2.1. Barbastro

"Al paso de Dios" es una biografía de San Josemaría escrito por François Gondrand

"¡Así que era eso, Señor!"

Ahora, muchos acontecimientos vividos en Barbastro, en Logroño, en Zaragoza, y en los meses que han transcurrido desde su llegada a Madrid, iluminados con una luz nueva, los ve como una clara preparación de lo que acaba de suceder en su alma.

Hasta donde llegan sus recuerdos, predomina, a pesar de las sombras, la imagen de una felicidad apacible, de unos padres diligentes y amorosos.

Pensando en su padre, evoca su rostro sereno, el pelo corto, el fino bigote y esa mirada chispeante, de inteligencia y de alegría, que las contrariedades no lograron alterar. Josemaría no tuvo nunca reparo en confiarse a él; no recuerda que le castigara severamente más que una sola vez, y lo que le causó mayor dolor no fue el cachete recibido, sino el disgusto provocado con su cabezonería.

Le gustaba caminar junto a él por El Coso, donde los amigos, los vecinos y los parientes se saludaban al cruzarse. Luego, cuando creció un poco, su padre le llevaba a pasear por los alrededores de la ciudad, y la conversación se hacía más confiada.

Cuando, a mitad del otoño, venían los primeros fríos, don José compraba un cucurucho de castañas asadas a un vendedor ambulante. Josemaría recuerda todavía cómo su padre le apretaba la mano y cómo se reía cuando él trataba de atrapar, en el bolsillo de su abrigo, una de aquellas castañas calentitas, que le quemaban los dedos.

En invierno, por los hondos caminos de las estribaciones de los Pirineos, cubiertos de nieve, pasaban los pastores envueltos en zamarras de piel de cordero, conduciendo sus rebaños a tierras más templadas. En un borrico, cargado de bultos, transportaban una cocinilla en la que calentaban la comida y los remedios caseros. A veces, uno de ellos llevaba a hombros una oveja enferma o sostenía en sus brazos un corderillo recién nacido.

Su madre, doña Dolores, era dulce y entera (Josemaría se había dado cuenta de su belleza contemplando un retrato de boda de sus padres). A ella le debía su piedad natural -una piedad que su padre mostraba también, sin avergonzarse- y nunca había olvidado las sencillas oraciones que ellos le habían enseñado, grabadas enseguida en su memoria infantil, tesoro del que seguía extrayendo, a diario, con qué reavivar su diálogo con Dios. "Oh, Señora, oh Madre mía -solía repetir, dirigiéndose a la Santísima Virgen-, yo me ofrezco enteramente a Vos. Y en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón...".

Las lecciones de su madre eran siempre sumamente prácticas. Todavía sonríe al acordarse de lo que le decía de pequeño, cuando él se escondía debajo de la cama para evitar que le encontrasen las visitas que se empeñaban en ver al niño de la casa. Solía sacarle de allí golpeando el suelo con un bastón y cuando por fin salía, todo mohíno, su madre le decía en tono de afectuoso reproche, antes de conducirle hasta el salón: Josemaría: la vergüenza, para pecar.

Años apacibles

La casa familiar, en la que había nacido el 9 de enero de 1902, estaba en la calle Mayor, haciendo esquina a la plaza del Mercado, a la que, siendo niño, bajaba a jugar, de ordinario bajo los soportales. A veces, se llegaba con sus amigos hasta la tienda de su padre, al otro lado de la Plaza, en la calle General Ricardos. Un penetrante olor a cacao subía de los sótanos del almacén "Juncosa y Escrivá", que abarcaba, como entonces era frecuente en la región, dos actividades: la fabricación de chocolate y la venta de tejidos. Los chicos frecuentaban también el almacén del tío materno, donde, con un poco de suerte, podían conseguir miel o algunas golosinas.

Como su hermana Carmen, dos años y medio mayor que él, había aprendido a leer y a hacer cuentas en el Colegio de las Hermanas de la Caridad. Muy cerca de allí, en Cregenzán, San Vicente de Paúl había encontrado las primeras vocaciones fuera de Francia. Josemaría recuerda con más precisión el Colegio de los Escolapios, adonde, desde los siete años, se dirigía a diario, subiendo por la calle Argensola hacia la catedral.

A1 llegar las vacaciones, iban todos a Fonz, no lejos de Barbastro, donde la abuela paterna tenía una casa. Después de cruzar el río, la carretera ascendía suavemente entre almendros y olivos verdigrises. Luego, tras un recodo del camino, aparecían de golpe las casas del pueblo, escalonadas en torno de la maciza iglesia. En Fonz vivía la abuela y también un tío sacerdote, Mosén Teodoro, y su hermana, la tía Josefina. El tío era propietario de una finca, El Palau, situada entre olivos y viñas.

Uno de los mayores placeres de Josemaría, de pequeño, consistía en asistir a la cochura del pan; le encantaba ver cómo la masa era trabajada a fuerza de brazos, añadiendo de vez en cuando un poco de levadura, y cómo los panes, todavía blancos, se introducían luego en el horno ardiente mediante una larga pala de madera. El chico aguardaba, impaciente, el momento en que, ya cocidos, la cocinera abriese la trampilla del horno y le entregase un panecillo en forma de gallo que había colocado junto a las tiernas hogazas.

Encaramándose a las colinas peladas que dominaban el pueblo, podía verse una sucesión de huertos y tierras cultivadas en terrazas. Más a lo lejos, la mirada alcanzaba, de ondulación en ondulación, hasta los contrafuertes de los Pirineos, que cerraban el horizonte.

El regreso terminaba siempre por llegar antes de lo previsto. Con él, volvían los días siempre iguales: las clases en el colegio, la vuelta corriendo a casa, los juegos en la Plaza, las lecturas cada vez más largas y atrayentes, las conversaciones con papá y mamá, más serias y serenas con el paso de los años...

Cuando, ya maduro, había podido reflexionar sobre aquellos años de infancia y de adolescencia, se había dado cuenta de que la profunda influencia que sus padres habían ejercido sobre él se debía a su total disponibilidad, a la confianza con que siempre le habían tratado, soltando las riendas a medida que lo sentían madurar y enseñándole -aunque sólo fuese vigilando sus pequeños gastos- a administrar bien su libertad.

Con todo, no le parecía que él hubiese sido un niño fácil. Aunque pronto se había resignado a que le besasen algunas señoras amigas de su madre (¡una de ellas tenía bigote, y pinchaba!), le sobrevenían a veces rebeliones súbitas que tardó bastante tiempo en dominar... Incidentes sin importancia que ahora le hacen sonreír: el día en que estrelló contra la pizarra el trapo porque el profesor de matemáticas le preguntó algo que no había explicado en clase; o aquel otro, sucedido anteriormente, en el parvulario de las monjas de la Caridad, cuando le acusaron sin razón de haber pegado a una niña -no podía soportar la injusticia- sus protestas porque tenía que aprender latín -el latín, para los curas y frailes... .

Pero también sabía aguantarse siempre que era necesario. Un día que le mordió un perro, para evitar que su madre se asustara si le veía la herida ensangrentada, fue derecho a casa de una de sus tías para que le curara. En otra ocasión, precisamente la víspera del día de su Primera Comunión, no dijo a nadie que el peluquero le había quemado con las tenacillas cuando trataba de rizarle el pelo. Su misma madre tardó bastante en darse cuenta.

Fueron los primeros contactos con la contrariedad, con el dolor, con el sufrimiento; los primeros encuentros con la Cruz, en medio de un camino amable y sonriente.

Lo de las tenacillas había sucedido poco antes de hacer la Primera Comunión, a los diez años, como acababa de recomendar el Papa Pío X. Desde hacía tres o cuatro, venía confesándose con cierta regularidad. En cuanto había tenido uso de razón, su madre le había explicado, con toda sencillez, en qué consistía este sacramento, ayudándole a prepararse para recibirlo y llevándole a su propio confesor. La primera vez, tras acusarse de sus pecadillos infantiles, éste -un buen religioso- le había dicho que, en penitencia, se comiera un huevo frito. De regreso a casa, le habló a su madre de ello.

¡Cómo se rieron sus padres -excelentes cristianos, pero nada ñoños- comentándolo entre ellos!

Durante varios meses, un religioso escolapio le había estado preparando para recibir al Señor en su alma. Nunca, desde entonces, se olvidaría de rezar, a diario, la fórmula de la Comunión espiritual que le había enseñado: "Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre; con el espíritu y fervor de los santos".

La Eucaristía había sido para él, al principio, aquel óvalo rodeado de

luces temblorosas en el centro del gran retablo del coro de la catedral de Barbastro. Su madre le había explicado que, detrás de aquel cristal, estaba Jesús, presente de manera misteriosa, esperando sin cesar la adoración silenciosa de los hombres.

Cuando iban a la catedral, solían entrar también en la capilla del Cristo de los Milagros; estaba situada a la derecha del pórtico y el Cristo se hallaba protegido por un historiado baldaquino. En la nave derecha se detenían ante la imagen que representaba la Dormición de María. La Virgen, con las manos juntas, reposaba en una urna situada bajo un altar con retablo de madera. Finalmente, oraban unos instantes ante la pequeña imagen de la Virgen del Pilar, réplica de la que se venera en Zaragoza.

Solían rezar el Rosario en casa, en familia, a la caída de la tarde, y los sábados, en la iglesia de San Bartolomé, donde se celebraba un acto en honor de la Virgen.

La piedad popular, en Barbastro, se manifestaba especialmente en ciertas fiestas, como la de Santa Ana -26 de julio-, que se celebraba en una capillita de la Plaza del Mercado, que ese día se llenaba de flores. También se llevaban flores a la Virgen en el mes de mayo. En Navidad, se ponía el Nacimiento, siempre el mismo y siempre renovado, con sus montañas de corcho o de cartón-piedra y las ingenuas figuritas que los niños ayudaban a colocar en torno al portal de Belén. La familia se congregaba para cantar a coro los villancicos populares que, con ritmo alegre o tono melodioso de canción de cuna, expresan el gozo de los hombres ante la venida al mundo del Niño-Dios. A medianoche, Josemaría y su hermana acompañaban a sus padres a la Misa del Gallo en la catedral, que semejaba un navío varado en las sombras.

Piadoso, pero sin tener conciencia de haber hecho nada extraordinario, Josemaría era también, como los chicos de su edad, un muchacho alegre y revoltoso que tiraba a su hermana de las trenzas y que, cuando su madre le mandaba volver inmediatamente a casa, se asomaba al balcón y se sentaba con las piernas colgando entre los barrotes para ver cómo sus camaradas seguían jugando.

No obstante, era bastante dócil y por nada del mundo hubiese sido capaz de dar un disgusto a sus padres. Porque, desde hacía algún tiempo, la alegría, en su casa, se mezclaba con las lágrimas.

Años de prueba

Tres niñas habían nacido después de él: María Asunción, cuando tenía tres años; María Dolores, cuando tenía cinco, y Rosario, cuando contaba siete.

Al año de nacer, murió Rosario. Josemaría se dio cuenta del dolor contenido de sus padres y de los esfuerzos que hacían para suavizar su propia pena. Dos años después pudo contemplar, en la iglesia parroquial, cómo unas niñas acompañaban el cadáver de otra hermana suya, Lolita, sosteniendo unas cintas blancas enlazadas al ataúd, como era costumbre en los entierros de los niños.

La vida familiar se hizo más apretada, más íntima. Josemaría, que por segunda vez veía a la muerte de cerca, comprendió que a sus padres les costaba más aún ocultar su dolor. Le habían explicado que sus dos hermanas estaban en el cielo, muy cerca de Dios Padre y de la Santísima Virgen; creía, sí, en su eterna bienaventuranza y que, de una manera distinta, seguían estando presentes en el hogar, pero cuando al cabo de poco más de un año su madre le comunicó que su hermana preferida, María Asunción, una rubita adorable a quien todos llamaban familiarmente Chon, acababa de morir, pensó que aquello era ya demasiado y se arrojó a sus brazos sollozando.

-¿Cómo está Chon? -le había preguntado al verla venir a su encuentro.

-Muy bien; ya está en el cielo -había respondido su madre con dulzura.

La serenidad de su voz y de su rostro le ayudó a aceptar un poco mejor esta nueva separación.

Aunque no se permitió a los niños que asistieran al velatorio, él había conseguido entrar en la habitación, donde lloró y lloró ante el cuerpo de la pequeña.

Amigos y parientes les acompañaron en su dolor, pero los Escrivá, lejos de endurecerse, intensificaron su vida cristiana y su mutuo amor.

***

Ahora, en este 2 de octubre de 1928, es capaz de apreciar mejor el heroísmo de sus padres, que no permitieron que se perdiese el ambiente de alegría y de paz que Carmen y él habían conocido siempre. Y es que sus padres se querían de veras y lo manifestaban con toda sencillez. Eso era todo.

Esos acontecimientos, y los que pronto sobrevendrían, tenían, pues, un sentido cuya profundidad hasta entonces ni siquiera había sospechado; ahora comprende la razón profunda de su propia existencia, preparada de manera remota y misteriosa para una empresa divina... Haciéndole sufrir con el sufrimiento de sus seres queridos, el Señor había estado como "trabajándole", a la manera de un herrero que diera un golpe en el clavo y cien en la herradura.

***

La muerte de Chon le había impresionado tanto, que solía decir: ¡Ahora me toca a mi!. Y es que sus tres hermanas habían ido muriendo en razón inversa a su edad, de la más pequeña a la mayor.

Pero su madre le tranquilizaba:

-No te preocupes, que te hemos ofrecido a la Virgen de Torreciudad...

En efecto: su madre le había contado cómo, cuando tenía dos años, él había enfermado, también, gravemente. Tanto que los médicos le desahuciaron. Entonces ella había invocado espontáneamente a la Señora que se veneraba no lejos de allí, en Torreciudad, a la cual tenía especial devoción. Y una mañana, de repente, había amanecido curado, cuando la víspera, por la noche, apenas podía respirar ni hablar y los dos médicos que le atendían le daban pocas horas de vida.

-¿A qué hora ha muerto el pequeño? -había preguntado a don José uno de ellos, dispuesto a darle el pésame.

-Ven a verle: está curado. Hace un momento, estaba dando saltos agarrado a los barrotes de la cuna.

Poco después, cuando se repuso del todo, Josemaría, en brazos de su madre, montada en una mula que avanzaba con prudencia por caminos de herradura, se encontró camino de la ermita de Torreciudad. Sus padres iban a presentarle a la Virgen, en agradecimiento por su curación, sin duda milagrosa. Su madre le diría, después, que había pasado mucho miedo, mientras, montada en silla sobre la mula, bordeaba los precipicios del Valle del Cinca. La arraigada fe de sus padres y su gratitud hacia la Madre de Dios les ayudó a llegar hasta la ermita, colgada sobre un promontorio rocoso que cae a pico sobre el río, desde el cual se divisan las cumbres de los Pirineos.

Con la muerte de las niñas, los sufrimientos de la familia no habían hecho más que comenzar. Le esperaban, en efecto, nuevas amarguras. En primer lugar, una prueba muy distinta...

Un día sus padres tuvieron que decir la verdad a sus hijos: las cosas iban de mal en peor y, pronto, su padre no tendría más remedio que liquidar el negocio...

Así sucedió, en 1914. A sus doce años, Josemaría era ya capaz de darse cuenta de lo que aquello significaba y de comprender la angustia de sus padres: estaban arruinados.

La admiración hacia su padre subió enormemente de punto cuando descubrió que había pagado a sus acreedores sin acogerse a las posibilidades de moratorias que le ofrecía la ley. Un gesto de lealtad y honestidad tanto más destacable en cuanto que una de las causas determinantes de la quiebra del negocio había sido la concurrencia desleal de su socio. "Don José Escrivá es tan bueno -comentaban algunos- que se han aprovechado de él para jugarle una mala pasada."

Pero no todos los comentarios eran tan favorables. En las ciudades pequeñas, el fracaso no se perdona y las murmuraciones están a la orden del día.

Para Josemaría, todo empezó con ciertas reflexiones en voz alta de camaradas y vecinos, con miradas esquivas, con palabras de conmiseración casi incomprensibles, con retazos de conversación entre sus padres que él a veces sorprendía... Un presentimiento, en suma, confuso al principio, que, poco a poco, fue cuajando en convicción de que algo grave sucedía.

¡Le hubiese gustado tanto poder ayudar a sus padres!

Había visto cómo su padre envejecía sensiblemente, sin quejarse y sin perder un ápice de su elegancia y de su señorío.

Tuvieron que reducir su nivel de vida. Doña Dolores empezó a desempeñar las tareas domésticas con la única ayuda de su hija Carmen, y a disminuir considerablemente los gastos, sin quejarse en absoluto. La elegancia con que sus padres soportaban esta nueva cruz que el Señor les enviaba fue para él una lección de valor y resignación cristiana. Tanto que, años después, cuando empezó a leer asiduamente las Sagradas Escrituras, no pudo por menos de comparar la actitud de su padre con la de Job, el justo del Antiguo Testamento, objeto de la incomprensión de parientes y amigos, por haber perdido su fortuna.

Abandonado por todos, incluso por aquellos que debían estarle agradecidos o mostrarle su solidaridad familiar, don José Escrivá se puso inmediatamente a buscar otro trabajo. Acudió a los pocos amigos fieles que le quedaban y, a tal efecto, hizo algunos viajes, uno de ellos a Logroño, capital de la Rioja.

Raíces profundas

En apariencia, todo seguía siendo como antes para Josemaría: el colegio, los juegos, las lecturas y ahora, además, algo de música; también había empezado a hacer algunas incursiones en el mundo de los adultos, acompañando a su padre a los círculos culturales de Barbastro y de Fonz.

Se había ido despertando en él un cierto interés por el pasado, que, con el tiempo, se fue profundizando. De labios de su padre y de las conversaciones que éste mantenía con sus amigos, había aprendido a conocer mejor la región -el Somontano-, tierra de transición entre los Pirineos y el valle del Ebro, hacia el cual desciende entre torrenteras y colinas; tierra, también, de intercambios comerciales y de luchas políticas.

En Barbastro -sede episcopal desde que en el año 1101 Pedro I de Aragón reconquistó la ciudad, en poder de los musulmanes-, se habían celebrado, el año 1137, las Cortes que consagraron la unión de Aragón y Cataluña. Un obispo famoso había sido San Raimundo, nacido en Durban, en la diócesis de Toulouse, y muerto en Andalucía, junto a Alfonso I el Batallador. También San Vicente Ferrer había residido allí, probablemente... Quienes no habían dejado muy buen recuerdo eran el condestable francés Bertrand Duguesclin y sus huestes: el 2 de febrero de 1366 habían saqueado la ciudad; trescientas personas que se habían refugiado en la torre de la catedral murieron allí abrasadas...

Sus profesores del Colegio de los Escolapios le habían hablado con veneración de su Fundador, San José de Calasanz, ascendiente lejano de su familia, nacido en Peralta de la Sal, quien, siendo todavía un joven sacerdote, había desempeñado su ministerio en Barbastro.

Se había interesado también por la historia de los Escrivá, oriundos de Narbona, que, en el siglo xu, se habían establecido en Balaguer, cerca de Lérida, a poco de la reconquista de la ciudad por los cristianos. Sus antepasados, terratenientes al principio, se habían inclinado hacia las artes liberales tras la represión centralizadora castellana de los siglos XVII y XVIII. Su bisabuelo paterno, José María Escrivá y Manonelles, había ejercido como médico de Fonz, cerca de Barbastro.

La cuna de su familia materna, los Albás, estaba en Ainsa, plaza fuerte del Alto Aragón y capital del antiguo Condado de Sobrarbe. Un tío abuelo de Josemaría había sido obispo de Ávila, y dos de sus tíos maternos eran sacerdotes, uno de ellos beneficiario en la catedral de Burgos, y el otro, don Carlos Albás, arcediano del Cabildo de Zaragoza.

Josemaría se había enterado de que este último no se había mostrado nada indulgente con su cuñado, al que reprochaba su falta de habilidad en los negocios y su excesiva lealtad con los acreedores, lo cual -según estimaba don Carlos- no había hecho más que perjudicar a la familia.

A comienzos de 1915, su padre pasó algunos meses en Logroño, trabajando en un negocio análogo al que acababa de perder y buscando -y luego acomodando- una casa en la cual instalar a los suyos.

Josemaría había terminado en Barbastro aquel curso escolar, se había examinado en Lérida y había pasado el verano en Fonz, con cierta melancolía. ¿Volverían a pasar allí las vacaciones al año siguiente?...

En septiembre, regresaron a Barbastro y se dispusieron a iniciar los preparativos para el traslado a Logroño.

Un día, muy de mañana, montaron en la diligencia, no sin mirar atrás para contemplar por última vez la ciudad en la que dejaban un trozo de su corazón. Unos cuantos kilómetros más allá rezaron al pasar cerca del Santuario de Nuestra Señora de Pueyo, encaramado en una colina que domina el Somontano oriental.

Acababa de volverse una página en la vida de la familia Escrivá, camino de una provincia desconocida.