Un alma de Eucaristía en la calle Santa Engracia

Pedro Rocamora, un estudiante de Derecho que a veces le ayudaba a misa, cuenta que, al celebrar, «se producía en él como una especie de transfiguración». «No estoy exagerando, continúa.

La liturgia en él no era un acto formal sino trascendente. Cada palabra tenía un sentido profundo y un acento entrañable. Saboreaba los conceptos. Entonces muchos de nosotros nos sabíamos la misa en latín de memoria. 

Así podía yo seguir una a una las voces de la liturgia. Josemaría parecía desprendido de su contorno humano y como atado por lazos invisibles a la divinidad. Este fenómeno culminaba sobre todo en el momento del Canon. Algo extraño pasaba en ese instante, en el que Josemaría parecía estar como desprendido de la circunstancia real en que se hallaba (iglesia, presbiterio, altar) y asomarse a misteriosos y remotos horizontes celestiales».

Al regresar a la sacristía, al aflojarse la tensión con que habían seguido la misa, a los acólitos se les saltaban las lágrimas.

Entre sus monaguillos había un seminarista, Emilio Caramazana, que durante las vacaciones de los meses de agosto de 1927, 1928 y 1929 le ayudó a misa. Llamaba la atención el capellán por «la manera tan exquisita» con que desempeñaba la liturgia. Se le veía —dice— «muy concentrado, como ensimismado, sobre todo en el Canon»; pero a pesar de encontrarse inmerso en la misa, «rezaba muy bien, se le entendía en latín desde el último rincón de la capilla, que era bastante grande».

La piedad del capellán mantenía despiertos y atentos a los asistentes. José María González Barredo, un joven estudiante que vivía con sus padres cerca del Patronato, refiere que al capellán, por su figura juvenil y por su contagiosa alegría, le conocían en casa por "el sacerdote jovencín", ya que no sabían su nombre.

Durante los días laborables acudían a la capilla los fieles de la vecindad, y algunos pobres y enfermos que residían en el Patronato. Pero en los días de precepto, y finales de semana, se abarrotaba la iglesia. De manera que, para dar cabida a todos, se retiraba la mampara que separaba el comedor de la capilla, pudiendo seguirse así la misa desde el comedor. Las gentes oían con gusto las homilías, sencillas y bien preparadas. Don Josemaría, refiere María Vicenta Reyero, una de las Damas Apostólicas, «era un predicador y un catequista serio y riguroso».

Después de la misa explicaba el catecismo de la doctrina cristiana y conversaba con viejos y niños, «siempre dispuesto a oírlos y a resolverles sus dudas y dificultades». El capellán se impuso la costumbre de pasar por los comedores, para ir conociendo a la gente, ocupándose de sus problemas y «de las cosas que había en el interior de cada uno. Era un amigo y un santo sacerdote», asegura Asunción Muñoz, otra de las Damas.