La fundación del Opus Dei

Libro escrito por Dominique Le Tourneau sobre la estructura y el espíritu del Opus Dei.

El 2 de octubre de 1928, durante un retiro espiritual, vio — ver es el verbo que empleó siempre para describir aquel suceso— lo que Dios quería de él: hacer el Opus Dei. “Recibí la iluminaciónsobre toda la Obra” ( Apuntes íntimos, n. 306, en El Opus Dei en la Iglesia, p. 26), comentaría después.

Aquello no era una simple invención suya. “La Obra de Dios no la ha imaginado un hombre —afirmaba—, para resolver la situación lamentable de la Iglesia en España desde 1931. Hace muchos años que el Señor la inspiraba a un instrumento inepto y sordo, que la vio por vez primera el día de los Santos Ángeles Custodios, dos de octubre de mil novecientos veintiocho” ( Instrucción, 19-III-1934, nn. 6-7, en El itinerario jurídico del Opus Dei, pp. 54-55).

La Obra de Dios viene a cumplir la Voluntad de Dios. No tenía experiencia, ni recursos, ni medios económicos, pero se puso a trabajar en aquel empeño divino, sin abandonar sus ocupaciones, lleno de fe, esperanza y alegría. “Tenía yo veintiséis años, la gracia de Dios y buen humor, y nada más. Y tenía que hacer el Opus Dei”. (M. Dolz, San Josemaría Escrivá , p. 22) Buscó la fuerza que necesitaba en la oración y el sacrificio ofrecido a Dios de los enfermos deshauciados, de los niños sin instrucción que atendía, de aquellos muchachos pobres que crecían en hogares sin fuego, sin calor y sin amor. “Aquel Hospital General de Madrid cargado de enfermos, paupérrimos, con aquellos tumbados por la crujía, porque no había camas. Aquel Hospital del Rey, donde no había más que tuberculosos, y entonces la tuberculosis no se curaba... ¡Y ésas fueron las armas para vencer! ¡Y ése fue el tesoro para pagar! iY ésa fue la fuerza para ir adelante! (S. Bernal, Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del fundador del Opus Dei , 6ª ed., p. 189).

Dios le hizo ver, poco a poco, su Voluntad. Acababa de escribir que nunca habría mujeres en el Opus Dei, “ni de broma”, cuando, pocos días después, el 14 de febrero de 1930, una nueva inspiración divina le hizo comprender que las mujeres debían formar parte de la Obra. Desde entonces, el Opus Dei lo componen hombres y mujeres animados por el mismo espíritu.

Al principio, aquel empeño apostólico ni siquiera tenía nombre. Un día, su confesor le preguntó: “¿Cómo va esa Obra de Dios?” Y contaba: “Ya en la calle, comencé a pensar: “Obra de Dios. ¡Opus Dei! Opus, operatio…, trabajo de Dios. ¡Este es el nombre que buscaba!” Y en lo sucesivo se llamó siempre Opus Dei” (Apuntes íntimos, n. 1868, en A. Vazquez de Prada , El Fundador del Opus Dei I , p. 333).

San Josemaría realizaba mientras un intenso apostolado, a través del que iban conociendo la Obra muchas personas. Una de las primeras mujeres del Opus Dei fue María Ignacia García Escobar. Estaba gravemente enferma y falleció pronto en el Hospital del Rey de Madrid.

Tras unos comienzos duros y difíciles, a finales de 1933 abrió sus puertas la primera labor apostólica, una Academia para estudiantes, DYA, iniciales de las palabras Derecho y Arquitectura , que eran algunas de las materias que se estudiaban allí; aunque esas iniciales tenían para él un sentido más sobrenatural: ¡Dios y Audacia!

Las incomprensiones y los innumerables problemas económicos que tuvo que superar no enfriaron su celo de apostolado; y, fruto de su tenacidad y su confianza en Dios, en 1934 la Academia pudo trasladarse a unos locales más amplios y contar, además, con una residencia de estudiantes.

En julio de 1936 comenzó la Guerra Civil (1936-1939). Uno de los primeros episodios bélicos tuvo lugar en el Cuartel de la Montaña, que estaba situado enfrente de la Academia-Residencia. La persecución religiosa que se había desatado al mismo tiempo que la contienda le obligó a esconderse y cambiar continuamente de refugio, con grave y constante peligro para su vida, hasta que encontró asilo en la Legación de Honduras en marzo de 1937.

Decidió abandonar aquella zona del país, donde su vida corría constante peligro por su condición de sacerdote, y a finales de 1937, en medio de unas condiciones materiales y climatológicas muy duras, emprendió con algunos miembros del Opus Dei una penosa travesía por los Pirineos, hasta llegar a Andorra. Desde allí, pasando por Lourdes, se dirigió a la otra zona en la que había quedado dividida España, donde pudo ejercer libremente su ministerio sacerdotal y reanudó su tarea apostólica.

Se estableció en Burgos, donde se puso en contacto con las personas que había conocido antes de la guerra y preparó la edición de su obra más conocida, Camino, ampliación de una obra suya anterior, Consideraciones espirituales , publicada en los años treinta.

Regresó a Madrid al término de la guerra civil y apenas cinco meses después abrió una nueva residencia de estudiantes. Gracias a su tesón y a su celo apostólico el Opus Dei fue creciendo, lo mismo que sus obligaciones pastorales. Al ser el único sacerdote del Opus Dei, tenía que ocuparse de la Residencia y de la formación de las personas que iban recibiendo la vocación a la Obra. Era, además, rector del Patronato de Santa Isabel y dedicaba muchas horas a la dirección espiritual de hombres y mujeres, casados y solteros, estudiantes, profesionales, escritores, obreros, etc.

Antes de julio de 1936 pensaba comenzar el trabajo apostólico del Opus Dei en Valencia y París, pero la guerra había truncado aquellos planes. En 1939, con la paz, impulsó la expansión del Opus Dei por numerosas ciudades de España, haciendo numerosos y fatigosos viajes en tren durante los fines de semana hasta Valencia, Barcelona, Zaragoza, Valladolid, Salamanca, etc. Predicaba, además, respondiendo generosamente a la petición de los obispos, numerosos retiros para el clero diocesano, y dirigía muchos ejercicios espirituales a gran número de comunidades de religiosos, religiosas, y laicos pertenecientes a diversas asociaciones católicas.

Llevó a cabo esta intensa actividad evangelizadora en medio de calumnias y denuncias, algunas de ellas instigadas por personas de buena fe que pensaban que su predicación sobre la santidad en medio del mundo era una herejía. “¿Sabéis por qué la Obra se ha desarrollado tanto? —contaba— Porque han hecho con ella como con un saco de trigo: le han dado golpes, le han maltratado, pero la semilla es tan pequeña que no se ha roto; al contrario, se ha esparcido a los cuatro vientos, ha caído en todas las encrucijadas humanas donde hay corazones hambrientos de Verdad, bien dispuestos, y ahora tenemos tantas vocaciones, y somos como una familia numerosísima, y hay millones de almas que admiran y aman a la Obra, porque ven en ella una señal de la presencia de Dios entre los hombres, porque advierten esa misericordia divina que no se agota” (S. Bernal, Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del fundador del Opus Dei , 6ª ed., p. 317).

Sufrió mucho, perdonando siempre a todos y soportando con gran serenidad, lo que denominó “la persecución de los buenos”. Y aconsejaba actuar de este modo ante las incomprensiones:

—"No juzgues a los demás;

—no ofendas ni siquiera con la duda;

—ahoga el mal en abundancia de bien;

—siembra lealtad, justicia y paz;

—pasa por alto las interpretaciones torcidas;

—habla cuando pienses en conciencia que debes hablar;

—perdona, siempre, pronto, y todo con la sonrisa en los labios;

—y deja todo en manos de nuestro Padre Dios".

(M. Dolz, San Josemaría Escri vá, p. 46)

Tuvo el consuelo de que el obispo de Madrid, Leopoldo Eijo y Garay, que conocía muy bien el espíritu, los fines y la realidad del Opus Dei, le había animado desde el primer momento y bendecía su labor.

Después de estudiar y plantearse durante tiempo cómo podría contar con sacerdotes en el Opus Dei, el 14 de febrero de 1943, mientras celebraba la Eucaristía, Dios le hizo comprender que quería que existiese , como parte integrante del Opus Dei, un cuerpo o núcleo sacerdotal que hiciera presente en el organismo entero de la Obra la acción capital de Cristo, y con ésta, los sacramentos. Había nacido la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, un nuevo fenómeno pastoral y jurídico.

El 25 de junio de 1944 don Leopoldo ordenó sacerdotes a los tres primeros fieles del Opus Dei que accedieron al sacerdocio: Álvaro del Portillo, José María Hernández Garnica y José Luis Múzquiz.

El Señor bendijo la labor con abundantes frutos. Si en 1935 el joven fundador sólo contaba con un puñado de personas, en 1954 ya eran 2.954, y de ellos 23 sacerdotes. A comienzos de los años sesenta eran 30.353, y de ellos 307 sacerdotes.

Cuando acabó la Segunda Guerra mundial, los fieles del Opus Dei dieron los primeros pasos apostólicos en numerosos países a los que fueron a trabajar profesionalmente: Portugal, Italia y Gran Bretaña (1946), Francia e Irlanda (1947), México y Estados Unidos (1949), Chile y Argentina (1950), Colombia y Venezuela (1951), Alemania (1952), Guatemala y Perú (1953), Ecuador (1954), Uruguay y Suiza (1956), Brasil, Austria y Canadá (1957), Japón, Kenia y El Salvador (1958), Costa Rica y Holanda (1959), Paraguay (1962), Australia (1963), Filipinas (1964), Bélgica y Nigeria (1965) y Puerto Rico (1969).

El fundador seguía muy de cerca los comienzos del Opus Dei en cada una de esas naciones en las que, con frecuencia, las mujeres y hombres del Opus Dei comenzaban su trabajo apostólico sin medios materiales de ningún tipo, llenos de fe, contando sólo con su bendición y una imagen de la Virgen.

A finales de 1946 se instaló en Roma, porque deseaba estar en el corazón de la Cristiandad, muy cerca del Vicario de Cristo, el Papa, como manifestación de la dimensión universal del Opus Dei. Pío XII le recibió el 8 de diciembre de 1946 y en sucesivas ocasiones a partir de entonces. El Pontífice era lector asiduo de Camino yen 1957 confió al Opus Dei una prelatura nullius en Perú.

En 1948, San Josemaría erigió el Colegio Romano de la Santa Cruz para la formación de los miembros varones del Opus Dei, y cinco años después, en 1953, el Colegio Romano de Santa María, para la formación de las mujeres del Opus Dei de los cinco continentes.

Desde Roma, alentó sin desmayo el trabajo evangelizador de los fieles del Opus Dei los cooperadores y sus amigos en todo el mundo. Durante esos años recorrió numerosas naciones de Europa para preparar la tarea apostólica y dar a conocer el Opus Dei a las autoridades eclesiásticas de los diversos países. Mantuvo un trato afable, lleno de sentido sobrenatural, con gran número de personas: católicos, cristianos de distintas confesiones, judíos, agnósticos, etc., que desean conocerle o acudían a él para pedirle consejo. Y en medio de sus múltiples ocupaciones, aceptó, siempre con el deseo de servir a la Iglesia, los sucesivos encargos que le fue confiando la Santa Sede como miembro de la Pontificia Academia de Teología (1957), consultor de la Sagrada Congregación de los Seminarios y Universidades (1957) y de la Comisión Pontificia para la interpretación auténtica del Código de Derecho Canónico (1961).

Se alegró al conocer la convocatoria del Vaticano II que hizo Juan XXIII, y rogó a las personas que se formaban al calor del Opus Dei —fieles, cooperadores, amigos— que rezasen por los frutos del Concilio. Cuando se clausuró esta magna Asamblea eclesial, el 8 de diciembre de 1965, dio gracias a Dios al ver que los documentos conciliares habían confirmado los aspectos fundamentales del carisma del Opus Dei: la llamada universal a la santidad, la misión de los laicos en la animación cristiana de las estructuras temporales, la centralidad de la Santa Misa en la vida del cristiano, el legítimo pluralismo de los fieles del Pueblo de Dios, etc.

Se cumplió durante ese periodo uno de sus grandes deseos, de raíz ecuménica: contar entre los cooperadores del Opus Dei con personas no católicas, incluso con no creyentes. “El Opus Dei, desde que se fundó —comentaba en una entrevista—, no ha hecho nunca discriminaciones: trabaja y convive con todos, porque ve en cada persona un alma a la que hay que respetar y amar. No son sólo palabras; nuestra Obra es la primera organización católica que, con la autorización de la Santa Sede, admite como Cooperadores a los no católicos, cristianos o no”. ( Conversaciones... , 44).

Juan XXIII, que hizo grandes elogios de la actividad apostólica del Opus Dei, le confió la creación y dirección del centro ELIS, una obra social en un barrio obrero de Roma, que inauguró en 1965 el Papa Pablo VI, pocos días antes de la solemne Clausura del Concilio.

Sufrió mucho al ver como, en el inmediato posconcilio, algunos deformaban el sentido y el alcance de las verdaderas enseñanzas del Vaticano II, y realizó peregrinaciones penitentes a distintos santuarios marianos del mundo para pedir por la Iglesia y por el Opus Dei: El Pilar, Fátima, Lourdes, Loreto, Aparecida (Brasil), Luján (Argentina)… En aquellos momentos de confusión alentaba a la fidelidad al Santo Padre, al Magisterio de la Iglesia, con gran esperanza en el futuro. “Sí, es cierto que es un tiempo de falta de fe —dijo en Portugal—, y también es tiempo de mucha fe. Actualmente hay personas —yo conozco alguna—, que jamás habían hecho tantos actos de abandono en la misericordia de Dios, como ahora. Si rezamos todos juntos, si ponemos un poquito de nuestra buena voluntad, el Señor nos dará su gracia y pasará esta noche oscura, esta noche tremenda. Vendrá el alba, la mañana llena de sol. ¡Como estos días de Lisboa, que son una maravilla!” (M. Dolz, San Josemaría Escrivá , p. 60)

Peregrinó a Torreciudad, cerca de su ciudad natal, y oró a la Virgen en la ermita a la que le habían llevado sus padres en acción de gracias por su curación cuando tenía dos años. Había impulsado la construcción en aquel lugar de un santuario mariano como manifestación de amor a la Señora.

En 1970 fue a México, donde rezó ante la Virgen de Guadalupe y realizó una intensa catequesis con personas de todos los ambientes sociales. En 1972 recorrió durante dos meses la Península Ibérica y se calcula que unas 150.000 personas escucharon directamente su predicación. Hizo otro viaje de catequesis desde mayo hasta agosto de 1974 por Brasil, Argentina, Chile, Perú, Ecuador y Venezuela.

En su catequesis por los países americanos recordaba las grandes verdades de la fe cristiana y los principios de la doctrina social de la Iglesia. “En Brasil hay mucho que hacer —dijo en Sâo Paulo—, porque hay gente necesitada de lo más elemental. No sólo de instrucción religiosa —hay tantos sin bautizar— sino también de elementos de cultura corrientes. Los hemos de promover de tal manera que no haya nadie sin trabajo, que no hay un anciano que se preocupe porque está mal asistido, que no haya un enfermo que se encuentre abandonado, que no haya nadie con hambre y sed de justicia, y que no sepa el valor del sufrimiento”.

San Josemaría Escrivá, p. 63)

En febrero de 1975 regresó a Venezuela, desde donde visitó Guatemala. En este país tuvo un encuentro con mujeres del Opus Dei, algunas de ellas indígenas. Hablándoles de san José, decía: “Él nos ha enseñado el valor del trabajo ordinario, que es el medio humano de santificación que tenemos al alcance de la mano: hacer lo de todos los días, lo de cada hora, lo de cada minuto, con cariño (...) de manera que lo podamos ofrecer al Señor... Lo mismo si es un rascacielos (...) como si es un cestillo de mimbre que teje una hijita mía, indita”. Y concluyó con mucha fuerza: —"¡Tanto me da el rascacielos como el cesto, si están hechos con amor!” (M. Dolz, San Josemaría Escrivá , p. 65)

El 28 de marzo de 1975, celebró sus Bodas de Oro sacerdotales en la intimidad y el 23 de mayo hizo su última peregrinación mariana, esta vez al santuario de Torreciudad. El 26 de junio de 1975 falleció repentinamente en Roma, tras cruzar el umbral de su despacho y dirigir una mirada cariñosa a una imagen de la Virgen de Guadalupe.

Cinco años antes, durante su estancia en México, había contemplado con especial devoción una pintura antigua en la que la Virgen de Guadalupe da una rosa a san Juan Diego.

—"Así quisiera morir —musitó—: mirando a la Santísima Virgen, y que ella me dé una flor”. (M. Dolz, San Josemaría Escrivá , p. 68)

Dios le concedió aquel deseo y aquella imagen recogió su ultima mirada en esta tierra, antes de fallecer a causa de una parada cardíaca.