El significado del trabajo en la investigación sociológica actual y el espíritu del Opus Dei

Estudio de Pier Paolo Donati, de la Facultad de Sociología de la Universidad de Bolonia, publicado en "Romana", nº 22 (1996).

1. La problemática actual del trabajo

1.1. ¿Qué significado da al trabajo, en su conjunto, la civilización de la que formamos parte?

La investigación sociológica ha evidenciado desde hace tiempo una profunda contradicción: nuestra civilización tiene una actitud fundamentalmente ambivalente —y no pocas veces contradictoria y esquizofrénica— hacia el trabajo, pues lo exalta y a la vez lo envilece.

Lo exalta cuando ve en él la capacidad del hombre de realizarse a sí mismo, de satisfacer las propias necesidades de supervivencia, de liberarse de ciertos condicionamientos naturales, de construir, en definitiva, en cuanto homo faber, su vida y la sociedad misma. Lo envilece cuando lo considera una actividad puramente instrumental, orientada solamente al consumo, y cuando, en lógica consecuencia, se propone eliminarlo a través de la constante y progresiva difusión del denominado "tiempo libre".

Los gérmenes de esta antítesis, que se remonta a los albores de nuestra civilización (es decir, al mundo clásico griego) y que con el paso de los siglos no ha sido superada sino, al contrario, exasperada, actúan a lo largo de todo el proceso histórico occidental. Hablar del trabajo es acudir al corazón de la sociedad moderna, a su impulso más profundo, a sus contradicciones culturales y religiosas más íntimas. Hablar del trabajo es rehacer la historia de la cultura occidental, de sus cánones y de su desarrollo. No puede extrañar que, al afrontar el problema desde sus raíces, se recorra simultáneamente la historia del cristianismo, pues las grandes aportaciones del pensamiento cristiano se han caracterizado, y continúan caracterizándose en nuestros días, por la concepción del trabajo como punto de encuentro entre naturaleza, cultura humana y realidad sobrenatural.

1.2. Una presunción recurrente entre los estudiosos es la de que la antítesis que se ha descrito (entre concepciones positivas y negativas del trabajo) deriva del pensamiento cristiano y de su supuesto "dualismo interno" en relación con el mundo. Se sostiene, en particular, que la concepción específicamente moderna del trabajo representa una superación del pensamiento católico. Se afirma que el catolicismo ve en el trabajo un valor negativo, incluso una maldición, mientras que la sociedad moderna (a partir de la Reforma protestante) lo considera un valor positivo para la liberación del hombre. De estas premisas se hace derivar la conclusión de que el concepto de trabajo en una sociedad que quiera progresar debe ser necesariamente el opuesto al concepto católico.

Esta tesis tiene una pequeña parte de verdad histórica, pero globalmente considerada es errónea y no se enfrenta con el núcleo de la cuestión.

Es verdadera si lo que pretende afirmar es que, históricamente, buena parte del pensamiento cristiano, desde los primeros siglos después de Cristo hasta el final de la Edad Media, se ha centrado en los aspectos negativos del trabajo, por lo que éste ha sido considerado en clave de fatiga, de servidumbre, de instrumento necesario desde un punto de vista exclusivamente material. Sin embargo, no hay que olvidar que precisamente el pensamiento católico ha expresado la máxima valoración del trabajo como actividad de realización del hombre (de lo humano), mientras que su devaluación (la consideración del trabajo como fatiga y como medio instrumental) es un vestigio cultural de una concepción servil del trabajo que es propia del pensamiento griego y en la que se encuentra precisamente el origen de esa ética protestante de la que arranca el proceso de modernización occidental[1].

En realidad, el pensamiento católico, considerado en toda su extensión y desarrollo histórico, refleja una concepción positiva del trabajo y alumbra un modo de vivirlo que tiene poco que ver con muchas de las concreciones históricas verificadas hasta el momento.

1.3. A nivel sociológico, de hecho, se puede demostrar que precisamente la concepción (no católica) del trabajo propia de la modernidad es alienante, en cuanto que ha exasperado esa ambivalencia intrínseca al quehacer humano antes mencionada y ha introducido desequilibrios que han conducido a sistemas de cuño capitalista o comunista, en los que el hombre, en vez de ser el sujeto libre y responsable del trabajo, se ha convertido en su esclavo.

Por otra parte, la investigación sociológica actual muestra que la emergente sociedad post-moderna está buscando activamente, después del orden industrial (fordista), un modo nuevo de vivir y de practicar el trabajo que concuerda con la inspiración del pensamiento católico en la medida en que éste ofrece una concepción no alienante del trabajo, es decir, en la medida en que ofrece una concepción del trabajo como la que se reconoce en la doctrina social de la Iglesia proclamada en el Concilio Vaticano II y, particularmente, en el desarrollo que de ella ha realizado, en años más recientes, Juan Pablo II[2]. A este "redescubrimiento" del trabajo como realidad no alienante ha contribuido de manera decisiva el espíritu del Opus Dei. Será oportuno hacer algunas consideraciones sobre él, pues no ha faltado quien lo ha confundido erróneamente con una especie de nueva ética protestante.

El objeto de este breve estudio es mostrar que existen posibilidades concretas de dar vida a una nueva ética del trabajo que no sea ni «servil» (como en la antigüedad y en el medioevo, épocas caracterizadas por una antropología «señorial») ni «alienante» (como en el mundo moderno, en el que predomina esa misma antropología, aunque puesta boca abajo y secularizada), sino propiamente humana y cristiana.

2. El trabajo en la transición de la sociedad industrial moderna a la sociedad post-industrial y post-moderna

2.1. La investigación sociológica sobre el trabajo en la sociedad industrial se ha preocupado, sobre todo, de aclarar si el trabajo es un factor de emancipación de la persona humana —y, consecuentemente, de la sociedad— o si, por el contrario, es un factor de alienación. La pregunta fundamental ha sido, y es todavía, si en nuestra sociedad la creatividad humana se ve enriquecida o empobrecida con el trabajo (y, en cualquier caso, cómo y por qué se verifica tal resultado, y cuáles son sus consecuencias).

Esta pregunta ha suscitado muchas controversias. Hasta hace poco, dos tesis opuestas habían dominado el escenario.

Por una parte, algunos han sostenido que en el trabajo hay una alienación cada vez mayor, y han aducido el progresivo distanciamiento entre el trabajador y los fines de su actividad y de su producción. Quienes hoy en día defienden esta tesis se fijan en las tensiones que se dan en las empresas y en el mercado del trabajo, en el absentismo laboral y en la desconfianza que rige por lo general en los términos de los contratos de trabajo. Por otra parte, hay también quienes, abrazando un optimismo futurista, han visto en nuestra sociedad altamente tecnificada (llámesele sociedad tecnotrónica, sociedad de la información, sociedad telemática o como se quiera) y en gran parte automatizada unas posibilidades inverosímiles e inimaginables de creatividad para el "superhombre" del mañana, libre de todo afán material y físico y, por tanto, "espiritualizado" en su relación puramente inventiva y virtual con un trabajo que se considera únicamente como actividad indeterminante y gratificante.

Estos dos planteamientos han polarizado, hasta hace pocos años, las opiniones y —en gran parte— las investigaciones empíricas sobre el futuro del trabajo. Sin embargo, hoy en día estamos en condiciones de desmarcarnos de ambas posturas: tanto a una como a otra se puede reprochar una suerte de determinismo que pone en la tecnología el factor decisivo —de opresión o de liberación— en la ecuación de la actividad laboral del hombre; por lo demás, la tesis según la cual un crecimiento ilimitado de las bases materiales de producción (modelo fordista) o de la información (modelo de la sociedad comunicativa) constituiría el definitivo factor emancipador del trabajo, el talismán de la felicidad humana, ya no es creíble.

Las visiones del trabajo propuestas por y en la modernidad, incluida la sociología moderna (en sentido estricto), resultan hoy en día muy parciales, y en todo caso no responden al problema del significado vital que tiene el trabajo para el hombre actual. En su base hay una antropología insuficiente. La primera posición supone —aunque sólo sea de modo implícito— que el trabajo es algo intrínsecamente negativo para el hombre, e indirectamente se remite a la antigua concepción señorial/servil. La segunda posición considera el trabajo como simple aporte de energía, con fines indeterminados. En realidad, ambos planteamientos presentan una misma raíz ilustrada y materialista que debe ser cuestionada a fondo.

Desde hace algunos años, la sociología tiende a apartarse de este modo de observar y valorar el trabajo. Las nuevas corrientes procuran más bien entender la creatividad en el trabajo —es decir, el hecho de que el hombre sea sujeto y no simplemente objeto del trabajo— como algo que consiste esencialmente en una relación social motivada y culturalmente orientada, y no tanto en una actividad —individual o colectiva— más libre e indeterminada en función del perfeccionamiento de los instrumentos técnicos a disposición.

De acuerdo con este planteamiento, la creatividad del trabajo, como toda relación humana dotada de sentido, es una realidad pluridimensional que penetra en los niveles biológico, psicológico, social, económico y cultural y que se adentra incluso en el mundo simbólico de los últimos valores, y mantiene siempre un equilibrio dinámico en el que los aspectos instrumentales y los expresivos, la libertad y la necesidad, el riesgo y la responsabilidad, el esfuerzo y la consiguiente satisfacción personal, deben integrarse recíprocamente para que en ningún caso un elemento sea anulado por otro.

Según la más reciente sociología del trabajo, este nuevo planteamiento parece estar en relación con el abandono del modelo de industrialización que, en sus varias fases, ha caracterizado el proceso de modernización de la sociedad industrial desde las primeras revoluciones económicas del siglo XVIII hasta hoy.

2.2. En estos momentos, la sociología está muy atenta a exigencias y estilos de trabajo actuales que presentan una marcada discontinuidad con el modelo capitalista fordista. La crítica a este modelo no afecta sólo al sistema de organización (la excesiva división y especialización del trabajo), sino que parte del reconocimiento de que la concepción industrial "mecánica" (tayloriana, fordista) del trabajo y el ambiente operativo que tal concepción produce dificultan la actualización de las mejores capacidades humanas. Un trabajo que es cada vez más técnico, más compartimentado, más artificial y más burocratizado es también, forzosamente, cada vez más estresante y deshumanizador. El grito de alarma sobre la calidad del trabajo se dio en los años 80, y se está traduciendo en nuevos análisis y en propuestas de rehumanización del trabajo, con la atención puesta en condiciones de mayor libertad y responsabilidad y de mayor autonomía, y sobre todo en contenidos que tengan un sentido no solamente instrumental.

Las ciencias sociales hacen cada vez más hincapié en el hecho de que el trabajador en general (incluyendo el estudiante o el ama de casa, así como ciertas categorías "marginales" con respecto a los procesos de racionalización y reestructuración de la producción y los servicios) no mantiene una relación libre e inmediata con el trabajo, sino que se suele encontrar en una situación que capta naturalmente como atenazante, como extrínseca y como carente de espacio para que el sujeto pueda dar cauce a la propia riqueza interior.

De ahí los intentos de reorganizar el trabajo de acuerdo con modelos de participación autogestionaria, de coparticipación de productores y consumidores (multi-stakers y prosumers), de rotación de funciones (job rotation), de enriquecimiento de tareas y competencias (job enlargement), de proyectos de calidad (total quality), etc. Ciertamente, la naturaleza de muchos de estos proyectos tiene más de material que de cultural, y sus objetivos son más organizativos y empresariales que relaciones. Pero en las investigaciones más avanzadas el factor predominante, en cuanto elemento decisivo para una reconsideración del significado del trabajo, es el factor relacional. De hecho, nadie pone en duda que las relaciones sociales de trabajo (mejor dicho, el trabajo como relación social) condicionan profundamente el ejercicio —dotado de sentido— de las potencialidades humanas, sobre todo en la medida en que pueden ayudar al trabajador a dar lo mejor de sí mismo, como ocurre cuando se le confían tareas y responsabilidades con un fuerte contenido de iniciativa y creatividad (programación, decisión, investigación, experimentación); o pueden, por el contrario, inhibir su riqueza humana, tal como sucede cuando se le relega a una labor de carácter meramente ejecutivo, en la que el dato repetitivo, falto de resortes que puedan activar las palancas de la mejora de uno mismo y de los demás, banaliza y esclerotiza la personalidad del trabajador y le priva de una plena participación humana, es decir, de una participación vivida en todas las dimensiones propiamente humanas.

Desde el punto de vista sociológico, por tanto, en la revalorización del trabajo humano entra en juego la división del trabajo, pero una división del trabajo que no refleja sólo exigencias económicas (de productividad, eficiencia, competitividad, etc.), sino también exigencias de un modo nuevo de relacionarse con los demás y, en definitiva, de un nuevo estilo de vida. Vuelve a ser actual la distinción entre el trabajo para el uso, que crea bienes y servicios que responden directamente a necesidades de personas concretas en un contexto determinado, y el trabajo para el cambio, cuya producción va dirigida a un cliente impersonal y cuyo valor se mide de acuerdo con parámetros de beneficio. Ambos son legítimos, pero es importante no reducir el primero al segundo, pues uno y otro se deben utilizar de modo apropiado en las distintas relaciones habituales (el trabajo de servicio y atención de personas, por ejemplo, se desarrolla mejor como trabajo de uso que como trabajo de cambio).

2.3. El capitalismo individualista, con su aparición en la historia, dotó a la humanidad de un motor de desarrollo —irracional en su fundamento— que provocó, ciertamente, un crecimiento económico hasta entonces desconocido. Este crecimiento, sin embargo, sólo se obtuvo por medio de la explotación del hombre por el hombre y de uno mismo por sí mismo. Los sistemas comunistas no modificaron esta organización, sino que la colectivizaron y la volvieron más materialista todavía. Son diversas las fases que han recorrido la organización capitalista y la comunista, pero ha sido común a todas ellas el hecho de haber institucionalizado el trabajo como relación social inhibidora de la creatividad propiamente humana. En concreto, la organización rígidamente capitalista del trabajo ha dado lugar a una alienación universal de la humanidad con su abstracto y mercantificado esquema económico de producción-consumo, de modo que la creatividad del sujeto se ha tenido que refugiar en el hecho estético, en la actividad de la "mente", a veces en el mero ámbito del juego (en la pura libertad "señorial").

La sociología no ha dejado de mostrar las alienaciones que encierran tanto la vía puramente capitalista como la marxista. En ambas se echa en falta la concepción del trabajo como relación de recíproca valoración entre sujetos realmente interdependientes (bien como coproductores o bien como patrón y trabajador dependiente) orientada positivamente a una acción de enriquecimiento recíproco y, por tanto, basada en una relación de intercambio no economicista.

Posibilidades en tal sentido, sin embargo, parecen perfilarse, después de las anteriores fases del capitalismo y el comunismo, en nuestra sociedad post-industrial, en virtud de algunos de sus peculiares requisitos de organización. Ahora bien, para implantar ese nuevo paradigma del trabajo nuestra sociedad necesita "un alma": para volver a configurar el trabajo como actividad propiamente humana, la sociedad debe crear un contexto en el que el trabajo exija el ejercicio de las mejores virtualidades humanas, en vez de inhibirlo. Ahí precisamente se encuentra la base ética de la empresa y de su específica organización.

La viabilidad de este planteamiento del trabajo en la sociedad post-industrial se descubre en el hecho de que ésta, para no tropezar ni en un planning puramente abstracto ni en una competencia salvajemente agresiva, no sólo debe repartir y descentralizar las responsabilidades del modo más amplio posible, sino que también debe determinar un uso sistemático de lo nuevo y de lo absolutamente imprevisto, es decir, debe hacer realidad una promoción sistemática de todo aquello que, aunque no pueda ser coordinado y planificado a-priori, tampoco debe convertirse en una actividad de puro riesgo y de azar, sin regla alguna y sin equidad en las relaciones de intercambio.

Ciertamente, la relación particular y única del hombre con sus obras impone que la creatividad sea —de modo directo y primario— esencialmente personal. Las ciencias sociales han evidenciado que el hombre se expresa creativamente cuando puede actuar con libertad personal, con espíritu de iniciativa interiormente motivado, midiéndose con un modelo de perfección: sólo entonces puede realizar un producto único, suyo personal. Sin embargo, la complejidad del sistema económico-productivo ha conducido a una mayor dimensión social y colectiva del trabajo, y este hecho obliga a redefinir el carácter personalizado de la actividad creativa. A estas exigencias responde el concepto de "vocación profesional", una realidad que, aunque no necesariamente se ha de desarrollar en una actividad económica, puede ejercitarse tanto en un contexto de trabajo coordinado como dependiente, siempre que esté libre del individualismo que ha cristalizado en la ética instrumental adquisitiva del achievement (éxito).

La vocación profesional debe ser considerada no como instrumento de éxito o de búsqueda banal de un nivel de vida opulento, sino como autorrealización en la plena integración humana, es decir, en una unión de dos o más alteridades que implica, para todas ellas, un bien común proveniente de la alteridad misma, de tal modo que cada alteridad satisface las necesidades de las otras[3]. Así, la vocación profesional adquiere rasgos empresariales, a través de formas intermedias de grupos de trabajo pequeños que recuperan la creatividad del trabajo, tan lejos del ethos individualista burgués como del colectivismo de los regímenes comunistas y las grandes estructuras anónimas. En este sentido, el trabajo, ya sea ejercitado en estructuras públicas o privadas, con las formas organizativas y las finalidades más diversas, puede ser escenario de un crecimiento "orgánico", es decir, vital, del sujeto de tal actividad, la persona humana, pues el hombre, en el trabajo, es parte de un todo orgánico que debe conducirle, por una parte, más allá de sí mismo, hacia el bien común, y por otra en dirección a su conciencia más íntima, es decir, hacia su riqueza interior.

3. El espíritu del Opus Dei en relación con el trabajo

3.1. Es interesante constatar que la búsqueda de un nuevo significado del trabajo en la realidad del mundo contemporáneo y en la investigación sociológica está en sintonía con el sentido del trabajo que se reconoce en el núcleo de la espiritualidad del Opus Dei.

Las enseñanzas del Fundador del Opus Dei, el Beato Josemaría Escrivá, han abierto un horizonte que ha ido ampliándose y clarificándose hasta llegar a representar, en el pensamiento cristiano contemporáneo, una voz significativamente en sintonía con la búsqueda de ese nuevo sentido del trabajo y de la organización previamente mencionado.

Desde el primer momento, Josemaría Escrivá ha enseñado que el espíritu del Opus Dei viene a subrayar un aspecto del mensaje cristiano que en el transcurso de los siglos había quedado olvidado: el hecho de que cualquier trabajo humanamente digno y honesto puede convertirse en tarea divina, es decir, en ámbito para amar y servir a Dios y, por tanto, para santificarse[4]. «El Señor suscitó el Opus Dei en 1928 para ayudar a recordar a los cristianos que, como cuenta el libro del Génesis, Dios creó al hombre para trabajar»[5]. El Beato Josemaría hace hincapié en que el hombre fue creado para trabajar antes de la caída (o pecado original), por lo que el trabajo en sí es positivo para el hombre y, en cuanto tal, naturaliter, materia santificable. Pone el ejemplo de Cristo, que pasó 30 años trabajando en Nazaret como carpintero.

De este modo se supera inmediatamente la ambivalencia que ha arrastrado el pensamiento occidental siempre que ha puesto en duda el carácter positivo de las actividades seculares en cuanto potencialmente peligrosas para la salvación cristiana o, al menos, en cuanto circunstancias ajenas a una posible santificación. Para encontrar en la tradición católica algo similar, más que a San Benito, en cuyo lema (ora et labora) la oración y el trabajo se configuran como actividades distintas y separadas, hay que pensar en San Bernardino de Siena, que subrayaba la importancia del trabajo como vita activa civilis, es decir, como espacio para el ejercicio de virtudes naturales y sobrenaturales orientadas a la creación de una riqueza sana, legítima, fecunda, sin contraste alguno con el deseo de perfección y las posibilidades de santificación del cristiano.

En este sentido, en la concepción del trabajo que propone Josemaría Escrivá hay una recuperación del significado humanista de sociedad civil, que había aflorado al final de la Edad Media pero que después había sido marginado por la concepción calvinista (escocesa) de sociedad mercantil (cfr. A. Ferguson, A. Smith y otros autores).

Acudiendo a la visión originaria ("fontal", como diría Juan Pablo II) del trabajo en la revelación bíblica, el Beato Josemaría Escrivá nos recuerda que la necesidad de trabajar no es fruto del pecado, sino parte integrante del proyecto de Dios sobre el hombre y sobre el mundo: «el hombre nace para trabajar, como el ave para volar» (Job 5, 7). Lo único que el pecado original ha cambiado es que si el trabajo, antes de la caída, tenía ciertas características (era el "cultivo del jardín"), después del pecado ha asumido otras connotaciones, otras cualidades, entre las que se encuentran la fatiga y la necesidad. Pero el trabajo sigue siendo una tarea propiamente humana: el trabajo no es, por tanto, la tarea servil que se delinea en la concepción griega, según la cual el trabajo no es ni necesario ni propiamente humano, pues quien puede permitirse no trabajar —el rentista, el "señor"— da lo mejor de sí mismo precisamente no trabajando, para poder de este modo ejercitar sólo sus facultades superiores. En el espíritu del Opus Dei, todo hombre que quiera seguir la propia naturaleza y perfeccionarse, ya sea en sentido humano o sobrenatural, debe trabajar. De este modo quedan superadas todas las ambivalencias y las dudas que a lo largo de los siglos han afligido a la teología —también católica— en relación con las actividades seculares.

El trabajo —evidentemente, con ciertas condiciones— es, por tanto, connatural al hombre, tanto en sentido estructural (como conformación de su naturaleza) como en sentido intencional (como requisito para el desarrollo de su subjetividad). Una característica intrínseca a la naturaleza humana es que a través del trabajo se desarrolla ella misma y desarrolla las relaciones con los demás y con el mundo. Josemaría Escrivá, en esta línea, afirma del trabajo que es medio de participación en la obra de la creación y que ha asumido, con la Redención realizada por Cristo, una connotación nueva en cuanto que ha pasado a ser lo que antes no podía ser: medio para corredimir con Cristo. El trabajo es ámbito de divinización: Dios encuentra al hombre, y el hombre puede abrirse a este encuentro, compenetrándose con Él. Con la Redención, hace notar el Beato Josemaría Escrivá, también el trabajo es rescatado, y las cualidades que hasta entonces —a causa del pecado— lo configuraban sólo o prevalentemente en sentido negativo se ven modificadas: el trabajo se propone como vida nueva, como objeto explícito de la voluntad de Dios que llama a la realización cada vez más perfecta del orden de la creación y del plan salvífico de Dios: «Cristo, muriendo en la Cruz, atrae a sí la Creación entera, y, en su nombre, los cristianos, trabajando en medio del mundo, han de reconciliar todas las cosas con Dios, colocando a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas»[6].

Lejos de ser el lugar de la universal alienación servil de los hombres, como ha sostenido la teología protestante[7], el trabajo se configura, en el espíritu del Opus Dei, como el lugar de la universal liberación de los hombres en cuanto hijos de Dios amados por un padre que los llama a actuar en el mundo como destinatarios de su herencia[8].

El Beato Josemaría Escrivá subraya que Cristo, recapitulando en sí todas las cosas, hace del trabajo la novedad de la vida a que alude aquel texto de San Pablo (Ef. IV, 23-28) en que el Apóstol invita a renovarse en el espíritu y a revestirse del hombre nuevo («el que robaba que no robe ya, sino que trabaje seriamente, ocupándose con sus propias manos en algo honesto», pasaje que Santo Tomás comentaba así: «el robo pertenece a la decrepitud de la vida, el trabajo es la novedad de la vida»).

La expresión con que el Beato Josemaría Escrivá sintetiza el núcleo de la espiritualidad del Opus Dei se condensa en un semantema ternario relacional: Santificar el trabajo, santificarse en el trabajo y santificar a los demás con el trabajo[9].

Santificar el trabajo significa, para Josemaría Escrivá, trabajar con la máxima perfección posible, tanto en el plano humano (competencia profesional) como sobrenatural (por amor de la voluntad divina y al servicio de los hombres). En otras palabras, es divinizar las actividades ocupacionales elevándolas al orden de la gracia. ¿Cómo? Persiguiendo el finis operis, la perfección de la obra en sí, y ordenando ésta de acuerdo con el finis operantis, es decir, la motivación sobrenatural. Por la unión del cristiano con Cristo, el trabajo se convierte en obra de Dios, operatio Dei, opus Dei, y Dios mismo puede contemplarla («Dios se ha fijado en el trabajo de mis manos»: Gen 31, 42). De este modo, las estructuras de la sociedad pueden ser informadas desde dentro con el espíritu de Cristo[10].

Santificarse en el trabajo significa, para el Beato Josemaría Escrivá, encontrar a Cristo en el trabajo en cuanto lugar de vida ordinaria y en cuanto materia que se debe santificar de modo inmediato y directo. «En todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir»[11]. Santificarse quiere decir, por una parte, trabajar de un modo éticamente recto, que tenga en consideración la honradez, la lealtad, la justicia y las demás virtudes; por otra parte, y al mismo tiempo, santificarse es descubrir ese "algo divino" que no está fuera del mundo, o en un horizonte lejano y disociado del propio trabajo, sino precisamente en el corazón mismo de la actividad laboral: «allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo»[12].

Se trata de una visión que no puede comprender quien considere el trabajo cotidiano solamente como algo aburrido y deprimente, o como una actividad tan difícil de llevar a cabo de acuerdo con criterios de honradez, justicia y virtud que se debe abandonar en manos de otros (del "mundo" en cuanto lugar de perdición), porque quien quiere encontrar a Dios debe apartarse del mundo. Al mismo tiempo, se trata de una visión que está claramente en los antípodas de ciertas corrientes de origen protestante según las cuales el trabajo es esencialmente algo instrumental, que debe confrontarse con el éxito o el fracaso que se obtienen a través de él: es señal de salvación cuando se traduce en riqueza y beneficio, y es señal de perdición cuando no produce ni riqueza ni mejora social. Para Josemaría Escrivá, la riqueza y el éxito son elementos totalmente secundarios, que no hay por qué despreciar (pues en sí mismos son positivos), pero que, ciertamente, no deben ser considerados ni como fines ni como signos del destino en la personal relación con Dios.

Santificar a los demás con el trabajo significa abrir el trabajo a su valencia interhumana (apostólica), al hecho de que un trabajo bien realizado puede ser una ofrenda grata a Dios con la que podemos cooperar en la labor redentora de Cristo y un testimonio activo, un ejemplo positivo que se traduce en una ayuda concreta y eficaz a las personas que colaboran o que ven el resultado del trabajo. Tal testimonio, lejos de ser una simple presencia pasiva, comporta una relación de amistad y confidencia por medio de la cual es posible propiciar el encuentro de los colegas de trabajo con Cristo.

Algunos autores han puesto de relieve la influencia que esta concepción de Josemaría Escrivá ha tenido en el Concilio Vaticano II y, particularmente, en la nueva visión del laicado[13]. Se trata de una concepción que sólo recientemente ha comenzado a difundirse y a ejercer su positivo influjo en nuestra sociedad, y para muchos es todavía desconocida. Por eso vale la pena subrayar que el espíritu del Opus Dei en relación con el trabajo se sitúa en el corazón de la visión propiamente laical, en sentido católico, del mundo: no es una forma actualizada o moderna de espiritualidad religiosa (es decir, de la espiritualidad que considera al cristiano como marcado por un status y/o por una particular consagración); asimismo, no es una mundanización o desacralización del ideal monástico (como el último estadio de la parábola descendente de un ideal ascético que se iría haciendo cada vez menos riguroso). El espíritu del Opus Dei es un espíritu de otro género (sui generis), en concreto del género laical, que requiere el rigor de los primeros cristianos y a la vez remite a aquel sentido de "estar en el mundo" —con una ciudadanía intraterrena y ultraterrena— que se reconoce ya en la Epístola a Diogneto, del siglo II d.C., pero que, a lo largo de diecisiete siglos, complejas vicisitudes históricas y culturales habían sepultado.

3.2. De este modo de concebir y de vivir el trabajo, a través de una espiritualidad que injerta lo divino en lo humano, se derivan algunas consecuencias muy beneficiosas.

En primer lugar, la superación de la ambivalencia (a menudo configurada como antítesis, según ha quedado expuesto anteriormente) entre exaltación y envilecimiento del trabajo. Todo trabajo, ya se trate de poiesis (actividad espontánea) o ergon (actividad intencional y esforzada), cuando es percibido y vivido en la óptica de la coparticipación en un proyecto que trasciende a los individuos singulares y les indica su bien común (con términos teológicos, en la óptica de la coparticipación en la obra creadora y salvífica de Dios), es en sí positivo para la persona humana. De este modo, el trabajo no es ni sobrevalorado ni infravalorado. El criterio para su justa valoración (y por tanto, para el discernimiento del tipo y grado de implicación y de distanciamiento que requiere) está en lo que significa para el agente humano.

En segundo lugar, la íntima relacionalidad del trabajo: el trabajo no es sólo relación con las cosas (con el objeto material), sino con el sujeto que lo desarrolla y con los otros (pues el trabajo es siempre una actividad realizada con otros y/o para otros, aunque sólo sea indirectamente).

Otra consecuencia es la prioridad del sentido del trabajo con respecto a sus características organizativas e instrumentales.

Y todo esto se enmarca en la necesaria armonía entre los tres planos fundamentales de la existencia humana, el plano natural, el artificial (trabajo en sentido estricto) y el sobrenatural (significado último de la existencia). En tal armonía se entrelazan la dimensión horizontal del trabajo (la fraternidad y la cooperación entre los hombres) y la dimensión vertical (sobrenatural), y el trabajo se convierte, de este modo, en trabajo de hijos de Dios.

El espíritu del Opus Dei, por tanto, se sitúa plenamente en el surco de la tradición teológica católica, de la que resuelve algunos problemas fundamentales que en ciertos momentos de la historia habían sido dejados en la ambigüedad. Es decir, no puede ser tomado por una forma de ética intramundana del trabajo. El protestantismo, por su parte, ha formulado una ascética del trabajo que está en los antípodas del espíritu del Opus Dei, porque la ascética que éste propone no depende de una normatividad abstracta e impersonal (o sea, de una eticidad externa y coercitiva como la que encontramos, por ejemplo, en Calvino), ni se mide con el parámetro de los resultados materiales (de acuerdo con la banalización que ha hecho de la ética protestante una ética del éxito), sino que radica en la dignidad de la persona humana, en su subjetividad (como sinergia del corazón y la razón), y está centrada en el sentido ultra-mundano de la existencia. Quizá puedan darse algunas similitudes en lo concerniente a la valoración del sacrificio, o del trabajo como vía y medio para el ejercicio de las virtudes, pero el contexto y los fines de estos rasgos del espíritu del Opus Dei son totalmente distintos de los de la ética protestante: el contexto es el de los hijos de Dios, y los fines son la santificación del trabajo, de uno mismo y de los demás, no la riqueza, ni como signo de salvación ni como instrumento de éxito en el mundo.

La reflexión sobre el espíritu del Opus Dei en relación con el trabajo puede abrir una vía de solución a los dilemas del mundo contemporáneo. La misma investigación sociológica, que indaga los confines y las intersecciones de las actividades profesionales, la organización de la empresa y la ética religiosa (de acuerdo con el planteamiento que Weber ha dado a la relación entre la economía y las grandes religiones mundiales), evidencia la gran necesidad que tiene nuestra sociedad de moverse en esta dirección para superar las distorsiones introducidas con la ética protestante y con sus resultados autodestructivos.

4. Hacia una nueva ética del trabajo

4.1. Tanto el ethos capitalista burgués como el ethos marxista atraviesan actualmente una profunda crisis. Sus bases de legitimación están cediendo en todos los sentidos, tanto en lo relativo a la organización del trabajo como a las premisas filosóficas, antropológicas y culturales de sus respectivos proyectos de sociedad.

Es cada vez más evidente la importancia de penetrar en la problemática del trabajo y de orientar la investigación hacia un nuevo cuadro conceptual. En la base de este cuadro conceptual hay que poner el significado ético del trabajo, como fundamento de su valoración económica, de su regulación política y de la configuración de la organización laboral en sus diversas modalidades (división de tareas y competencias, organigramas, rotación de funciones, red de relaciones, etc.). El espíritu del Opus Dei no proporciona modelos prácticos, pero sí una brújula para la orientación y un concreto horizonte de sentido que puede inspirar la lectura y la práctica del trabajo.

Una relación auténticamente creativa con la actividad profesional, con el producto derivado de ella y con los compañeros de trabajo debe dar lugar a que lo que el sujeto produce pueda satisfacer las necesidades reales de quienes disfrutarán del objeto (bien o servicio) producido. Cuando falta esta conexión entre la actividad laboral, por una parte, y, por otra, unas necesidades efectivas que para el sujeto de esa actividad son significativas, deja de existir el trabajo en sentido humano, pues lo que diferencia el trabajo del juego es precisamente la necesidad, que es algo sentido y participado como vital, esencial, indispensable.

4.2. Las principales direcciones de la organización laboral post-industrial —a la que son connaturales las tendencias empíricas hacia una salida de tipo orgánico y vital de las alienaciones capitalista y marxista— se pueden sintetizar del siguiente modo:

a. El redescubrimiento del concepto de valor de uso, tanto para el trabajo como para los bienes y servicios producidos a través de él, por medio de una redefinición de las necesidades propiamente humanas y de una adecuada configuración de relaciones entre ellas y los fines y modos de la producción económica, con el fin de que el intercambio de trabajo (como actividad y como producto) pueda ser realmente "un hecho social total", es decir, un hecho provisto de un significado a la vez social, moral, jurídico, económico, utilitario y afectivo, y en todo caso denso de contenidos que trascienden el plano de la prestación meramente instrumental.

b. La tendencia a una organización que configure el trabajo como actividad orgánicamente combinada de sujetos libres con una vocación profesional específica. La interdependencia entre los cometidos profesionales debe ser efectiva (sinérgica) y no mixtificada por falsos igualitarismos ni por la ideología del antagonismo competitivo.

c. La autorrealización de la persona en cuanto expresión de una subjetividad personal que se desenvuelve en la plena integración humana con los demás, entre lo natural y lo sobrenatural, con la recomposición de los equilibrios de solidaridad entre ámbitos diferentes de vida (familia, escuela, actividad profesional, comunidad local) y la superación de las laceraciones causadas por la polarización entre lo privado (la familia) y lo público (la organización política y económica).

En la medida en que el hombre contemporáneo advierte la falsedad de los mitos ilustrados del Desarrollo y del Progreso, que han guiado las ilusiones de la modernidad, y vuelve a ser actual la preocupación por una relación más respetuosa y armónica con la naturaleza, este nuevo ethos se configura como una alternativa posible. La revalorización del trabajo como actividad ética significante puede ser el antídoto al modelo de "crecimiento cero" propuesto a fines de los años 60 y comienzos de los 70, que ha representado y representa todavía el proyecto utilitarista y hedonista (neomalthusiano) de una sociedad que aspira a vivir con el mínimo esfuerzo y la máxima satisfacción de consumo. Ciertamente, este modelo ha sido derrotado en años más recientes, pero sigue siendo una tentación permanente de repliegue (autopoiético) de Occidente sobre sí mismo.

Es fundamental darse cuenta de que, si el auténtico desarrollo del hombre es imprescindible, no se puede en modo alguno renunciar a establecer una forma de organización del trabajo en la que la persona humana sea inmediatamente sujeto responsable.

En el centro de la idea de sociedad civil que aflora tras el derrumbe de la modernidad se encuentra el valor del trabajo humano bien hecho, según un ethos no ya de dominio, sino de respeto a la naturaleza y a lo creado. La nueva ética del trabajo ha de tratar de dejar de lado el ethos faustiano de la modernidad y ver en el trabajo la íntima propensión humana a la socialidad y la apertura a esos significados últimos de la vida que hacen que el hombre sienta la felicidad de ser copartícipe de la obra de la creación.

Pierpaolo Donati

Profesor Ordinario de Sociología

Universidad de Bolonia (Italia)

[1] Cfr. M. WEBER, La ética protestante y el espíritu del capitalismo.

[2] Cfr. JUAN PABLO II, Litt. enc. Laborem exercens, 14-IX-1981.

[3] Cfr. F. BALBO: Opere 1945-64, Boringhieri, Turín 1966, p. 825.

[4] Cfr. Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 1996, n. 55.

[5] Ibid. [6] Conversaciones, o.c, n. 59.

[7] Cfr. V. Tranquilli, Il concetto di lavoro da Aristotele a Calvino, Ricciardi, Nápoles 1979.

[8] Cfr. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, Rialp, Madrid 1977, nn. 57-58.

[9] Cfr. Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 1973, nn. 45-49.

[10] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 31.

[11] Conversaciones, o.c., n. 114.

[12] Ibid., n. 113.

[13] Cfr. J.L. ILLANES, La santificación del trabajo, Palabra, Madrid 1981; AA.VV.: El Opus Dei en la Iglesia, Rialp, Madrid 1993.

Pier Paolo Donati