2.2. Logroño

"Al paso de Dios" es una biografía de San Josemaría escrito por François Gondrand

En Logroño, la familia se apiñó todavía más, en parte por la fuerza de las cosas y en parte por el esfuerzo que hacían los padres para que los reveses no alterasen el buen humor y la serenidad de todos. Se instalaron al principio en el cuarto piso -bajo el desván- de un inmueble situado en la calle de Sagasta, junto al puente de hierro sobre el Ebro. Don José había encontrado trabajo con un comerciante, Antonio Garrigosa, que tenía una tienda de telas y prendas confeccionadas. Se llamaba "La Gran Ciudad de Londres" y estaba situada bajo los soportales de la principal calle comercial.

Los comienzos no habían sido fáciles. Tuvieron que instalarse, establecer contactos, relacionarse... Poco a poco, sin embargo, gracias a un colega de su padre, empezaron a ser recibidos en una familia, luego en otra...

Los domingos, iban a pasear por los alrededores de la ciudad, al otro lado del Ebro, por la carretera de Laguardia. A lo lejos, se divisaban las colinas malva y azuladas que, en los meses de invierno, a duras penas lograban mitigar el cierzo. Cuando regresaban, antes de atravesar el puente de hierro que conducía directamente a su casa, aparecía la ciudad, extendida al otro lado del ancho cauce del río; destacaban las dos torres gemelas de la Colegiata y, un poco más a la izquierda, esbelta, y puntiaguda como una espiga, la aguja piramidal y el campanario de la iglesia de Santa María de Palacio, así como el campanario románico de San Bartolomé. La jornada dominical concluía en casa, o en la de algunos amigos, con una merienda o una tertulia en la que se comentaban temas de actualidad.

Primeras amistades

En el Instituto de Logroño, donde prosiguió su bachillerato, Josemaría conoció otros compañeros de estudio y pronto hizo algunas amistades. Los riojanos suelen ser francos y abiertos, como los aragoneses, con los que comparten la pasión por la independencia y la igualdad. La espontaneidad de su lenguaje, de una precisión rabelesiana, es proverbial en toda España. Es la propia de los viñadores de esta región, los cuales, tras la plaga de la filoxera que arrasó las viñas hacia 1870, como en Francia, habían aclimatado cepas importadas de la región bordelesa.

El Instituto se alzaba en una plaza situada al final de la calle del Mercado. Bajo los soportales, bordeando el Ayuntamiento y la Colegiata de Santa María la Redonda, Josemaría no tardaba en llegar hasta la calle en que "La Gran Ciudad de Londres" mostraba sus escaparates. Si quería, podía ir a buscar a su padre y, si no, hacerle una visita antes de regresar a su casa, en la calle de Sagasta. La tienda tenía un entresuelo recubierto de madera oscura que le proporcionaba una cierta elegancia. Don José había sabido encarar la situación con buen ánimo y pronto había empezado a distinguirse por su conciencia profesional, su puntualidad y su amabilidad con los clientes.

Las clases del Instituto se completaban con horas de estudio y de repaso en dos colegios: uno, dirigido por hermanos Maristas, y el de San Antonio, algunos de cuyos profesores seglares enseñaban también en el Instituto. Aunque alegre y divertido, Josemaría era más serio y maduro que la mayoría de sus compañeros de estudios. Uno de sus mejores amigos del Instituto se llamaba Isidoro Zorzano, muchacho inteligente y trabajador. Había nacido en Buenos Aires, adonde sus padres, oriundos de un pueblo de la provincia de Logroño, habían emigrado años antes; pera, siendo Isidoro todavía muy niño, habían decidido regresar a su tierra natal.

El monumento más famoso de Logroño era la Colegiata llamada "La Redonda", construida sobre un templo romano, poligonal. Las dos torres barrocas flanqueaban una fachada con pórtico, ricamente ornamentado. Las capillas laterales y el deambulatorio estaban repletos de espléndidas obras de arte acumuladas a lo largo de los siglos.

En un enorme lienzo situado en la nave derecha, se ve al futuro San Francisco de Borja, que toma conciencia de la fragilidad de los afectos humanos contemplando horrorizado, en el ataúd, el rostro descompuesto de Isabel de Portugal, esposa del Emperador Carlos V. A su alrededor, los personajes que completan el cuadro se dan la vuelta mientras se tapan la nariz, con expresivo gesto. En un pequeño nicho del deambulatorio, se conservaba también un cuadrito pintado, al parecer, por Miguel Ángel, a quien se lo encargó una viuda rica.

Josemaría había proseguido sin problemas sus estudios de bachillerato en el Instituto, interesándose especialmente por las humanidades: literatura, historia, filosofía... Había empezado a apreciar la poesía medieval y los autores clásicos del Siglo de Oro español, entre ellos Cervantes (cuyas Novelas Ejemplares y su obra maestra, Don Quijote, le encantaban) y los grandes místicos castellanos. También se interesaba vivamente por los acontecimientos de la época, de los cuales oía hablar a su padre y sus amigos: en 1916, la revolución irlandesa, alzamiento de todo un pueblo por su libertad y su fe religiosa, tras varios siglos de persecución; en 1918, el fin de la gran guerra y la difícil instauración de un nuevo equilibrio en una Europa desangrada y exhausta...

Era igualmente la edad en que chicos y chicas empiezan a salir juntos, ocasión que aprovechó su madre para darle un consejo lleno de sabiduría, prudencia y buen humor: -Hijo mío, trata de comportarte siempre bien. Y si un día piensas en cosas serias -si piensas en casarte-, no olvides el proverbio que existe entre nosotros: busca una chica que no sea "ni guapa que encante, ni fea que espante".

Presentimientos de amor

Pero los primeros impulsos de su corazón, tras muchas vacilaciones, habían terminado por adquirir un sesgo muy distinto.

Una escena en apariencia irrelevante le hizo pensar mucho en lo que es capaz de hacer un hombre cuando su corazón está lleno de amor de Dios... Debió ser durante las vacaciones de Navidad. Hacía mucho frío en Logroño aquel mes de diciembre de 1917. Había estado nevando durante varios días y una espesa capa de nieve helada cubría la ciudad. Al salir de casa, de pronto vio unas huellas de pasos en la nieve, todavía impoluta. No cabía duda: eran las huellas de unos pies desnudos... No tardó en descubrir, a lo lejos, un carmelita descalzo, el Padre José Miguel, cuyo convento estaba en las afueras de Logroño.

Ese encadenamiento de presentimientos y de certezas que llamamos vocación tiene siempre algo de misterioso. El descubrimiento de una generosidad insospechada había hecho cristalizar unos impulsos latentes hasta entonces. A partir de ese momento, ya no pudo disiparlos. Porque estaba cada vez más claro que Dios le pedía una mayor disponibilidad. Pero, ¿cómo lograrla? ¿Tendría que hacerse sacerdote...? Unos meses antes, sólo imaginarlo le hubiese hecho sonreír.

Con todo, no podía dejar de pensar en su futuro, en la carrera que le hubiese gustado seguir. Había dicho a su padre que le gustaría ser arquitecto... ¿Es que unas simples pisadas en la nieve iban a bastar para cambiar por completo el rumbo de su vida?

Sin decir nada a sus padres, durante los meses siguientes se había encaminado varias veces hacia el puente del ferrocarril para ir a ver al Padre José Miguel. Las conversaciones que mantuvo con él no le permitieron ver con claridad, excepto una cosa: no creía que la disponibilidad total que el Señor le pedía -Él sabría por qué- fuese compatible con la vida conventual que le proponía su director espiritual. Éste, con muy buen espíritu, quería persuadirle de que entrar en la Orden Carmelitana sería la mejor manera de responder a la llamada que acababa de experimentar.

Josemaría no sabía adónde le conduciría esa llamada, pero estaba seguro de que no se trataba, en su caso, de una vocación religiosa o monástica, que no era una invitación a abandonar el mundo, y así se lo hizo ver al Padre José Miguel.

Sin embargo, a pesar de que ignoraba cuál sería su camino, no había tratado de ahogar la inquietud que se había ido precisando desde que había visto aquellas pisadas en la nieve.

Fue entonces cuando, con toda naturalidad, movido por el deseo de purificarse más y más, empezó a intensificar las prácticas de piedad que ya le eran familiares. Las constantes invocaciones, las penitencias generosas, la confesión frecuente, la Misa diaria y la Comunión eran para él medios de unirse cada vez más al Señor y de ver con mayor claridad.

Volvió a pensar en hacerse sacerdote, a pesar de su repugnancia inicial. No obstante, la idea se inscribía en la perspectiva de quedar más disponible para "algo" que el Señor le pedía y que seguía sin ver...

Un día, dio el paso definitivo: se lo diría a su padre e ingresaría en el Seminario.. .

La impresión de éste debió ser enorme, pues sin duda no se lo esperaba. Fue la única vez que vio lágrimas en los ojos de su padre. Tras guardar silencio unos instantes, le había dicho, con voz grave:

-Hijo mío, piénsalo bien. Los sacerdotes deben ser santos... Es muy duro no tener casa, no tener un hogar, no tener un amor en la tierra. Piénsalo un poco más... Pero yo no me opondré a tu voluntad.

Sólo más tarde fue capaz de medir plenamente lo que estas palabras habían tenido de heroico en un hombre que tanto había sufrido y que ya había imaginado, para él, un brillante porvenir. Aconsejado por su padre, Josemaría fue a visitar a don Antolín Oñate, Abad de la Colegiata, y a un capellán militar que hacía poco se había establecido en Logroño, don Albino Pajares, reputado por su sabiduría y su piedad. Las perspectivas que le descubrieron no le entusiasmaron: párroco rural, canónigo, miembro de la curia diocesana, director de Seminario... ¡No se veía "haciendo carrera" en los medios eclesiásticos! No obstante, su clara voluntad de responder a una llamada cada vez más apremiante del Señor -aunque siguiera siendo misteriosa- pudo más: sería sacerdote...

Sus padres, como le habían prometido, no se opusieron a su decisión. Sin una sola queja, renunciaron a sus proyectos y abandonaron la esperanza de reconstituir el patrimonio familiar con su ayuda.

Él, por su parte, sintió que su corazón se oprimía cuando, para responder a esa llamada divina que era más fuerte que él, decidió entrar en el Seminario. Como para compensar su ausencia, había pedido al Señor que se dignase enviar a sus padres otro hijo varón para que ocupara su lugar en la familia, porque, cuando él tuviera que irse, sólo quedaría Carmen.

Se inició así una nueva etapa de su vida; una etapa que no era definitiva, sino camino hacia "algo". No en vano le había dicho su padre: "¿Para qué hacerse sacerdote si no es para ser un sacerdote santo?"

Ni que decir tiene que él no pensaba en el sacerdocio al margen de la busca de la santidad, pero la llamada a servir a las almas se inscribía, en su caso, en el marco de otra vocación, no menos apremiante, que, sin embargo, no lograba identificar. Tal era la razón de que, a pesar del paso que acababa de dar, que creía acertado, continuase sintiendo una extraña sensación de seguir caminando como a ciegas, en busca de una respuesta a su ¿por qué? ¿Para qué voy a hacerme sacerdote? El Señor quiere algo. ¿Qué es? Y no cesaba de repetir, como el ciego de Jericó al paso de Jesús: ¡Señor, que vea! Domine, ut videam! Ut sit! Que sea eso que Tú quieres y que yo ignoro.

Cambio de costumbres

En el curso siguiente, a partir del mes de noviembre de 1918, su vida había quedado ordenada de otra manera. Por la mañana asistía a la Santa Misa en el Seminario, que ocupaba un ángulo de la vasta plaza del Espolón, jardín y paseo próximo al centro de la ciudad. Luego, volvía a casa para desayunar y regresaba al Seminario para asistir a las clases hasta las primeras horas de la tarde.

Aconsejado por el Rector del Seminario y por el obispo, adoptó un plan de estudios personal, acoplado a las materias que le eran familiares por haberlas tocado ya en el Instituto y centrado en el latín -¡al final había topado con él!- y en la filosofía. Algunos preceptores le ayudaban.

El primer año, se limitó a estudiar aquellas asignaturas que resultaban menos problemáticas: historia eclesiástica, arqueología, derecho canónico, teología pastoral, sociología y francés. A1 año siguiente, había abordado la teología fundamental.

Estos nuevos estudios no le habían resultado demasiado difíciles, porque, en realidad, por su formación y su gusto por las humanidades, sabía más que la mayor parte de sus compañeros del Seminario.

A éstos les parecía un tanto reservado. Hizo, sin embargo, muy buenos amigos, que conservó toda su vida. A sus condiscípulos y a sus profesores les hablaba con frecuencia del Instituto que acababa de dejar, así como de la urgente necesidad de insuflar un espíritu auténticamente cristiano a los jóvenes que allí estudiaban, los cuales, al cabo de unos años, serían profesionales e intelectuales que ejercerían gran influencia sobre mucha gente.

Los domingos por la mañana participaba, con los alumnos internos, en la catequesis de la iglesia del Seminario, para los niños de los barrios más pobres. Lo hacía por propia iniciativa, ya que los alumnos externos, como él, no solían participar en ella. Pero se consideraba un seminarista como todos. Y sería sacerdote cuando llegara el momento.

Con todo, seguía teniendo la íntima certeza de que no había ingresado en el Seminario sólo para eso. En los presentimientos que las pisadas en la nieve del carmelita habían avivado en él, anidaba la llamada a algo que, decididamente, no lograba ver. Por eso, rezaba cada vez con más intensidad.

"Señor, ¿qué quieres que haga?", repetía, haciendo suyas las exclamaciones espontáneas y generosas de los profetas del Antiguo Testamento, cuando Yahvé irrumpía en su vida para pedirles que hiciesen algo grande en su nombre. Y añadía, siempre inspirado en la Biblia: "¡Aquí estoy, Señor, porque me has llamado!" (I Sam. III, 5, 6 y 9).

En esos momentos, le parecía que Dios jugaba con él y le llevaba adonde quería, sin que él se diese cuenta. Ahora, en este 2 de octubre de 1928, lo percibe con toda claridad...

Por los días de su ingreso en el Seminario, su madre les había anunciado, a él y a Carmen, que pronto tendrían un hermanito o una hermanita. Así pues, su audaz petición había sido escuchada, lo cual era una señal más de que todo lo que le estaba sucediendo obedecía a un plan preciso de la Providencia.

Y el 28 de febrero de 1919 nacía su hermano Santiago...

Al año siguiente, en Fonz, volvió a encontrar los amigos y los paisajes de su infancia.

Seguía alimentando la idea de cursar la carrera de Derecho, como su padre le había aconsejado. El proyecto se fue concretando a lo largo del curso escolar 1919-1920 y, a tal efecto, solicitó su traslado al Seminario de Zaragoza. Una media beca que había obtenido completaría la ayuda que sus padres pudieran prestarle.

El martes, 28 de septiembre de 1920, había traspasado el dintel del majestuoso Seminario Mayor de San Carlos, entregando al conserje, un tanto sorprendido, el tabaco y la pipa que utilizaba en Logroño...