"Es muy importante hablar con los hijos, pero aún más que tu vida responda a lo que les dices..."

Guadalupe Ortíz de Landázuri, filóloga, especialista en lengua catalana y crítica literaria evoca algunos rasgos de su padre, Eduardo Ortíz de Landázuri, que fue uno de los creadores de la Clínica Universitaria de la Universidad de Navarra.

-Su padre era conocido por su cariño y también por su exigencia…

-Sí; solía decir: mira, a las diez, o las once de la noche quizá puedas salvar a uno de defunción”. Recuerdo que hubo un médico joven que tenía un enfermo grave y se fue durante unas horas a otra ciudad para ver a su novia. Le reprendió. Es verdad: era muy exigente en el trabajo. Y muy comprensivo también. Sin esa exigencia no hubiese dado el aliento que necesitaba a la Clínica y la Universidad de Navarra cuando estaban en sus comienzos.

Pero no vivía para trabajar, ni el trabajo era el único sentido de su vida. La gran clave de su vida fue siempre el amor a Dios. Si no, no hubiese tomado decisiones como la de trasladarse desde Granada, con toda la familia a cuestas, a Pamplona, para comenzar la Universidad. En Granada estaba muy bien situado y gozaba de gran prestigio y reconocimiento público. Y en Pamplona estaba todo por hacer: la universidad que había impulsado san Josemaría estaba en sus comienzos, y muchas de las realidades actuales –como la Clínica Universitaria- eran un sueño.

-Un soñador...

-Sí, pero no en el sentido de “ingenuo”; era un hombre de carácter optimista; un hombre de fe con una enorme capacidad de trabajo, y con la energía y el tesón necesarios para superar las dificultades de cada día, con paciencia y tenacidad, hasta convertir los sueños en realidad.

-Su padre era supernumerario del Opus Dei. ¿Qué significaba eso en la vida familiar?

Eduardo Ortíz de Landázuri

-Muchas cosas... un ejemplo de vida cristiana, una fuente de alegría constante. Veíamos que hablaba de lo que vivía, porque es muy importante hablar con los hijos, pero aún más que tu vida responda a lo que les dices... Su vida era la un hombre plenamente volcado en Dios, en su familia, en los demás. Siempre, con un gran respeto hacia nuestra libertad.

Le gustaba contar su primer encuentro con el fundador del Opus Dei . -Padre –le dijo- nos pidió una Universidad... ¡y aquí está la Universidad! –No, Eduardo –le dijo san Josemaría-; yo no te pedí que vinieras a hacer una Universidad. Yo te pedí que vinieras a hacerte santo haciendo una Universidad-.” Aquella expresión se le quedó muy grabada, y luchó con toda su alma por identificarse con Cristo en medio de su vida, que no fue nada fácil.  Tuvo que afrontar muchos problemas; y se encaraba con ellos con confianza en Dios, con esperanza y también con realismo, llamando a cada cosa por su nombre: enfermedades, fallecimientos, negativas, incomprensiones...

Cumplía con su deber aunque a veces le costaba. Recuerdo que al acabar de comer se nos quedaba mirando, como disfrutando de ese instante, y enseguida hacía un gesto muy característico y decía: “-Anda, vamos, que hay que empezar de nuevo.-” Se lo decía a sí mismo. Y se volvía al hospital, en medio de la nieve y el frío. Era fuerte consigo mismo pero se enternecía con los demás, especialmente con los débiles, los enfermos, los pequeños.

Y alguna vez, cuando alguien le decía, al ver las horas que pasaba en el Hospital visitando a los enfermos, desviviéndose por ellos, dejando de comer muchas veces para atenderles: “pero es que usted es especial, don Eduardo, es de otra pasta, no necesita dormir...”, comentaba con buen humor que a él le gustaba comer y dormir como a todo el mundo, pero se sacrificaba porque sabía que sus enfermos le necesitaban, le estaban esperando.

Estaba muy unido a mi madre; sin eso, su vida no se puede entender. Siempre estaba pendiente de ella; le preguntaba su opinión en muchas cosas: “¿qué te parece, Laurita?” Su amor mutuo era práctico y a los pequeños no nos pasaba desapercibido. Estaban muy unidos entre sí y a Dios; de esta manera hacían frente –juntos- a las dificultades, los imprevistos, etc. Mi madre algunas veces le hacía una observación con cariño –por ejemplo: “Eduardo, hoy me parece que no has comido, y no puede ser”- y él la aceptaba con humildad: “sí, Laurita, tienes razón.”