2.4. Madrid

"Al paso de Dios" es una biografía de San Josemaría escrito por François Gondrand

El Patronato de Enfermos ocupaba parte de una manzana de casas en la calle de Santa Engracia, entre la de José de Marañón y la de Nicasio Gallego. Era un edificio noble, de estilo morisco, con una fachada de ladrillos vistos y adornada con mosaicos. A uno de sus lados se alzaba una iglesia. Don Josemaría Escrivá celebraba la Santa Misa allí todos los días, para que pudieran oírla los pobres y los enfermos, así como las religiosas que se ocupaban de ellos y otras personas del barrio.

Nada más llegar a Madrid, don Josemaría había ido a visitar al obispo, don Leopoldo Eijo y Garay, quien había leído la carta de presentación del obispo de Zaragoza. Inmediatamente, había autorizado al joven sacerdote para que pudiera confesar en la diócesis de Madrid-Alcalá, dándole las licencias oportunas.

Como todo sacerdote debía contar con un medio de subsistencia, don Josemaría fue nombrado en seguida capellán de esta fundación benéfica conocida como "Patronato de Enfermos". La congregación que la dirigía -Damas Apostólicas del Sagrado Corazón- había sido fundada, unos años antes, por una aristócrata asturiana, doña Luz Rodríguez Casanova.

Don Josemaría se instaló en una residencia para sacerdotes fundada también por las Damas Apostólicas, en la calle de Larra. Era uno de los más jóvenes entre los diez o doce sacerdotes que vivían allí, lo cual hizo que tuviera que acompañar a veces a los mayores y hacerles pequeños favores. Desayunaba en la residencia, pero el resto del día lo pasaba fuera, absorbido por una serie de ocupaciones que no le dejaban un minuto de descanso.

Una actividad incansable

Pronto, en efecto, se echó sobre sus hombros una serie de responsabilidades que iban más allá de la misión concreta que se le había asignado en el Patronato: celebrar la Santa Misa, llevar la Comunión a las religiosas enfermas, presidir la Bendición con el Santísimo Sacramento... Se ocupaba también de los enfermos, charlaba con ellos, les animaba, se esforzaba por avivar su fe.

Había aprendido mucho de ellos, así como de los pobres que iba a visitar, con muchísima frecuencia, en los suburbios o en barrios abandonados, donde había palpado la miseria: la de los pobres reconocidos como tales y la de los pobres vergonzantes, que ocultaban su necesidad en casas de apariencia burguesa. ¡Qué escuela había sido para él!

La riqueza no siempre está donde se piensa. Estos pobres para el mundo eran, a veces, testimonio viviente del espíritu de las Bienaventuranzas.

Como en Zaragoza, explicaba también el catecismo a las niños de las "escuelas gratuitas" de los arrabales de Madrid, los confesaba y los preparaba para la Primera Comunión.

Al mismo tiempo, preparaba su doctorado en Derecho Civil. Daba también clases de Derecho Romano y de Derecho Canónico en la Academia Cicuéndez -institución privada similar al Instituto Amado de Zaragoza-, con lo cual obtenía unos ingresos suplementarios y, al mismo tiempo, tenía ocasión de hacer apostolado entre los estudiantes.

A finales de 1927, su madre y sus hermanos se instalaron en Madrid, en la calle de Fernando el Católico, no lejos del Patronato de Enfermos, y él había ido a vivir con ellos.

En medio de esta vida de desbordante actividad, la oración seguía ocupando el primer lugar; continuaba repitiendo constantemente: Domine, ut videam! Señor, ¡que vea!

Había vislumbrado, a veces, algunos destellos en medio de aquella persistente penumbra, pero no constituían por sí solos la esperada respuesta...

El 2 de octubre de 1928

¿Por qué se había hecho la luz precisamente en estos días de retiro, en un momento de su vida en el que todo parecía encajar o, al menos, ordenarse de manera más estable? ¿Por qué ahora y no antes o después? ¿Por qué en estas jornadas de relativa paz y no en momentos de tensión?

Es incapaz de dar una respuesta. Dios sabe más. La Providencia divina, a través de los acontecimientos más insignificantes, incluso más desconcertantes, se abre camino en el corazón de los hombres para llevarles como Él quiere, a ese ritmo, ni lenta ni rápido, que es el Suyo y que él se esforzará en mantener fielmente en adelante, pues ha visto claramente que ha sido llamado a caminar al paso de Dios.

"Ecce ego, quia vocasti me!"

Aquí estoy, Señor, porque me has llamado (I Sam. III, 5, 6 y 9).