3.2. Madrid, verano de 1931

"Al paso de Dios" es una biografía de San Josemaría escrito por François Gondrand

En las inmediaciones de la Estación de Atocha, se aglomeran los viajeros. Don Josemaría se abre camino entre ellos, abstraído, y se dirige a la parada del tranvía que lo llevará a la calle de Viriato, donde ahora vive con su madre, que se ha quedado sola: acaba de dejar en la estación a su hermana y a su hermano, que van a pasar el verano en Fonz.

En Madrid reina una angustia que casi se percibe físicamente. Desde hace más de un año, se han ido multiplicando los signos precursores de una tormenta; son las convulsiones de una sociedad cuya base política se tambalea.

El General Primo de Rivera había abandonado el poder el 28 de enero de 1930. Los gobiernos que le habían sucedido no habían logrado atajar la profunda crisis que sufría la monarquía. El 14 de abril de 1931, por segunda vez en la historia de España, se ha proclamado la República. Momentos de incertidumbre, de esperanza, y también de angustia, pues las corrientes anticlericales, desatadas, han desembocado en acciones de inusitada violencia. El 11 de mayo, grupos de exaltados se han echado a la calle en Madrid y han incendiado numerosas iglesias y conventos. Al día siguiente, ha ocurrido lo mismo en otras ciudades. En las calles, se mira a los sacerdotes con desprecio o con rabia, cuando no se les insulta, como ocurre, a veces, en los suburbios y en los barrios obreros, que don Josemaría sigue visitando para atender a pobres y enfermos. Han llegado hasta a apedrearle...

El Padre no hace jamás comentarios de carácter político, pero tiene el corazón oprimido, aunque está convencido que el Señor nunca permite que suceda algo irremediable.

El 11 de mayo había evitado que se cometiera una posible profanación en el Patronato de Enfermos, donde por entonces vivía aún. Un Coronel, antiguo amigo de la familia, había ido a llevarle ropa de paisano para que pudiese escapar. Él, entonces, había abierto el Sagrario y había consumido casi todas las Sagradas Formas que había en el copón. Luego, como el tiempo apremiaba, había envuelto cuidadosamente el copón con las que quedaban en un papel y las había llevado a casa del Coronel en un taxi que éste había mandado llamar.

En los días que siguieron, los espíritus se habían calmado un tanto. pero la atmósfera continuaba cargada y la tormenta podía estallar de nuevo.

Después de pasar unos días con su hermano, en casa del Coronel, don Josemaría había decidido ir a vivir con su madre en un piso de la calle de Viriato. Acababa de renunciar a su cargo de capellán del Patronato de Enfermos, con objeto de estar más disponible para hacer lo que Dios le había pedido.

Tú eres mi Hijo

Tales circunstancias no son nada favorables a la fundación de una obra como la que tiene entre manos, y don Josemaría lo sabe. Con todo, cuando sube al tranvía que ha de conducirlo a su casa, sigue pensando que se realizará, por absurdo que parezca.

En momentos humanamente difíciles, en los que tenía sin embargo la seguridad de lo imposible (...) sentí la acción del Señor que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba, Pater!.

Los que aquel día se apretujaban en el tranvía que, dando tumbos, hacía el recorrido Atocha-Cuatro Caminos, tal vez se asombraran al ver a aquel joven sacerdote murmurando palabras incomprensibles, con la cara iluminada de gozo.

¡Gozo, paz profunda! ¡Soy hijo de Dios! Lo demás, no tiene importancia...

"Tú eres mi Hijo: Yo te engendré hoy" (Ps. 11, 7). Toda una vida sería insuficiente para agotar el significado de estas palabras del Salmo II, que ahora contempla con una luz nueva...

Gozo. Identificación con Cristo, Hijo unigénito de Dios, el Bienamado del Padre. Como en los justos del Antiguo Testamento, como en María cuando entonó el Magnificat, la respuesta brota de lo hondo de su corazón, expresada con palabras de la Escritura: Abba, Pater! Abba, Pater! Abba! Abba! Abba!

"Y por cuanto vosotros sois hijos, envió Dios a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual nos hace exclamar: Abba, Padre. Y así ninguno de vosotros es ya siervo, sino hijo. Y siendo hijo, es también heredero de Dios" (Gal. IV, 6-7). "Porque no habéis recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Oh Padre!; porque el mismo espíritu está dando testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y siendo hijos, somos también herederos: herederos de Dios, y coherederos con Cristo: con tal, no obstante, que padezcamos con él, a fin de que seamos con él glorificados" (Rom. VIII, 15-17).

¡Sí, Pablo, gran Pablo! ¡Gracias por esta doctrina que nos has dejado, porque el Espíritu Santo te la inspiró!

Qué confianza, qué descanso y qué optimismo os dará, en medio de las dificultades, sentiros hijos de un Padre, que todo lo sabe, y todo lo puede.

Don Josemaría ha bajado del tranvía, casi sin darse cuenta, y deambula por las calles sin dejar de repetir mentalmente, y tal vez en voz alta, ajeno a los viandantes: Abba, Pater! Abba, Pater!

Es una gracia demasiado grande que, sin duda, Dios no quiere que se la reserve para él. Ha de ser, también, para los que vengan. Para que sepan siempre, en media de las dificultades, ver la Cruz de Cristo, y que encontrar la cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón -lo veo con más claridad que nunca- es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios.

La luz del 2 de octubre de 1928 se ha hecho más brillante aún, en momentos particularmente difíciles. Que esta manifestación profunda de la filiación divina haya tenido lugar en plena calle -en un tranvía- confirma, con toda evidencia, que el cristiano puede y debe alcanzar la santidad en medio de sus ocupaciones ordinarias, y gracias a ellas:

La calle no impide nuestro diálogo contemplativo; el bullicio del mundo es, para nosotros, lugar de oración.

"¿Por qué causa se han embravecido las naciones, y los pueblos meditaron cosas vanas? (...). Se han confederado los príncipes contra el Señor y contra su Cristo (...). Aquel que reside en los cielos se burlará de ellos (...). Tú eres mi Hijo. Yo te engendré hoy. Pídeme, y te daré las naciones en herencia tuya, y extenderé tu dominio hasta los extremos de la tierra ..." (Ps. II).

El Padre, como lo llaman espontáneamente quienes se acercan a él, llega a su casa con el corazón inundado de gozo, lleno de confianza en el futuro, pase lo que pase. A partir de ese momento, la filiación divina será tema central de su predicación: Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo (...). Y está como un Padre amoroso -a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos-, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando (..). Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos.

¡Ah, Señor! -¡díselo con toda tu alma!-, yo soy... ¡hijo de Dios!

Las primeras vocaciones

Don Josemaría prosigue haciendo apostolado con gente joven y con algunos sacerdotes. Confiesa durante más horas y ensancha y profundiza el trabajo básico indispensable para que la Obra de Dios se ponga en marcha.

El confesionario le permite empezar a dirigir espiritualmente algunas mujeres, en su mayoría jóvenes, que un sacerdote no podría encontrar en otros sitios, como a los hombres. Aconseja a unas cuantas que vayan a enseñar el catecismo a los niños en un suburbio muy pobre de los alrededores de Madrid llamado "La Ventilla".

Pacientemente, va modelando las almas una a una, tallándolas como los diamantes, a la espera de que "respondan".

Ya no está del todo solo, con el secreto de esta locura, de este fuego cuyo resplandor el Señor le ha hecho ver hace más de dos años. Algunos de los que le rodean han empezado a comprender... Entre ellos, uno en quien había pensado a poco de fundar la Obra: Isidoro Zorzano, aquel antiguo condiscípulo del Instituto de Logroño, persona recta, de gran corazón y buen cristiano. Estaba seguro de que sería capaz de entender ese ideal tan exigente y, con la gracia de Dios, dedicar su vida a esa tarea...

No le había olvidado, pero hacía varios años que no se veían. Sabía, eso sí, que no se había casado, que había terminado la carrera de ingeniero y que trabajaba en Málaga, en la Compañía de Ferrocarriles de Andalucía.

A comienzos de 1930, había decidido escribirle. Una carta muy breve: "No dejes de venir a verme cuando pases por Madrid; tengo que contarte cosas que pueden interesarte..."

Unos meses más tarde, el 24 de agosto, don Josemaría había ido a visitar a un estudiante de arquitectura, que se encontraba enfermo. A poco de llegar, piensa, sin saber por qué, que debe volver a casa. Sale y, cerca ya del Patronato de Enfermos, él, que siempre toma el camino más corto, da un ligero rodeo. De pronto, en la calle de Nicasio Gallego, ve venir en dirección contraria alguien a quien conoce: ¡Isidoro!

-Acabo de estar en el Patronato -dice éste- y, como no estabas, iba a buscar un restaurante y luego a tomar el tren. Voy al Norte, donde mi familia está pasando el verano... Es curioso, pero tenía el presentimiento de que te encontraría aquí, en esta calle...

Ya en las habitaciones del Patronato de Enfermos, antes de que don Josemaría pueda abordar el tema que le insinuaba en su carta, Isidoro dice:

-Josemaría, quería verte para pedirte que me aconsejaras.

-¿Qué te pasa?

-Estoy inquieto. Siento que Dios me pide más, que debo hacer "algo", pero no sé el qué. Me he preguntado a veces si el Señor querrá que me haga religioso, pero no lo veo claro. Tengo mi trabajo de ingeniero, que me satisface... Y no sé qué pensar, quiero que me orientes...

Don Josemaría le escucha estupefacto. Luego dice:

-¿Te acuerdas de mi carta? Pues bien, te he escrito precisamente para hablarte de una obra en la que estoy comenzando a trabajar...

Y empieza a describirle, a grandes rasgos, ese inmenso panorama de santificación del trabajo ordinario y de la vida corriente. La de un ingeniero como él, por ejemplo.

-Veo en esta coincidencia el dedo de Dios -exclama Isidoro-. Cuenta conmigo. Por mi parte, estoy decidido.

Ha sido todo tan rápido que don Josemaría no sabe qué hacer. Pide a su amigo que espere un poco, antes de dar una respuesta definitiva, pues se trata de dar un nuevo giro a su vida... Isidoro se marcha y vuelve después de comer.

Mientras le espera, el Padre reflexiona sobre el sentido de este suceso y pide luces al Señor. Ha sido todo tan rápido... Por una parte, Isidoro no podrá trasladarse inmediatamente a Madrid y no podrán verse con frecuencia, lo que dificultará su indispensable formación; por otra, resulta todo tan claro, tan providencial...

Vuelve Isidoro. Charlan largo rato, hasta la salida del tren. Cuando parte, se considera ya comprometido con el Señor, de manera irreversible, para trabajar a su servicio en esta Obra de Dios, de la cual, de hecho, será el primer miembro que perseverará. A partir de ese momento, Josemaría, su condiscípulo, se ha convertido en El Padre.

Contradicciones y certezas

Aunque los frutos no acababan de verse, el año 1930 había sido rico en trabajos y gozos. Sobre todo, ese 14 de febrero en que había nacido la Sección de mujeres del Opus Dei, inopinadamente. Así pues, don Josemaría prosigue su trabajo apostólico en tres frentes: hombres, sacerdotes y mujeres.

No es nada fácil. En tiempos de crisis, como ésos, las gentes andan preocupadas y se ven atraídas por la acción política. El ideal que el Padre propone es otro, mucho más alto. Incluye, sí, las aspiraciones y las empresas más nobles, pero iluminadas por la luz de la fe, con todo lo que eso exige: vida interior, formación, coherencia moral, unidad de vida...

Don Josemaría suele entusiasmar a aquellos a quienes se dirige; les hace descubrir nuevos horizontes y sacar nuevos destellos de las páginas del Evangelio (ha tomado nota de un centenar de versículos del Nuevo Testamento que relee y medita con frecuencia). No faltan, sin embargo, quienes se burlan de la increíble audacia que encierra la idea misma del Opus Dei. No se contentan con hacer comentarios a sus espaldas: algunos se lo dicen, con "comprensiva" condescendencia (son, con frecuencia, ¡ay!, sus hermanos en el sacerdocio). ¡Qué idea más absurda proponer que traten de ser santos a hombres y mujeres corrientes, que no están "consagrados" a Dios, que no se comprometen con votos, que no tienen vocación religiosa! ¿Acaso no basta con procurar que esas gentes inmersas en el mundo, con tantas ocasiones de perderse y de ensuciarse, simplemente se salven "como a través del fuego"? Qué osadía decir a los cristianos corrientes: Tienes obligación de santificarte. -Tú también. -¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: "Sed perfectos, como mi Padre celestial es perfecto".

El joven Fundador sufre con estas incomprensiones, aunque no le sorprenden. Lo que predica es tan nuevo... Una locura, sin duda. Pero está tan seguro de que eso viene de Dios que no está dispuesto a renunciar por mucha sorpresa o muchas reticencias que algunos manifiesten. Al contrario, no hacen más que confirmarle que no es el inventor de una "idea" generosa, sino instrumento escogido por Dios para abrir un nuevo camino en la tierra. Esta obra no es una "buena obra" más. Es la Obra de Dios que Él le había hecho entrever desde su juventud, sin saberlo. ¿Qué puede tener de extraño que surjan obstáculos? Tendrá que quitarlos o esquivarlos, de la mano de Dios, porque, de alguna manera, el cielo está comprometido en que se realice.

***

El día de la Transfiguración, que en Madrid se celebra ese año el 7 de agosto, don Josemaría está celebrando misa en la iglesia del Patronato de Santa Isabel. Cuando se dispone a formular mentalmente las intenciones por las que la ofrece, se da cuenta, de pronto, del profundo cambio interior que -sin mérito alguno por su parte, piensa- se ha operado en él desde su llegada a la capital. Inmediatamente, renueva su propósito de orientar toda su vida hacia el cumplimiento de lo que Dios quiere de él: hacer la Obra de Dios.

Llegó la hora de la Consagración -escribe el mismo día en un cuaderno-: en el momento de alzar la Sagrada Hostia, (..) vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias, aquello de la Escritura: "et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum" (Joann., XII, 32). Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el "ne timeas!", soy Yo. Y comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana... Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas...

Querría escribir unos libros de fuego, que corrieran por el mundo corno llama viva, prendiendo su luz y su calor en los hombres, convirtiendo los pobres corazones en brasas, para ofrecerlos a Jesús como rubíes de su corona de Rey...