Juan Pablo II y su legado de santidad

Juan Pablo II cambió el mundo con "la única fuerza de una vida incuestionablemente santa". Un año después, Mons. Javier Echevarría recuerda el funeral por el Pontífice y reflexiona sobre su legado.

En nuestra memoria permanece, inolvidable, la imagen del viento desordenando las páginas de una Biblia abierta sobre un simple ataúd de madera ante la basílica de San Pedro. En torno parecía haberse congregado el mundo entero: cardenales, reyes, presidentes, fieles corrientes, líderes religiosos, periodistas y, sobre todo, jóvenes llegados de todos los rincones de la tierra. Otras muchas personas contemplaban la escena desde sus casas.

Juan Pablo II gastó su vida yendo al encuentro de la gente, y en su funeral el mundo entero le devolvió el gesto: fue a su encuentro. Con la única fuerza de una vida incuestionablemente santa, el Papa fallecido había logrado atraer incluso a aquellos que no pensaban como él. Como un silencioso imán, se había convertido en un punto de convergencia de la unidad, la caridad, el respeto mutuo y la buena voluntad.

Todavía es pronto para hacer un balance de una vida tan rica, pero al recordar los acontecimientos del pasado abril es inevitable preguntarse: ¿cuál es el legado permanente de Juan Pablo II? El historiador Christopher Dawson dijo en una ocasión que “para cambiar el mundo, al cristiano le basta con ser”, y no parece precipitado afirmar que, en cuanto cristiano, Juan Pablo II fue

"Su encuentro en la cárcel con Alí Agca; el hábito de besar el suelo de un país nada más descender del avión; el silencio elocuente en la ventana papal a causa del sufrimiento... Eran signos tangibles de algo mucho más profundo".

Es claro que Juan Pablo II ha cambiado el papel del papado en el mundo. En Roma la sensación de su presencia se mantiene viva y real en la interminable fila de peregrinos que rezan ante su tumba y en las multitudes que acuden a escuchar a su sucesor.

Aunque fue un Papa de muchas palabras (homilías, discursos, encíclicas, poemas, libros, e incluso obras de teatro), Juan Pablo II sabía mejor que nadie que su impacto más profundo no sería el que pudieran provocar sus textos o sus palabras, por muy valiosas que fueran. En efecto, quizá lo que recordamos mejor son sus acciones simbólicas: la primera visita a Polonia; su encuentro en la cárcel con Alí Agca; el espontáneo entendimiento con niños y enfermos; el hábito de besar el suelo de un país nada más descender del avión; el silencio elocuente en la ventana papal a causa del sufrimiento... Eran signos tangibles de algo mucho más profundo.

En una ocasión, tras ser hospitalizado, habló sobre la necesidad de predicar “el evangelio del sufrimiento”. Y cuando, en silencio, llegaron sus últimos días –durante la Semana Santa, que conmemora el misterio de la muerte y la esperanza en la vida eterna–, fueron su sufrimiento y su muerte lo que atrajo y retuvo la atención del mundo entero. La personalidad, el amor y el sacrificio tienen su propio lenguaje, y por medio de él millones de hombres y mujeres que jamás leerán una encíclica “escucharon” claramente su mensaje durante aquellos días.

Pero, sobre todo, Juan Pablo II quiso preparar a la Iglesia para servir a la humanidad en el nuevo Milenio. Y bien sabía el Papa que el mayor regalo que la Iglesia puede ofrecer al mundo no es sino la santidad “encarnada” en personas: es decir, santos, siempre necesarios y siempre escasos.

"Bien sabía el Papa que el mayor regalo que la Iglesia puede ofrecer al mundo no es sino la santidad “encarnada” en personas: es decir, santos, siempre necesarios y siempre escasos".

Uno de los santos que canonizó, Josemaría Escrivá, escribió: “Estas crisis mundiales son crisis de santos”. Todos conocemos el impacto que han causado en la historia las vidas de Agustín, Benito, Francisco de Asís, Tomás de Aquino o Juana de Arco. En cambio, ¿cuántos podrían recordar los nombres de los papas o emperadores que dominaron el mundo durante la vida de cada uno de ellos? A través de los siglos, son los santos quienes enriquecen realmente la vida intelectual y espiritual de la Iglesia y del mundo, modelando las mentes, los corazones y las vidas de millones de personas.

Es de la mayor importancia el hecho de que Juan Pablo II canonizara más santos que todos sus predecesores juntos. Con la vista puesta en el nuevo milenio, escribió: “Doy gracias al Señor que me ha concedido beatificar y canonizar durante estos años a tantos cristianos y, entre ellos a muchos laicos que se han santificado en las circunstancias más ordinarias de la vida. Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este «alto grado» de la vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección” (Novo millennio ineunte).

Esas canonizaciones no eran un simple reconocimiento del servicio heroico y las virtudes de los santos, sino también un urgente recuerdo de la vocación a la que está llamado todo cristiano. En efecto, los santos canonizados por Juan Pablo II –hombres y mujeres que realmente fueron cristianos y en consecuencia cambiaron el mundo– son, a la vez, un regalo y un reto para un mundo al que nunca faltarán los problemas. Son un impresionante legado de santidad, quizá el mayor legado que nos deja Juan Pablo II, al menos hasta que él mismo pueda ser contado entre los santos: ese día, su gran legado ya no serán los santos que él canonizó, sino el santo que él mismo ha sido.

+ Javier Echevarría