sarnoso!". Antes de que le dé tiempo a reaccionar, el joven se pierde entre la gente.

***

¿Cómo lo había sabido el joven? Mientras sigue su camino en dirección a 1a iglesia de Santa Isabel, don Josemaría siente que en su alma se mezclan el deseo de dar gracias a Dios por haberle librado de aquel mal paso y una impresión de desconcierto. Son muy pocas, en efecto, las personas que conocen la intimidad de su alma y menos las que saben que, en sus diálogos con Jesús, no quiere ser para El más que un burro sarnoso, indigno de recibirlo, de representarlo, de llevarlo entre los hombres.

Con todo, le inunda una gran paz, aunque está deseando hablar con el Señor, en el Sagrario. Lo que acaba de suceder es tan inexplicable que creería haber tenido una pesadilla si en ese momento no inundara la calle un sol radiante y los transeúntes siguieran caminando como si tal cosa...

En el confesionario de Santa Isabel

Desde el mes de septiembre de 1931, viene visitando todos los días este barrio, próximo a la Estación de Atocha, donde se encuentra la iglesia de Santa Isabel, cuya cúpula y fachada neoclásicas dan a una pequeña plaza encuadrada por un convento de clausura y un colegio de niñas.

El convento es el de las Agustinas Recoletas, a quienes se lo donó la Corona a comienzos del siglo XVII. Sus rentas provienen de un Real Patronato, el cual administra también el Colegio de Nuestra Señora de la Asunción -situado a la derecha de la iglesia de Santa Isabel- que llevan otras religiosas. Don Josemaría se ha ofrecido como capellán de las Agustinas y todos los días celebra la Santa Misa a las ocho de la mañana. Las monjas asisten a ella tras una reja erizada de gruesas puntas, a la izquierda del altar mayor, mirando desde la nave del templo. Oficia también en las ceremonias litúrgicas, en especial, la Bendición con el Santísimo.

Conoce bien la iglesia de Santa Isabel, porque viene confesando allí desde hace algunos meses. Las agustinas están encantadas con su nuevo capellán, porque aprecian su piedad, su disponibilidad y su buen humor. Cuando alguna de ellas está enferma, le lleva la comunión después de la misa; luego, cambia algunas palabras llenas de alegría sobrenatural con ellas, en los pasillos o en el patio.

Pasa largos ratos recogido en oración ante el altar mayor, adosado a un gran retablo barroco; son momentos de confiado diálogo entre un hijo, consciente de su debilidad, y su Padre Dios.

¡Señor, aquí está tu borriquillo!, exclama de nuevo un día... Y, al punto, oye una voz interior: "Un borrico fue mi trono en Jerusalén". ¿Procederán de Dios estas palabras, que le han producido una gran turbación? ¿No serán fruto de su imaginación?

Para asegurarse, trata de confrontar enseguida, mentalmente, las palabras que acaba de oír con las de la Sagrada Escritura. El profeta Zacarías habla, en efecto -así cree recordar-, del Mesías que ha de venir, y dice: "Oh hija de Sión, regocíjate en gran manera, salta de júbilo, oh hija de Jerusalén; he aquí que a ti vendrá tu rey, el Justo, el Salvador; él vendrá pobre y montado en una asna y su pollino..." (Zac. IX, 9). Pero la evocación de este pasaje no resuelve todas sus dudas: el Señor podía ir montado en la asna y no en el pollino...

De regreso a su casa, consulta el Evangelio de San Mateo (XXI, 1-5), que reproduce la profecía de Zacarías y habla, tres versículos antes, de que Jesús había pedido a sus discípulos que desataran y le trajeran, para entrar en la Ciudad Santa, "una asna atada con su pollino al lado", pero nada más. Así, pues, consulta a San Marcos, San Lucas y San Juan, los cuales precisan claramente que Jesús montó un borriquillo "sobre el que todavía no ha montado ningún hombre" (Mc. XI, 2; cfr. Lc. XIX, 30 y Joh. XII, 14-15). Está claro, por tanto, que Jesús había montado sobre un borrico.

Estos detalles disipan sus dudas, fruto de la prudencia que tiene siempre ante las intervenciones sobrenaturales: Dios, sin duda, ha querido, una vez más, hacerle partícipe de una brizna de su sabiduría; le ha dado una cariñosa lección que nunca olvidará.

Mira qué humilde es nuestro Jesús: ¡un borrico fue su trono en Jerusalén!, escribirá en una hoja de papel por aquellos días, para no olvidarla y hacer que, en el futuro, otras almas se aprovechen de ella. "Ut iumentum factus sum apud te!" (Ps. LXXII, 23). "¡Ante ti, no soy más que un borrico!", repetirá a menudo en su oración y en su predicación.

Su cargo en Santa Isabel le permite pasar muchas horas en el confesionario, al cual acuden hombres y mujeres de toda condición, pues la iglesia está abierta al público. Así puede continuar dirigiendo espiritualmente a algunas jóvenes y mujeres que conoce, a las cuales anima a llevar una vida cristiana intensa en medio de sus ocupaciones habituales. Pronto, se forma un pequeño grupo: una estudiante, una secretaria, una enfermera, una profesora de un colegio...

A aquellas que considera dispuestas a recibir la gracia de la vocación al Opus Dei, les pide que se confiesen con alguno de los sacerdotes que le ayudan, para así consagrarse a su dirección espiritual propiamente dicha. Como a los jóvenes y a los hombres, les habla de que deben santificarse en su trabajo cotidiano, de virtudes humanas y cristianas, y, sobre todo, de la necesidad que tienen, para desarrollar un apostolado eficaz en su ambiente, de estar unidas siempre al Señor mediante la oración y la recepción frecuente de los sacramentos.

El ideal que les propone es, desde el principio, muy elevado. Evoca ante ellas a María Magdalena, a María Cleofás y a Salomé, que acompañan a la Madre de Dios al pie de la Cruz, mientras que los discípulos huyen, con excepción de Juan, el preferido del Señor... Más recia la mujer que el hombre, y más fiel, a la hora del dolor (...). Con un grupo de mujeres valientes, como ésas, bien unidas a la Virgen Dolorosa, ¡qué labor de almas se haría en el mundo!

Algunas parecen comprender. Su vida interior se profundiza y fortifica, ajena a esos sentimentalismos tan frecuentes en la atmósfera religiosa de la época, pues las mujeres -piensan algunos- son, por naturaleza, más piadosas que los hombres...

Lo que les propone don Josemaría es algo muy serio, capaz de llenar toda una vida y de hacerla irradiar sobre toda la sociedad.

Como siempre desde los comienzos, los enfermos hacen que maduren los primeros frutos. En el Hospital del Rey, en 1932, don José María Somoano ha pedido a una joven, que está tuberculosa, que ofrezca sus dolores y rece mucho por una intención suya que beneficiará a mucha gente: algo verdaderamente universal que necesita y necesitará oraciones y sacrificios constantes para hacerse realidad. "Reza por ello incansablemente", le ha dicho. Y desde ese momento, María Ignacia, siempre que le ve, le pregunta por esa intención que tanto fervor le inspira.

El gobierno de la República había suprimido, de hecho, el cargo de capellán, dejándolo sin retribución alguna. Y como don José María Somoano sólo era capellán interino, resultaba difícil encontrar sacerdotes que se ocuparan de los enfermos contagiosos allí hospitalizados.

Enterado el Padre, se había ofrecido enseguida para atenderlos espiritualmente, sin ningún estipendio. Pero había sido preciso vencer la resistencia de algunos directivos, que se oponían a que los sacerdotes visitasen a los enfermos, si éstos no lo pedían expresamente...

La serenidad, el ánimo, el buen humor de don Josemaría, pronto habían causado admiración a todos, en especial a las Hijas de la Caridad, sometidas a rudas pruebas en un ambiente sumamente ingrato. Solía ir varias veces por semana, procurando, sin desanimarse, acercarse a los enfermos que más necesitaban su ayuda. ¡Cuánto contribuyó su presencia a elevar la moral de aquellas pobres gentes! Algunos eran incurables, a menudo tuberculosos, víctimas, a la vez, de una segregación irremediable.

La atmósfera del hospital se fue transformando. Pacientes hubo que afrontaron la muerte con una paz, e incluso con una alegría humanamente inexplicables.

Los domingos, si el tiempo lo permitía, don Josemaría celebraba la Santa Misa al aire libre, en el jardín, sobre un altar portátil colocado al extremo de una explanada.

Jesús, en el Sagrario de la iglesia de Santa Isabel, era el único que oía las confidencias y las súplicas de don Josemaría, moral y físicamente agotado a causa de tanto ir y venir de un extremo a otro de la ciudad. El Padre, a fuerza de pedir, obtenía del Señor esos milagros de la gracia, esas conversiones en el último momento que tanto sorprendían a las religiosas del Hospital. Como contrapartida, mediante ese misterioso intercambio que se da en el Cuerpo Místico de Cristo, los enfermos obtenían del Cielo gracia tras gracia para don Josemaría y para ese Opus Dei que estaba naciendo sin que ellos lo supieran.

¡Cuántos ejemplos había recibido de estos marginados de la sociedad! Y también de otras personas humildes, como ese lechero cuyos manejos tanto le habían intrigado a poco de llegar a Santa Isabel. Desde su confesionario, oía cómo se abría, todos los días a la misma hora, la puerta de la iglesia, en medio de un gran estrépito de chatarra. Un día que se encontraba solo, había salido a su encuentro, para ver lo que pasaba, y el lechero, sin inmutarse, le había explicado que, antes de iniciar el reparto, tenía por costumbre entrar en la iglesia con sus cántaras metálicas, arrodillarse un momento y decirle a Jesús, presente en el Sagrario: "Jesús, ¡aquí está Juan, el lechero!"

Tal simplicidad en la vida interior le había causado envidia y hasta un poco de vergüenza. Tomó la resolución de hacer lo mismo y contó el sucedido a algunas de las personas que dirigía, para ayudarlas a simplificar su vida interior y a ser más espontáneas en la oración.

En la iglesia del Patronato de Santa Isabel, donde todo invita al recogimiento y al diálogo con Dios, pasa momentos de gran paz y felicidad. Pinturas y esculturas son de buen gusto, incluso artísticamente valiosas. Provienen en su mayor parte de donaciones hechas al Real Patronato a lo largo de los siglos. Hay un Niño Jesús que le tiene cautivado. Lo ha descubierto en unas Navidades y, desde entonces, pide con frecuencia a las monjas que se lo pasen por el torno. Se trata de un niñito moreno, agitanado, con los ojos entornados y los brazos recogidos sobre el pecho, como implorando protección.

Las buenas religiosas lo han envuelto en pañales, para proteger la desnudez de este Niño Jesús, en completo desamparo...

Se ha hecho tan pequeño -ya ves: ¡un Niño!- para que te le acerques con confianza.

Unidad de vida

A finales del año 1932, su madre se instala, con Carmen y Santiago, en un piso del número 4 de la calle de Martínez Campos, en pleno barrio de Chamberí. Eso va a permitirle reunir allí, periódicamente, a los jóvenes que dirige y aconseja, con objeto de intensificar su formación.

Sus exigencias siguen siendo grandes; no hace concesiones a la facilidad, aunque a cada cual le hace progresar a su propio ritmo, como conduciéndole por un plano inclinado. Sólo así, mediante una superabundancia de su vida "para adentro", sentirán una necesidad más imperiosa de darse a los demás. Las visitas a los hospitales les ayudan a realizar esa toma de conciencia. Que tu vida no sea una vida estéril -les repite-. Sé útil. -Deja poso. -Ilumina con la luminaria de tu fe y de tu amor.

Esta manera de proceder, tan alejada del activismo como del pietismo, debe resultarles tanto más sorprendente en cuanto que, por entonces, la efervescencia política es grande. Reina en el ambiente un clima propicio a la acción violenta e incluso al golpe de Estado. En la universidad, hay enfrentamientos entre grupos políticos y en las calles de Madrid se multiplican las algaradas.

Don Josemaría no desanima en absoluto -todo lo contrario- a los que quieren actuar con responsabilidad en las difíciles circunstancias que atraviesa el país, pero se niega en redondo a dar soluciones concretas, que a cada cual le corresponde libremente asumir. Esa es la razón -el respeto al pluralismo en materias opinables- por la que la idea de constituir un partido político confesional -católico- no le agrada en absoluto, aunque el proyecto está a punto de cuajar.

Si alguien, alguna vez, se empeña en pedirle consejo o le pone en trance de tomar posición, corta sin paliativos, en un tono que no admite réplica. Un estudiante que conoció a don Josemaría en aquellos años recuerda que un día quiso satisfacer la curiosidad de saber qué pensaba en materia política, y le preguntó su opinión sobre uno de los personajes que destacaban en aquellos días. La contestación fue rápida, inmediata: Mira, aquí nunca te preguntarán de política; vienen de todas las tendencias: carlistas, de Acción Popular, monárquicos de Renovación Española... Y ayer -añadió a modo de ejemplo- estuvieron el Presidente y el Secretario de la Asociación de Estudiantes Nacionalistas Vascos. Y continuó en otro tono, sonriendo, tras hacer una pausa: En cambio, te harán otras preguntas más "molestas": te preguntarán si haces oración, si aprovechas el tiempo, si tienes contentos a tus padres, si estudias, pues para un estudiante es obligación grave...

Doctrina que predica incansablemente, con riesgo de desanimar a algunos, más atraídos por movimientos dirigidos a la acción inmediata. Doctrina que empieza a poner por escrito en documentos que han de servir de orientación a los que han de venir. Porque el Fundador del Opus Dei quiere que, desde el primer momento, los fines y los medios queden claramente definidos.

A los jóvenes que le rodean ya en 1932, les dice que no deben considerarse como "un grupito" y que sólo deben buscar en el estímulo para su vida interior un espíritu que les incite a llevar la fe de Cristo a todos los ambientes que frecuenten y también -¿por qué no?- allí donde puedan ser útiles. Entre ellos debe haber un sano pluralismo, formen parte o no de ese pequeño núcleo constituido por quienes se han comprometido a servir al Señor en su Opus Dei.

En una carta fechada en 1932, recuerda a éstos, una vez más, que el lazo que los une es sólo espiritual. Estáis vinculados unos a otros, y cada uno con la Obra entera, sólo en el ámbito de la búsqueda de vuestra propia santificación, y en el campo -también exclusivamente espiritual- de llevar la luz de Cristo a vuestros amigos, a vuestra familia, a los que os rodean. Sois, por tanto, ciudadanos que cumplen sus deberes y ejercitan sus derechos, y que están asociados en el Opus Dei sólo para ayudarse espiritualmente a buscar la santidad y a ejercer el apostolado con unos modos apostólicos peculiares. El fin espiritual de la Obra no distingue entre razas o pueblos -únicamente ve almas-, por lo que se excluye toda idea o mira política o de partido.

Recomienda también que, en la práctica, se evite absolutamente hablar de política -en el sentido de "discusión política"- cuando él esté presente.

Nuestra pluralidad no es, para la Obra, un problema -escribía ya en 1930, respondiendo sin duda a una objeción-. Por el contrario, es una manifestación de buen espíritu, de vida corporativa limpia, de respeto a la legítima libertad de cada uno.

Aquellos a quienes van dirigidas estas palabras del Padre, no las olvidarán jamás. Como tampoco las que invitan a no limitar la vida cristiana a lo que se ha dado en llamar "prácticas de piedad": asistencia a ciertas ceremonias o rezo de unas cuantas oraciones.

Pero el pluralismo no es abstención, sino todo lo contrario. La vida del cristiano debe tener una coherencia que le impida desinteresarse de los que le rodean y de sus conciudadanos. La unidad de vida es un tema constante en la predicación del Padre. No puede darse una doble vida: religiosa por una parte, profesional o social por otra; una vida familiar y otra cívica, completamente separadas, como si se tratara de compartimentos estancos. Hay que ser cristianos las veinticuatro horas del día.

¿Te has molestado en meditar lo absurdo que es dejar de ser católico, al entrar en la Universidad o en la Asociación profesional o en la Asamblea sabia o en el Parlamento, como quien deja el sombrero en la puerta?

En determinadas ocasiones -y ése es el caso de España en aquella época- esta actitud de abstención sería, en efecto, más cómoda. Pero los cristianos no pueden desinteresarse de la vida pública. Algunos adoptan una actitud de indiferencia, simplemente porque no se les ha explicado que la virtud de la piedad -aparte de la virtud cardinal de la justicia- y el sentido de la solidaridad cristiana se concretan también en este estar presente, en este conocer y contribuir a resolver los problemas que interesan a toda la comunidad.

Al mismo tiempo, pone en guardia a quienes se le acercan contra la fácil tentación de "profesionalizar" el apostolado, algo corriente en una época en que el ambiente favorece que los jóvenes se lancen, a cuerpo descubierto, a una serie de actividades que les roban tiempo al estudio y cortan sus alas para una acción futura en la sociedad, al carecer del prestigio profesional necesario. Por eso, las reuniones esporádicas, que don Josemaría organiza también en casa de su madre, sólo duran el tiempo imprescindible para que los presentes capten unas cuantas ideas básicas capaces de orientarlos y sostenerlos en la lucha interior de cada día. A1 final de la reunión, el Padre comenta brevemente, con sentido práctico, algún versículo del Evangelio, que corresponde habitualmente a la Misa del día. El tiempo y la gracia de Dios irán realizando su tarea. El Fundador está convencido de que la paciencia es la mejor garantía del desarrollo de la Obra. Es preferible comenzar poco a poco que construir sobre el equívoco. Las primeras vocaciones surgirán, sin duda, de un pequeño núcleo de muchachos generosos, pero tendrán que ser los idóneos; no cristianos más o menos "píos" o "devotos", sino caracteres fuertes, con virtudes humanas que les capaciten para superar las dificultades, pues sobre esa base podrán aprender a rezar y a dar a su vida ese sentido sobrenatural que facilitará su respuesta a la llamada de Dios.

Un día de comienzos de 1932, unos compañeros presentan al Padre a un estudiante de Medicina, Juan Jiménez Vargas, quien, por entonces, está muy comprometido en las luchas políticas de la Universidad. El joven sacerdote del que tanto le han hablado le produce una fuerte impresión, pero confiesa a sus amigos que lo que predica no corresponde a lo que él esperaba. Piensa que hay otras cosas que hacer en unos momentos en los que el país está al borde del drama...

Don Josemaría sonríe cuando se lo dicen: es natural que un muchacho de su edad piense así en momentos tan difíciles para España. Sin embargo, está seguro de que un día comprenderá -tal vez antes de lo que él piensa- que una formación doctrinal sólida y una intensa vida espiritual -en unión con Cristo- son capaces de transformar la sociedad, de manera más duradera y eficaz que un activismo improvisado y urgente.

Luis Gordon, el joven ingeniero que le acompaña en sus visitas a los hospitales, es uno de los que ha ido madurando en contacto con el sufrimiento y con las enseñanzas del Padre. Al terminar sus estudios se ha hecho cargo de una pequeña empresa situada cerca de Madrid y, poco después, ha decidido responder a la llamada de Dios.

Estas crisis mundiales son crisis de santos... Don Josemaría está convencido de esta realidad, y las dificultades que encuentra no hacen más que estimularle en su esfuerzo por abrir en la sociedad este nuevo camino de santidad que Dios ha querido hacerle ver.