La historia de la Iglesia es rica en perfiles de santos, de carismas muy variados. Josemaría Escrivá era un santo alegre, espontáneo y sencillo; y como todos los santos, profundamente humilde. Durante su catequesis en Portugal le regalaron una vieja sopera, usada y con lañas. Es una cosa vulgar —comentaba, poco después, abriendo su alma—, pero a mí me encantó, porque se veía que la habían usado mucho y se había roto —debía ser de una familia numerosa— y le habían puesto bastantes lañas para seguir empleándola. Además, como adorno habían escrito, y se había quedado allí después de sacarla del horno: amo-te, amo-te, amo-te ... Me pareció que aquella sopera era yo. Hice oración con aquel cacharro viejo, porque también yo me veo así: como la sopera de barro, rota y con lañas, y me gusta repetirle al Señor: con mis lañas, ¡te quiero tanto! Podemos amar al Señor también estando rotos, hijos míos .
Otras veces se comparaba con un borrico. O con un simple sobre. Al cabo de los años, a pesar del extraordinario florecimiento apostólico que veía a su alrededor, se sentía sólo un pobre instrumento en las manos de Dios: una sopera, un animal de carga, un simple sobre, portador de un mensaje divino. En una ocasión una periodista rodhesiana se le agradeció su conversión: “Gracias a usted, Padre, me he convertido al catolicismo y ahora soy del Opus Dei” —le dijo. D. Josemaría le insistió que debía dar gracias sólo al Señor:
— A mí no. Dios escribe una carta, la mete dentro de un sobre. La carta se saca del sobre y el sobre se tira a la basura .
Por eso, rehuía cualquier personalismo: ¡Pues no faltaba más! —decía a los fieles del Opus Dei y todos los que le rodeaban— ¡Bonito negocio habríais hecho si, en vez de seguir al Señor, hubierais venido a seguir a este pobre hombre!